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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (16 page)

El caso es que tornáronse a barajar los naipes mientras el agustino y los otros se dirigían a la puerta. Y cuando estaban a medio camino, Ganzúa recordó algo y los llamó.

—Una cosa, señor escribano. El mes pasado, cuando le anudaron el gaznate a mi compadre Lucas Ortega, uno de los escalones del patíbulo estaba flojo, y Lucas estuvo a punto de caerse cuando subía… A mí me da lo mismo, pero háganme la merced de componerlo para quien venga después, porque no todos tienen mi cuajo.

—Tomo nota —lo tranquilizó el escribano.

—Pues no digo más.

Retiráronse los de la Justicia y el fraile, y prosiguieron el rentoy y el vino mientras Ginesillo el Lindo volvía a tañer su guitarra:

Mató a su padre y su madre

y a su hermanito mayor,

dos hermanas que tenía

puso al oficio trotón.

Y en Sevilla, al árbol seco

le anudaron el tragar

porque le afufó la vida

a unos cuantos nada más.

Caían los naipes sobre la mesa, a la luz grasienta de las candelas de sebo. Bebían y jugaban los valientes, solemnes, velando al camarada con mucho pardiez, a fe mía y yo lo digo.

—No ha sido una mala vida —dijo de pronto el jaque, pensativo—. Perra, pero no mala.

Por la ventana llegaron las campanadas cercanas de San Salvador. Respetuoso, Ginesillo el Lindo cesó en la canción y la música. Todos, incluido Ganzúa, se descubrieron, interrumpiendo el juego para persignarse en silencio. Era la hora de las Ánimas.

El día siguiente amaneció con un cielo como para que lo pintara Diego Velázquez, y en la plaza de San Francisco Nicasio Ganzúa subió al patíbulo con mucha flema. Acudí a verlo con Alatriste y algunos compañeros de la noche, con tiempo para coger sitio, porque la plaza estaba de bote en bote desde la embocadura de Sierpes a las Gradas, con gente agolpada alrededor del tablado y en los balcones, y se decía que hasta en una ventana con celosías de la Audiencia estaban los reyes mirando. En todo caso, allí había lo mismo gente del pueblo que personas principales; y los sitios mejores, alquilados, rebosaban con mucho relumbre de calidad, mantellinas y sayas de buenas telas las damas, y paños finos, fieltros con plumas y cadenas doradas los caballeros. Entre la muchedumbre de abajo se contaba el natural número de ociosos, pícaros y maleantes, y los diestros en la esgrima de Cortadillo hacían su agosto metiendo el dos de bastos en las faltriqueras ajenas para sacar el as de oros. Se nos juntó entre la gente Don Francisco de Quevedo, que seguía el espectáculo con vivísimo interés porque, según dijo, estaba a punto de sacar su
Vida del buscón llamado Don Pablos
; y para cierto pasaje que en él tenía a medio escribir aquel lance iba que ni pintado.

—No siempre se inspira uno en Séneca y Tácito —dijo, acomodándose los anteojos para ver mejor.

A Ganzúa debían de haberle contado lo de los reyes, porque cuando lo sacaron de la cárcel vestido con el sayo, maniatado y a lomos de una mula, se aderezó los bigotes llevándose las manos a la cara, y hasta saludó mirando los balcones. Estaba el valentón todo repeinado, limpio, muy gallardo y tranquilo, y la resaca de la víspera apenas se le notaba en el blanco de los ojos. Al paso, cuando topaba una cara conocida entre la gente, saludaba con mucha parsimonia, como si lo llevaran de romería al prado de Santa Justa. Iba, en fin, con tanto decoro que viéndolo daban ganas de hacerse ajusticiar.

El verdugo aguardaba junto al garrote. Cuando Ganzúa subió muy sosegado los escalones del patíbulo —el escalón seguía suelto, y eso le valió al escribano, que andaba por allí, una mirada severa del jaque—, todo el mundo se hizo lenguas de sus buenas maneras y de sus hígados. Saludó con un gesto a los camaradas y a la Aliviosa, confortada en primera fila por una docena de rufianes, y que lloraba con mucho duelo pero alabándose, eso sí, de lo bien plantado que iba su hombre camino de lo que iba; y luego se dejó predicar un poco por el agustino de la noche anterior, asintiendo con la cabeza, solemne, cuando el fraile decía alguna cosa bien dicha o de su agrado. Se impacientaba un poco el verdugo, con mal semblante, a lo que díjole Ganzúa: «Luego estoy con vuaced y no meta prisa, que ni se va el mundo ni nos corren moros». Rezó luego su Credo de pé a pá con buena voz y sin una nota en falso, besó la cruz con mucho garbo, y le pidió al verdugo que hiciera la merced de limpiarle luego el mostacho de babas y ponerle la caperuza bien arriscada y derecha, por no dar mala estampa. Y cuando el otro dijo la fórmula habitual de «perdóneme hermano, que sólo hago mi oficio», le contestó que estaba perdonado de allí a Lima, pero que lo hiciera de perlas porque en la otra vida veríanse de nuevo las caras, y a esas alturas a él iban a darle igual ocho que ochenta. Sentóse luego sin parpadear ni hacer visajes cuando le pusieron el garrote en el pescuezo, el aire como aburrido; atusóse por última vez los bigotes, y a la segunda vuelta de cordel se quedó tan sereno y bien compuesto que no había más que pedir. No parecía sino que estuviera pensando.

VII. POR ATÚN Y A VER AL DUQUE

Llegaba la flota, y Sevilla, y toda España, y la Europa entera se aprestaban a beneficiarse del torrente de oro y plata que traía en sus bodegas. Escoltada desde las islas Terceras por la Armada del Mar Océano, la inmensa escuadra que llenaba el horizonte de velas había arribado a la embocadura del Guadalquivir; y los primeros galeones, cargados de mercancías y riquezas hasta casi hundir las bordas, empezaban a echar el ancla frente a Sanlúcar o en la bahía de Cádiz. Para agradecer a Dios haber conservado la flota a salvo de los temporales, de los piratas y de los ingleses, las iglesias organizaban misas y tedeums. Los armadores y cargadores hacían cuentas del beneficio, los comerciantes disponían sus tiendas para instalar las nuevas mercancías y organizaban su transporte a otros lugares, los banqueros escribían a sus corresponsales preparando letras de cambio, los acreedores del Rey ponían en regla las facturas que esperaban cobrar en breve, y los funcionarios de las aduanas se frotaban las manos pensando en su propio bolsillo. Toda Sevilla se engalanaba para el acontecimiento, revivía el comercio, poníanse a punto crisoles y troqueles para acuñar moneda, se limpiaban los almacenes de las torres del Oro y de la Plata, y bullía de actividad el Arenal, con carros, bastimentos, curiosos, y esclavos negros y moriscos preparando los muelles. Se barrían y regaban las puertas de las casas y los comercios, se adecentaban posadas, tabernas y mancebías, y desde el orgulloso noble hasta el humilde mendigo o la más ajada meretriz, a todos regocijaba la fortuna de la que cada uno confiaba en alcanzar su parte.

—Tenéis suerte —dijo el conde de Guadalmedina, mirando el cielo—. Habrá buen tiempo en Sanlúcar.

Aquella misma tarde, antes de emprender nuestra misión —estábamos citados con el contador Olmedilla en el puente de barcas a las seis en punto—, Guadalmedina y Don Francisco de Quevedo quisieron despedir al capitán Alatriste. Nos habíamos reunido en un pequeño bodegón del Arenal, construido con tablas y lonas del espalmador cercano, que se apoyaba contra un muro de las atarazanas viejas. Había mesas con taburetes afuera, bajo el rústico porche. A esa hora el sitio era tranquilo y discreto, frecuentado sólo por algunos marineros, y adecuado para remojar la palabra. La vista era muy agradable, con la animación portuaria y los cargadores, carpinteros y calafates trabajando junto a los barcos amarrados en una y otra orilla. Triana, blanca, almagre y ocre, relucía pulquérrima al otro lado del Guadalquivir, con las carabelas de la sardina y los barquitos de servicio yendo y viniendo entre ambas orillas, sus velas latinas desplegadas en la brisa de la tarde.

—Por un buen botín —brindó Guadalmedina.

Bebimos todos, tras levantar nuestras jarras de loza vidriada. El vino no era gran cosa, pero sí la ocasión. Don Francisco de Quevedo, a quien de algún modo le habría gustado acompañarnos en la expedición río abajo, no podía hacerlo por razones evidentes, y eso le fastidiaba. El poeta seguía siendo hombre de acción, y no le hubiera incomodado en absoluto añadir a sus experiencias el asalto al
Niklaasbergen
.

—Me gustaría echar un vistazo a vuestros reclutas —dijo, limpiándose los anteojos con un lienzo de narices que sacó de la manga del jubón.

—A mí también —apuntó Guadalmedina—. A fe que debe de ser una pintoresca tropa. Pero no podemos mezclarnos más… A partir de ahora, la responsabilidad es tuya, Alatriste.

El poeta se encajó los lentes. Torcía el bigote en una mueca sarcástica.

—Eso es muy típico del modo de actuar de Olivares… Si sale bien no habrá honores públicos, pero si sale mal rodarán cabezas.

Bebió un par de largos tragos y se quedó contemplando el vino, pensativo.

—A veces —añadió, sincero— me preocupa haberos metido en esto, capitán.

—Nadie me obliga —dijo Alatriste, inexpresivo. Tenía la mirada fija en la orilla de Triana.

El tono estoico del capitán había arrancado una sonrisa a Álvaro de la Marca.

—Dicen —murmuró con mucha intención— que nuestro cuarto Felipe ha sido puesto al corriente de los pormenores. Está encantado con jugársela al viejo Medina Sidonia, imaginando la cara que pondrá cuando se entere de la noticia… Amén que el oro es el oro, y su católica majestad lo necesita como cualquiera.

—Incluso más —suspiró Quevedo.

De codos sobre la mesa, Guadalmedina bajó la voz.

—Anoche, en circunstancias que no viene a cuento referir, su majestad preguntó quién dirigía el golpe —dejó un poco las palabras en el aire, a la espera de que su sentido calase en nosotros—…Se lo preguntó a un amigo tuyo, Alatriste. ¿Comprendes?… Y éste le habló de ti.

—Le habló maravillas, supongo —dijo Quevedo.

El aristócrata lo miró, ofendido por el supongo.

—Tratándose de un amigo, ya podéis imaginar, pardiez.

—¿Y qué dijo el gran Philipo?

—Como es joven y aficionado a lances, mostró vivísimo interés. Hasta habló de caer de incógnito esta noche por el lugar de embarque, para satisfacer su curiosidad… Pero Olivares puso el grito en el cielo.

Un silencio incómodo se adueñó de la mesa.

—Sólo faltaba eso —comentó al fin Quevedo—. Tener al Austria encima de la chepa.

Guadalmedina le daba vueltas a su jarra entre las manos.

—En cualquier caso —dijo tras una pausa—, el éxito nos iría muy bien a todos.

De pronto recordó algo, metió mano en el jubón y extrajo un documento doblado en cuatro. Llevaba un sello de la Audiencia Real y otro del maestre de las galeras del Rey.

—Olvidaba el salvoconducto —dijo, entregándoselo al capitán—. Autoriza a viajar río abajo hasta Sanlúcar… Excuso decirte que, una vez allí, debes quemarlo. A partir de ese momento, si alguien pregunta tendrás que ingeniártelas a tu aire —el aristócrata se acariciaba la perilla, sonriente—… Siempre puedes decir, como el viejo refrán, que vais a Sanlúcar por atún y a ver al duque.

—Veremos qué tal se porta Olmedilla —dijo Quevedo.

—En cualquier caso no tiene por qué ir al barco. Su presencia sólo es necesaria para hacerse cargo del oro. De ti depende cuidar su salud, Alatriste.

El capitán miraba el documento.

—Se hará lo que se pueda.

—Más nos vale.

El capitán guardó el papel en la badana del sombrero. Se mostraba tan frío como de costumbre, pero yo me removí en el taburete. Demasiado Rey y demasiado conde duque de por medio, como para que un simple mochilero estuviera tranquilo.

—Habrá protestas de los armadores del barco, por supuesto —dijo Álvaro de la Marca—. Medina Sidonia se enfurecerá, pero nadie puesto en el intríngulis osará decir esta boca es mía… Con los flamencos va a ser distinto. Ahí sí tendremos protestas, cruce de cartas y marejada en las cancillerías. Por eso resulta necesario que todo parezca un asalto particular: bandoleros, piratas y gente así —se llevó el jarro a la boca, sonriendo malicioso—… De cualquier modo, nadie reclamará un oro que oficialmente no existe.

—No se os escapa —le dijo Quevedo al capitán— que si algo sale mal, todo cristo se lavará las manos.

—Hasta Don Francisco y yo —matizó Guadalmedina con muy poca sutileza.

—Eso mismo.
Ignoramus atque ignorabimus
.

El poeta y el aristócrata se quedaron mirando a Alatriste. Pero el capitán, que seguía con la vista fija en la orilla de Triana, se limitó a asentir breve con la cabeza, sin añadir comentarios.

—En ese caso —prosiguió Guadalmedina— te recomiendo abrir el ojo, porque asarán carne. Y tú pagarás los tiestos rotos.

—Si es que le echan mano —matizó Quevedo.

—En conclusión —remachó Álvaro de la Marca—: bajo ningún concepto deben echar mano a nadie —también me dirigió una rápida ojeada—… A nadie.

—Lo que significa —resumió Quevedo, con su aguda facilidad para precisar conceptos— que no hay más que dos opciones: tener éxito, o hacerse matar con la boca cerrada.

Y lo dijo tan claro, que aun si lo dijera turbio, no me pesara.

Tras despedirnos de nuestros amigos, el capitán y yo anduvimos Arenal abajo hasta el puente de barcas, donde aguardaba, puntual y riguroso como de costumbre, el contador Olmedilla. Caminó éste a nuestro lado, seco, enlutado, el aire adusto, sin despegar los labios. El sol poniente nos alumbró horizontal mientras cruzábamos el río en dirección a los siniestros muros del castillo de la Inquisición, cuya vista yo asociaba con mis peores recuerdos. Íbamos dispuestos para el viaje: Olmedilla con un gabán negro y largo, provisto el capitán de capa, sombrero, espada y daga, y yo con un enorme hato a cuestas donde llevaba, con más discreción, algunas provisiones, dos mantas ruanas, un odre con vino, un par de pistolas, mi daga —ya reparada su guarnición en la calle Vizcaínos—, pólvora y balas, la herreruza del alguacil Sánchez, el viejo coleto de piel de búfalo de mi amo, y otro ligero, nuevo, de buen y grueso ante, que habíamos comprado para mí por veinte escudos en un jubonero de la calle Francos. La cita era en el corral del Negro, próximo a la Cruz del Altozano; así que dejando a la espalda la puente y la gran copia de barcos luengos, galeras y barquillas que estaban amarradas por toda la orilla hasta el puerto de los camaroneros, llegamos al sitio con la anochecida misma. Triana tenía varias posadas baratas, bodegones, garitos y parajes de soldados, de modo que no llamaba la atención ver por allí valientes y gente de espada. En realidad el corral del Negro era una posada infecta con el patio a cielo abierto convertido en taberna, sobre el que en días de lluvia se tendía un viejo toldo. La gente se sentaba allí con sombrero y capa bien puestos, y entre el fresco de la noche y la calaña de los parroquianos, era de lo más corriente que todo el mundo anduviese embozado hasta las cejas, con las dagas abultando en la cintura y la toledana respingando por detrás la capa. Ocupamos el capitán, Olmedilla y yo una mesa en un rincón, pedimos de beber y cenar, y echamos con mucha flema un vistazo alrededor. Ya había allí algunos de nuestros jaques. Reconocí en una mesa a Ginesillo el Lindo, que iba sin guitarra pero con una espada enorme al cinto, ya Guzmán Ramírez, los dos con el chapeo hundido hasta las orejas y las capas terciadas al hombro cubriéndoles media cara; y a nada vi entrar a Saramago el Portugués, que venía solo, y que a la luz de una candela se puso a leer un libro que sacó de la faltriquera. Al cabo entró Sebastián Copons, pequeño, duro y silencioso como de costumbre, y fue a sentarse con un jarro de vino sin mirar ni a su sombra. Nadie hacía visaje de reconocer a nadie, y poco a poco, solos o en parejas, iban llegando otros, andares zambos y recelar zaíno, resonantes de hierros, tomando asiento por aquí y por allá sin que ninguno se dirigiera la palabra. El grupo más numeroso que entró fue de tres: el patilludo Juan Jaqueta, su compadre Sangonera y el mulato Campuzano, a quienes las gestiones oportunas del capitán, vía Guadalmedina, habían permitido abandonar su retraimiento eclesiástico. Pese a la costumbre, el tabernero observaba tamaña afluencia de valientes con una suspicacia que pronto disipó el capitán repasándole las manos con unas cuantas piezas de plata, recurso idóneo para volver mudo, ciego y sordo al más curioso de los hosteleros, amén de advertencia sobre lo fácil que era, hablando de más, verse con un lindo tajo en la gorja. De esa forma, en la siguiente media hora terminó por completarse la jábega. Para mi sorpresa, pues nada le había oído decir sobre ello a Alatriste, el último en llegar fue el mismísimo Bartolo Cagafuego, con una montera calada sobre su tupida y única ceja, y una enorme sonrisa en la boca mellada y oscura, que le guiñó un ojo al capitán y se estuvo paseando bajo los arcos, cerca de nosotros y disimulando fatal, con la misma discreción que un oso pardo en una misa de réquiem. Y aunque mi amo nunca dijo nada sobre el particular, sospecho que, pese a ser más valentón de hojaldre que de hoja, y que sin duda podría haberse reclutado a otro sujeto de mejor acero, el capitán había gestionado la liberación del galeote más por razones sentimentales —si tales razones podemos atribuir a Alatriste— que por otra cosa. El caso es que allí estaba Cagafuego, quien a duras penas lograba ocultar su agradecimiento. Y bien podía estarlo, pardiez; que el capitán le ahorraba al rufo seis lindos años engrilletado a un remo, apaleando sardinas a la voz de ropa fuera y boga larga.

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