Desperté con la mano del capitán Alatriste en mi hombro. «Ya es la hora», susurró en voz muy baja, casi rozándome la oreja con el mostacho. Abrí los ojos a la noche. Nadie había encendido fuegos, ni se veían luces. La luna, menguante y muy escasa, apenas iluminaba ya; pero su claridad aún daba vagos perfiles a las siluetas negras que se movían a mi alrededor. Oí deslizar de aceros en sus vainas, hebillas de cintos y corchetes al abrocharse, frases cortas dichas en murmullos. Los hombres se ajustaban las ropas, cambiaban los sombreros por lienzos y pañizuelos anudados en torno a la frente, y envolvían las armas con trapos para que el entrechocar de hierro no los delatase. Como había ordenado el capitán, las pistolas se dejaban allí, con el resto de la impedimenta. El
Niklaasbergen
iba a ser abordado al arma blanca.
Deshice a tientas el fardo de nuestra ropa y me enfundé mi coleto nuevo de ante, todavía lo bastante rígido y grueso para protegerme el torso de las cuchilladas. Luego me até bien las esparteñas, aseguré mi daga en el cinto para no perderla, con un cordel atado a la guarnición, y me colgué de un tahalí de cuero la espada del alguacil. A mi alrededor los hombres bebían un último trago de sus pellejos de vino, orinaban para aliviarse antes de la acción, cuchicheaban. Alatriste y Copons tenían las cabezas próximas mientras el aragonés recibía las últimas instrucciones. Al retroceder un paso topé con el contador Olmedilla, que me reconoció, dándome una corta y seca palmadita en la espalda; lo que en tan agrio personaje podía considerarse razonable expresión de afecto. Advertí que también llevaba espada al cinto.
—Vámonos —dijo Alatriste.
Echamos a andar, hundiendo los pies en la arena. Reconocí algunas de las sombras que pasaban a mi lado: la alta y delgada figura de Saramago el Portugués, el corpachón de Bartolo Cagafuego, la menuda silueta de Sebastián Copons. Alguien dijo una chanza en susurros, y oí, apagada, la risa del mulato Campuzano. Tronó entonces la voz del capitán ordenando silencio, y nadie volvió a abrir la boca.
Al pasar junto al bosquecillo de pinos resonó el rebuzno de una mula, y miré hacia allá, curioso. Había caballerías ocultas entre los árboles, y confusas figuras humanas junto a ellas. Sin duda se trataba de la gente que más tarde, cuando el galeón estuviese varado en la barra, se encargaría de transbordar el oro. Para confirmar mis sospechas, tres siluetas negras se destacaron del pinar, y Olmedilla y el capitán se detuvieron con ellas, de conciliábulo. Creí reconocer a los falsos cazadores que habíamos visto por la tarde. Luego desaparecieron, Alatriste dio una orden, y reanudamos la marcha.
Ahora ascendíamos por la ladera empinada de una duna, hundiéndonos en ella hasta los tobillos, y la claridad de la arena recortaba con más nitidez nuestras figuras. En la cima, el rumor del mar llegó hasta nosotros y la brisa nos acarició la cara. Había una mancha oscura y extensa en la que brillaban, hasta el horizonte negro como el cielo, los puntitos luminosos de los fanales de los barcos fondeados, de manera que las estrellas parecían reflejadas en el mar. A lo lejos, en la otra orilla, veíamos las luces de Sanlúcar.
Bajamos a la playa, con la arena amortiguando el ruido de los pasos. A mi espalda oí la voz de Saramago el Portugués, recitando bajito:
Porrea eu cos pilotos na arenosa
praia, por vermos em que parte estou,
me detenho em tomar do sol a altura
e compassar a universal pintura…
Alguien preguntó qué diablos era aquello, y el Portugués, sin alterarse, respondió con su educado acento y sus eses prolongadas que era Camoens, que no todo iban a ser malditos Lopes y Cervantes, que él antes de batirse recitaba lo que le salía de los hígados, y que si a alguien incomodaba
Os Lusíadas
tendría mucho gusto en acuchillarse con él y con su santa madre.
—Éramos pocos y parió el Tajo —dijo alguien.
No hubo más comentarios, el Portugués continuó entre dientes con sus versos, y seguimos camino. Junto a las estacas de una vieja encañizada de pescadores vimos dos barcas esperando, con un hombre en cada una. Nos agrupamos en la orilla, expectantes.
—Conmigo los míos —dijo Alatriste.
Iba sin sombrero, con el coleto de piel de búfalo, la espada y la vizcaína al cinto. A su orden los hombres se dividieron en los grupos previstos. Oíanse despedidas y deseos de buena suerte, alguna broma y las naturales fanfarronadas sobre las almas que pensaba aliviar cada uno. No faltaban los nervios disimulados, los tropezones en la oscuridad ni los pardieces. Sebastián Copons pasó cerca, seguido de su gente.
—Dame un rato —le dijo en voz baja el capitán—. Pero no mucho.
El otro asintió en silencio, como solía, y se quedó allí mientras sus hombres embarcaban. El último era el contador Olmedilla. Su ropa negra lo hacía parecer más oscuro aún. Chapoteó heroicamente torpe en el agua mientras lo ayudaban a subir al bote, porque se había trabado las piernas con su propia espada.
—También cuídalo, si puedes —le dijo Alatriste a Copons.
—Cagüendiela, Diego —respondió el aragonés, que se anudaba el cachirulo en torno a la cabeza—. Demasiados encargos para una noche.
Alatriste emitió una risa queda, entre dientes.
—Quién nos lo iba a decir, ¿verdad?… Degollar flamencos en Sanlúcar.
Copons soltó un gruñido.
—Cuenta. Puestos a degollar, igual da un sitio que otro.
El grupo de popa ya embarcaba también. Fui con ellos, me mojé los pies, pasé la pierna sobre la regala y me acomodé en un banco. Un momento más tarde, el capitán se reunió con nosotros.
—A los remos —dijo.
Pusimos los cordeles de los maderos en los escálamos y empezamos a bogar, alejándonos de la orilla, mientras el marinero del bote dirigía el timón hacia una luz cercana que rielaba en el agua rizada por la brisa. El otro bote se mantenía cerca, silencioso, metiendo y sacando con mucho tiento los remos en el agua.
—Despacio —dijo Alatriste—… Despacio.
Con los pies apoyados en el banco de delante, sentado junto a Bartolo Cagafuego, yo doblaba el espinazo en las paladas, antes de echar el cuerpo hacia atrás tirando fuerte del remo. Al final de cada movimiento quedaba mirando hacia arriba, a las estrellas que se dibujaban nítidas en la bóveda del cielo. Al inclinarme hacia adelante, a veces me volvía observando a mi espalda, entre las cabezas de los camaradas. La luz de popa del galeón estaba cada vez más cerca.
—A la postre —murmuraba Cagafuego, rezongante sobre el remo— no me libré de bogallas.
El otro bote empezó a alejarse del nuestro, con la pequeña silueta de Copons erguida en la proa. Pronto desapareció en la oscuridad y sólo se oyó el rumor apagado de sus remos. Después, ni eso. Ahora la brisa era un poco más fresca y el agua se movía en una marejadilla suave que balanceaba la embarcación, obligándonos a estar más atentos al ritmo de la boga. A medio camino el capitán ordenó relevarnos, para que todo el mundo estuviese en condiciones a la hora de subir a bordo. Pencho Bullas se hizo cargo de mi puesto, y Mascarúa ocupó el de Cagafuego.
—Silencio y mucho cuidado —dijo Alatriste.
Estábamos muy cerca del galeón. Yo podía observar con más detalle su oscura y maciza silueta, los palos recortados en el cielo nocturno. El fanal encendido en el alcázar nos indicaba la popa con toda exactitud. Había otro farol en cubierta, iluminando obenques, cordajes y la base del palo mayor, y una luz se filtraba por dos de las portas de los cañones abiertas en el costado. No se veía a nadie.
—¡Quietos los remos! —susurró Alatriste.
Los hombres dejaron de bogar, y el bote quedó balanceándose en la marejadilla. Estábamos a menos de veinte varas de la enorme popa. La luz del fanal se reflejaba en el agua, casi ante nuestras narices. Al costado del galeón, hacia la aleta, había amarrado un chinchorro sobre el que pendía una escala.
—Preparen los arpeos.
Los hombres sacaron de bajo los bancos cuatro ganchos de abordaje que llevaban atadas cuerdas con nudos.
—A los remos otra vez… En silencio y muy despacio.
Avanzamos de nuevo, mientras el marinero nos dirigía hacia el chinchorro y la escala. Pasamos así bajo la altísima y negra popa, buscando los sitios que la luz del fanal dejaba en sombras. Todos mirábamos hacia arriba conteniendo el resuello, con la aprensión de ver aparecer allí un rostro en cualquier momento, seguido de un grito de alerta y una granizada de balas o un cañonazo de metralla. Por fin los remos cayeron al fondo del bote, y éste se deslizó hasta dar con las tablas del costado, junto al chinchorro y exactamente bajo la escala. El ruido del golpe, pensé, habrá despertado a toda la bahía. Pero lo cierto es que nadie gritó dentro, ni hubo alarma alguna. Un estremecimiento de tensión recorrió el bote mientras los hombres liberaban de trapos las armas y se disponían a subir. Me ajusté bien las presillas del coleto. Por un instante, el rostro del capitán Alatriste quedó muy cerca del mío. No podía ver sus ojos, pero supe que me estaba observando.
—Cada cual para sí, zagal —me dijo en voz baja.
Asentí a sabiendas de que no podía ver mi gesto. Luego noté su mano posarse en mi hombro, muy firme y breve. Alcé la vista a lo alto y tragué saliva. La cubierta estaba a cinco o seis codos sobre nuestras cabezas.
—¡Arriba! —susurró el capitán.
Al fin pude ver su rostro a la luz distante del fanal, el perfil de halcón sobre el mostacho cuando empezó a trepar por la escala, mirando hacia lo alto, con la espada y la daga tintineándole al cinto. Fui tras él sin pensarlo mientras oía a los hombres, ya sin disimulo, arrojar los ganchos de abordaje, que resonaron sobre las tablas de cubierta y al encajarse en la regala. Ahora todo era esfuerzo por trepar, y prisas, y una tensión casi dolorosa que laceraba mis músculos y mi estómago mientras agarraba las cuerdas de la escala y subía a tirones, peldaño a peldaño, resbalando en la tablazón húmeda del costado del barco.
—Mierda de Dios —dijo alguien abajo.
Entonces sonó un grito de alarma sobre nuestras cabezas, y al mirar vi asomarse un rostro iluminado a medias por el fanal. Tenía expresión espantada, y nos veía trepar como si no diera crédito a lo que pasaba. Y tal vez murió sin llegar a creerlo del todo, porque el capitán Alatriste, que ya alcanzaba su altura, le metió la daga por la gola hasta el puño, y el otro desapareció de nuestra vista. Ahora sonaban más voces arriba, y carreras por las entrañas del barco. Algunas cabezas aparecieron cautas por las portas de los cañones y volvieron a meterse dentro, gritando en flamenco. Las botas del capitán me golpearon la cara cuando llegó arriba, saltando a cubierta. En ese momento otro rostro asomó por la borda algo más arriba, sobre el alcázar; vimos una mecha encendida, un tiro de arcabuz resonó con el fogonazo, y algo zurreó rápido y fuerte entre nosotros, dando en un chasquido de carne y huesos rotos. Alguien que estaba subiendo desde el bote, a mi lado, cayó de espaldas al mar con un chapuzón y sin decir esta boca es mía.
—¡Arriba!… ¡Arriba! —apremiaban los hombres tras de mí, empujándose
unos a otros para subir.
Apretados los dientes, encogida la cabeza como si pudiera ocultarla entre los hombros, trepé lo que me quedaba tan aprisa como pude, fui al otro lado de la borda, pisé la cubierta, y nada más hacerlo resbalé sobre un enorme charco de sangre. Me incorporé pringoso y aturdido, apoyándome sobre el cuerpo inmóvil del marinero degollado, y detrás de mí apareció en la borda la cara barbuda de Bartolo Cagafuego, los ojos desorbitados por la tensión, acentuada la mueca mellada y feroz por el machete enorme que traía sujeto entre los dientes. Estábamos justo al pie del palo de mesana, junto a la escala que conducía al alcázar. Había ahora más de los nuestros llegando a cubierta por las cuerdas de los arpeos, y era un milagro que no estuviese allí todo el galeón despierto para darnos una linda bienvenida, con el tiro de arcabuz y todo aquel escándalo de pasos y ruidos y carreras y chirriar de aceros al salir de las vainas.
Saqué la espada con la diestra y eché mano con la zurda a la daga, mirando alrededor, confuso, en busca de un enemigo. Y entonces vi que un tropel de hombres armados salía a cubierta desde el interior del barco, y que muchos eran grandes y rubios como los que conocíamos de Flandes, y que había otros a popa y en el combés, y que eran demasiados, y que el capitán Alatriste ya estaba dando tajos como un diablo para abrirse paso hacia la escala del alcázar. Acudí en socorro de mi amo, sin comprobar si Cagafuego y los otros nos seguían o no. Lo hice musitando el nombre de Angélica como postrera oración; y con la última sensatez, mientras me lanzaba al asalto aullando enloquecido, comprendí que si Sebastián Copons no llegaba a tiempo, la del
Niklaasbergen
iba a ser nuestra última aventura.
También la mano y el brazo se cansan de matar. Diego Alatriste habría dado lo que le quedaba de vida —que tal vez era muy poco— por bajar las armas y tumbarse en un rincón durante un rato. A esas alturas del combate seguía luchando por fatalismo y por oficio; y tal vez la indiferencia respecto al resultado lo mantenía paradójicamente vivo en medio de la confusa refriega. Peleaba tan sereno como de costumbre, fiado en su golpe de vista y en la respuesta de sus músculos, sin reflexionar. En hombres como él, y en tales lances, dejar a un lado la imaginación y encomendar la piel al instinto, era el modo más eficaz de tener a raya al destino.
Arrancó su espada del hombre que acababa de atravesar y lo empujó de una patada, para ayudarse a liberar la hoja. A su alrededor todo eran gritos, maldiciones y gemidos; y de vez en cuando un pistoletazo o un tiro de arcabuz flamenco iluminaban la penumbra, dejando entrever los grupos de hombres que se acuchillaban en tropel, y los charcos rojos que el oscilar de la cubierta encaminaba hacia los imbornales.
Sintiéndose dueño de una singular lucidez, paró un golpe de alfanje, hurtó el cuerpo, y respondió con una estocada en el vacío que apenas le importó no lograr. El otro se puso en cobro, y fue a empeñarse con alguien que lo acosaba por detrás. Alatriste aprovechó el respiro para apoyar la espalda en un mamparo y descansar. La escala del alcázar estaba ante él, iluminada desde arriba por el fanal, franca en apariencia. Había tenido que abatir a tres hombres para llegar allí, y nadie lo previno de que encontrarían tantos. El alto castillo de popa era un buen baluarte para resistir hasta que Copons llegase con los suyos; pero cuando Alatriste miró en torno, comprobó que la mayor parte de la gente propia se hallaba trabada a vida o muerte, y que casi todos luchaban y morían en el mismo sitio donde pisaran la cubierta.