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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico

El oro del rey (11 page)

Olmedilla se desabotonó el jubón y extrajo un papel doblado, con sello de lacre. Tras mantenerlo un momento en la mano, como si venciera sus últimos escrúpulos, lo puso al fin sobre la mesa, ante el capitán.

—Es una orden de pago —dijo—. Vale al portador por cincuenta doblones viejos de oro, de dos caras… Puede hacerse efectiva en casa de Don Joseph Arenzana, en la plaza de San Salvador. Nadie hará preguntas.

Alatriste miró el papel, sin tocarlo. Los doblones de dos caras eran la más codiciada moneda que podía encontrarse en ese tiempo. Habían sido batidos en oro fino hacía más de un siglo, cuando los Reyes Católicos, y nadie discutía su valor al hacerlos sonar sobre una mesa. Conocía a hombres capaces de acuchillar a su madre por una de aquellas piezas.

—Habrá seis veces esa suma —añadió Olmedilla— cuando todo haya terminado.

—Bueno es saberlo.

El contador contempló pensativo su jarra de vino. Una mosca nadaba en ella, haciendo ímprobos esfuerzos por liberarse.

—La flota llega dentro de tres días —dijo, atento a la agonía de la mosca.

—¿Cuántos hombres hacen falta?

Olmedilla señaló con un dedo manchado de tinta la orden de pago.

—Eso lo decide vuestra merced. Según el genovés, el
Niklaasbergen
lleva veintitantos marineros, capitán y piloto… Todos flamencos y holandeses, excepto el piloto. Puede que en Sanlúcar suban algunos españoles con la carga. Y sólo disponemos de una noche.

Alatriste hizo un cálculo rápido.

—Doce, o quince. Los que puedo conseguir con este oro harán de sobras el avío.

Olmedilla movió la mano, evasivo, dando a entender que el avío de Alatriste no era asunto suyo.

—Deberéis —dijo— tenerlos listos la noche anterior. El plan consiste en bajar por el río, llegando a Sanlúcar al atardecer siguiente —hundió el mentón en la golilla, como para considerar si olvidaba algo—… Yo iré también.

—¿Hasta dónde?

—Ya veremos.

El capitán lo miró sin ocultar su sorpresa.

—No será un lance de tinta y papel.

—Da lo mismo. Tengo obligación de comprobar la carga y organizar su traslado, una vez el barco esté en nuestras manos.

Ahora Alatriste disimuló una sonrisa. No imaginaba al contador entre gente de la calaña que pensaba reclutar; pero comprendía que desconfiara en negocio como aquel. Tanto oro de por medio resultaba una tentación, y era fácil que algún lingote pudiera distraerse en el camino.

—Excuso decir —apuntó el contador— que cualquier desvarío significa la horca.

—¿También para vuestra merced?

—Puede que también para mí.

Alatriste se pasó un dedo por el mostacho.

—Barrunto que vuestro salario —dijo con ironía— no incluye esa clase de sobresaltos.

—Mi salario incluye cumplir con mi obligación.

La mosca había dejado de moverse, y Olmedilla continuaba mirándola. El capitán se puso más vino en la jarra. Mientras bebía, vio que el otro levantaba de nuevo los ojos hacia él para contemplar, interesado, las dos cicatrices de su frente, y luego su brazo izquierdo, donde la manga de la camisa ocultaba la quemadura bajo el vendaje. Que por cierto, dolía como mil diablos. Al fin Olmedilla frunció otra vez el entrecejo, cual si llevara rato dándole vueltas a un pensamiento que dudaba formular en voz alta.

—Me pregunto —dijo— qué habría hecho vuestra merced si el genovés no se hubiera dejado impresionar.

Alatriste paseó la vista por la calle; el sol que reverberaba en la pared frontera le hacía entornar los ojos, acentuando su expresión inescrutable. Después miró la mosca ahogada en el vino de Olmedilla, siguió bebiendo del suyo, y no dijo nada.

V. EL DESAFÍO

Las columnas de Hércules, altas de dos alabardas y recortadas en la claridad lunar, destacaban frente a la Alameda. Las copas de los olmos se extendían detrás hasta perderse de vista, oscureciendo la noche bajo sus enramadas. A esa hora no paseaban carruajes con damas elegantes, ni los caballeros sevillanos hacían caracolear sus caballos entre los setos, las fuentes y los estanques. Sólo se oía el sonido del agua en los caños, y a veces, en la distancia, un perro aullaba inquieto hacia la Cruz del Rodeo.

Me detuve junto a una de las gruesas columnas de piedra y escuché, contenido el aliento. Tenía la boca tan seca como si la hubiesen espolvoreado con arena, y los pulsos me latían con tal fuerza en las muñecas y las sienes, que si en ese momento hubieran abierto mi corazón, no habrían hallado dentro una gota. Observando con aprensión la Alameda, aparté el herreruelo de bayeta que llevaba sobre los hombros, para desembarazar la empuñadura de la espada metida en el cinto de cuero. Su peso, junto al de la daga, me aportaba un singular consuelo en aquella soledad. Luego fui repasando las presillas del coleto de piel de búfalo que me cubría el torso. Era del capitán Alatriste, y lo había sacado con mucho sigilo aprovechando que él estaba abajo con Don Francisco de Quevedo y con Sebastián Copons, y que los tres cenaban, bebían y hablaban de Flandes. Había fingido una indisposición retirándome pronto para hacer los preparativos que tenía ingeniados tras pasar todo el día discurriendo. De ese modo me lavé bien la cara y el pelo, poniéndome una camisa limpia por si al acabar la jornada algún trozo de esa camisa terminaba dentro de mi carne. El coleto del capitán me venía grande, así que colmé la diferencia colocando debajo mi viejo juboncillo de mochilero, relleno de estopa. Completé el atavío con unas remendadas calzas de gamuza que habían sobrevivido al sitio de Breda —buenas para proteger los muslos de posibles cuchilladas—, borceguíes de suela de esparto, polainas y montera. No era traza aquella de galantear damas, pensé mirándome en el reflejo de una olla de cobre. Pero más vale parecer un rufián vivo que terminar siendo un lindo muerto.

Había salido con mucho tiento, el coleto y la espada disimulados en el herreruelo. Sólo Don Francisco me había visto de lejos un momento, dirigiéndome una sonrisa mientras proseguía la charla con el capitán y Copons, que por suerte se hallaban de espaldas a la puerta. Una vez en la calle me aderecé de modo conveniente mientras caminaba hasta la plaza de San Francisco; y de allí, esquivando las vías más transitadas, seguí lo mejor que pude las inmediaciones de la calle de las Sierpes y la del Puerco hasta desembocar en la desierta Alameda.

Aunque no tan desierta, después de todo. Una mula relinchó bajo los olmos. Busqué, sobrecogido, y cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad del bosquecillo, advertí la forma de un coche detenido junto a una de las fuentes de piedra. Anduve muy cauto, la mano en el puño de la espada, hasta percibir la amortiguada claridad de un farol tapado que iluminaba el interior del carruaje. Y paso a paso, cada vez más despacio, llegué junto al estribo.

—Buenas noches, soldado.

Aquella voz me privó de la mía e hizo que temblase la mano que apoyaba en el puño de la espada. Quizá no era una trampa, después de todo. Quizá era cierto que ella me amaba y que estaba allí, aguardándome según su promesa. Había una sombra masculina arriba, en el pescante, y otra en la trasera del coche: dos criados silenciosos velaban por la menina de la reina.

—Celebro comprobar que no sois un cobarde —susurró Angélica.

Me quité la montera. La luz del farol tapado apenas permitía distinguir los contornos en la penumbra, pero bastaba para alumbrar el tapizado interior, los reflejos de oro en sus cabellos, el raso del vestido cuando se movía en el asiento. Abandoné toda precaución. La portezuela estaba abierta, y fui a apoyarme en el estribo. Un perfume delicioso me envolvió como una caricia. Ese aroma, pensé, lo lleva ella sobre la piel, y la dicha de aspirarlo merece aventurar la vida.

—¿Venís solo?

—Sí.

Hubo un largo silencio. Cuando habló de nuevo, su tono parecía admirado.

—Sois muy estúpido —dijo— o sois muy hidalgo.

Callé. Era demasiado feliz para estropear ese momento con palabras. La penumbra permitía adivinar el reflejo de sus ojos. Seguía mirándome sin decir nada. Yo rozaba el raso de su falda.

—Dijisteis que me amabais —murmuré por fin.

Hubo otro larguísimo silencio, interrumpido por el relincho impaciente de las mulas. Oí cómo el cochero se agitaba en el pescante, serenándolas con un chasquido de las riendas. El postillón de la trasera seguía siendo un borrón inmóvil.

—¿Eso dije?

Quedó callada un instante, cual si realmente hiciera memoria de lo conversado por la mañana, en los Alcázares.

—Tal vez sea cierto —concluyó.

—Yo os amo a vos —declaré.

—¿Por eso estáis aquí?

—Sí.

Inclinaba su rostro hacia el mío. Juro por Dios que podía sentir el roce de sus cabellos en mi cara.

—En tal caso —susurró— eso merece su recompensa.

Posó una mano en mi cara con dulzura infinita, y de pronto sentí sus labios oprimir los míos. Los tuve en la boca, suaves y frescos, por un momento. Luego ella se retiró al fondo del coche.

—Es sólo un adelanto de mi deuda —dijo—. Si sois capaz de manteneros vivo, podréis reclamar el resto.

Dio una orden al cochero y éste hizo chasquear el látigo. El carruaje se puso en marcha, alejándose. Y yo me quedé estupefacto, la montera en una mano, los dedos de la otra tocando incrédulos la boca que Angélica de Alquézar había besado. El universo giraba enloquecido en torno a mi cabeza, y tardé un rato largo en recobrar la cordura.

Entonces miré alrededor y vi las sombras.

Salían de la oscuridad, entre los árboles. Siete bultos oscuros, hombres embozados con capas y sombreros. Se acercaron tan despacio como si dispusieran de todo el tiempo del mundo, y yo sentí que bajo el coleto de búfalo se me erizaba la piel.

—Voto a Dios, que sólo es el rapaz —dijo una voz.

Esta vez no hacía
tirurí-ta-ta
, pero reconocí en el acto su metal chirriante, ronco y roto. Provenía de la sombra más cercana, que me pareció muy alta y muy negra. Todos se habían detenido a mi alrededor, cual si no supieran qué hacer conmigo.

—Tanta red —añadió la voz— para pescar una sardina.

Aquel desdén obró la virtud de calentar mi sangre y devolverme el aplomo. El pánico que empezaba a invadirme desapareció de golpe. Tal vez aquellos embozados no sabían qué hacer con la sardina, pero ésta llevaba todo el día entre cavilaciones, preparándose por si ocurría exactamente lo que acababa de ocurrir. Cualquier desenlace, incluso el peor de ellos, había sido pesado, sopesado y asumido cien veces en mi imaginación, y yo estaba listo. Sólo me habría gustado disponer de tiempo para un acto de contricción en regla, más para eso no quedaba espacio. Así que solté el fiador del herreruelo, inspiré profundamente, me persigné y saqué la espada. Lástima, pensaba entristecido, que el capitán Alatriste no pueda verme ahora. Le habría gustado saber que el hijo de su amigo Lope Balboa también sabe morir.

—Vaya —dijo Malatesta.

Su comentario se quebró en un sobresalto cuando afirmé los pies y le tiré una estocada que le pasó la capa, y no se lo llevó a él por delante a cuenta de una pulgada. Saltó atrás para esquivarme, y todavía pude largarle otra cuchillada de revés, con los filos, antes de que empuñara su espada. Salió ésta con siniestro siseo de la vaina, y vi relucir su hoja mientras el italiano tomaba distancia para darse tiempo a soltar la capa y afirmarse en guardia. Sintiendo que se me escapaba entre los dedos la última oportunidad, metí pies con decisión, cerrándole de nuevo; y a punto de perder la compostura, pero todavía dueño de mí, alcé el brazo con violencia para asestarle un golpe falso a la cabeza, pasé al otro lado, y con el mismo revés volví a donde comencé, de tajo, con tan afortunada mano que, de no llevar puesto el sombrero, mi enemigo habría despachado su alma para el infierno.

Gualterio Malatesta retrocedió dando traspiés mientras mascullaba sonoras blasfemias en italiano. Y entonces yo, cierto de que allí concluía mi ventaja, giré alrededor, la punta de la espada describiendo círculo, para dar cara a los otros que, sorprendidos al principio, habían al fin metido mano a sus herreruzas y me cercaban sin consideración ninguna. Aquello estaba visto para sentencia, tan claro como la luz del día que yo no iba a ver nunca más. Pero no era mal modo de acabar para uno de Oñate, pensé atropelladamente mientras sacaba la daga, cubriéndome también con ella en la mano zurda. Uno contra siete.

—Para mí —los detuvo Malatesta.

Venía rehecho y firme, la espada por delante, y supe que apenas me quedaban unos instantes de vida. Así que en vez de esperarlo afirmado en guardia, que era lo impuesto por la verdadera destreza, hice como que me retiraba, y de pronto me agaché a medias, saltando a matar como una liebre y buscándole el vientre. Cuando reparé al fin, mi acero no había perforado más que aire, Malatesta estaba inexplicablemente a mi espalda, y yo tenía una cuchillada en un hombro, en la juntura del coleto, por la que asomaba la estopa del juboncillo que llevaba debajo.

—Te vas como un hombre, rapaz —dijo Malatesta.

Había cólera y también admiración en su voz; pero yo había pasado aquel punto sin retorno en que huelgan las palabras, y se me daba una higa su admiración, su cólera o su desprecio. Así que me revolví sin decir nada, como había visto hacer tantas veces al capitán Alatriste: flexionadas las piernas, la daga en una mano y la espada en la otra, reservando el aliento para la última acometida. Lo que más ayuda a bien morir, le había oído decir una vez al capitán, es saber que has hecho cuanto está en tu mano para evitarlo.

Entonces, detrás de las sombras que me cercaban, sonó un pistoletazo, y el resplandor de un tiro iluminó el contorno de mis enemigos. Aún no caía uno de ellos al suelo cuando otro fogonazo alumbró la Alameda, y a su luz pude ver al capitán Alatriste, a Copons y a Don Francisco de Quevedo, que espadas en mano cerraban sobre nosotros como si salieran de las entrañas de la tierra.

Vive Cristo que fue lo que fue. La noche se volvió torbellino de cuchilladas, repicar de aceros, chispazos y gritos. Había dos cuerpos en el suelo y ocho hombres batiéndose a mi alrededor, sombras confusas que se reconocían a ratos y por la voz, y se daban estocadas entre empujones, traspiés y revuelo de capas. Afirmé mi acero en la diestra y fui sin rodeos contra el que me pareció más próximo; y en aquella confusión, con una facilidad de la que yo era el primer sorprendido, le metí muy resuelto una buena cuarta de hoja por la espalda. Clavé, desclavé, revolvióse el herido con un aullido —supe así que no era Malatesta—, y tiróme un tajo feroz que pude parar con la daga, aunque rompió las guardas de ella y me lastimó los dedos de la zurda. Fui sobre él echando atrás el brazo, la punta por delante, sentí una cuchillada en el coleto, y, sin hacer reparo, trabé su hoja entre el codo y el costado para sujetarla mientras le clavaba otra vez la espada, entrándosela bien adentro esta vez, de suerte que se fue al suelo y yo con él. Alcé la daga para acabarlo allí mismo, pero ya no se movía y su garganta soltaba el estertor rauco de quien se ahoga en su propia sangre. Así que, de rodillas sobre su pecho, desclavé el acero y volví a la pelea.

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