Es singular, pardiez. Sabía que aquel billete no podía ser sino otro episodio del peligroso juego que Angélica llevaba conmigo desde que nos habíamos conocido frente a la taberna del Turco, en Madrid. Un juego que había estado a punto de costarme la honra y la vida, y que todavía muchas veces, con el paso de los años, me haría caminar siempre al borde del abismo, por el filo mortal de la más deliciosa navaja que una mujer fue capaz de crear para el hombre que durante toda su vida, y hasta en el momento mismo de su temprana muerte, habría de ser al tiempo su amante y su enemigo. Pero ese momento aún estaba lejos, y era el caso que allí andaba yo aquella tibia mañana de invierno, en Sevilla, con todo el vigor y la audacia de mi mocedad, acudiendo a la cita de la niña —quizá, me decía, ya no lo sea tanto— que una vez, casi tres años atrás y en la fuente del Acero, al decirle yo: «Moriría por vos», había respondido, sonriendo dulce y enigmática: «Tal vez mueras».
El arco de la Aljama estaba desierto. Dejando a la espalda la torre de la Iglesia Mayor recortada en el cielo sobre las copas de los naranjos, me interné más por él, hasta doblar el codo y asomarme al otro lado, donde el agua canturreaba en una fuente y gruesas ramas de enredadera colgaban desde las almenas de los Alcázares. Tampoco allí vi a nadie. Tal vez se trata de una burla, me dije, volviendo sobre mis pasos hasta penetrar de nuevo en la penumbra del pasadizo. Fue entonces cuando oí un ruido a mi espalda, y volví el rostro mientras llevaba la mano al puño de la daga. Una de las puertas estaba abierta, y un soldado de la guardia tudesca, fuerte y rubio, me observaba en silencio. Hizo al cabo una seña, y me acerqué con mucha prevención, recelando un mal lance. Pero el tudesco no parecía hostil. Me examinaba con curiosidad profesional, y al llegar a su altura hizo un gesto para que le entregara mi daga. Sonreía bonachón entre las enormes patillas rubias que se le juntaban al mostacho. Luego dijo algo así como
komensi herein
, que yo —me había hartado de ver tudescos vivos y muertos en Flandes— sabía que significaba anda, pasa dentro, o algo por el estilo. No tenía elección, de modo que le entregué la daga, y crucé la puerta.
—Hola, soldado.
Quienes conozcan el retrato de Angélica de Alquézar pintado por Diego Velázquez pueden imaginarla fácilmente con sólo unos pocos años menos. La sobrina del secretario real, menina de la reina nuestra señora, tenía cumplidos ya los quince y su belleza era mucho más que una promesa. Había madurado mucho desde la última vez que la vi: su corpiño de cordones pasados con buenas guarniciones de plata y coral, a juego con el amplio brial de brocado que el guardainfante sostenía graciosamente en torno a sus caderas, dejaba adivinar formas que antes no estaban allí. Tirabuzones rubios, como no los vio el Arauco en sus minas, seguían enmarcando los ojos azules, no desmentidos por una piel tersa y blanquísima que me pareció —en el futuro supe que así era— de la textura de la seda.
—Ha pasado mucho tiempo.
Estaba tan hermosa que dolía mirarla. En la habitación de columnas moriscas, abierta a un pequeño jardín de los Reales Alcázares, el sol volvía blanco el contorno de su cabello al contraluz. Sonreía como sonrió siempre: misteriosa y sugerente, con un punto de ironía, o de maldad, en su boca perfecta.
—Mucho tiempo —pude articular por fin.
El tudesco se había retirado al jardín, por donde paseaban las tocas de una dueña. Angélica fue a sentarse en un sillón de madera labrada, y me indicó un escabel situado frente a ella. Ocupé el asiento sin saber muy bien qué hacía. Me miraba con mucha atención, las manos cruzadas sobre el regazo; bajo el ruedo de su guardapiés asomaba un fino zapato de raso, y de pronto fui consciente de mi tosco jubón sin mangas sobre la camisa remendada, mis calzas de paño burdo y mis polainas militares. Por la sangre de Cristo, maldije para mis adentros. Imaginaba lindos y pisaverdes de buena sangre y mejor bolsa, vestidos de calidad, requebrando a Angélica en fiestas y saraos de la Corte. Un escalofrío de celos me traspasó el alma.
—Espero —dijo en tono muy suave— que no me guardéis rencor.
Recordé, y no necesitaba mucho para rememorar tanta vergüenza, las cárceles de la Inquisición en Toledo, el auto de fe de la Plaza Mayor, el papel que la sobrina de Luis de Alquézar había jugado en mi desgracia. Ese pensamiento tuvo la virtud de devolverme la frialdad que tanto necesitaba.
—¿Qué queréis de mí? —pregunté.
Tardó en responder un instante más de lo necesario. Me observaba intensamente, la misma sonrisa en la boca. Parecía complacida de lo que veía ante ella.
—No quiero nada —dijo—. Tenía curiosidad por encontraros de nuevo… Os reconocí en la plaza.
Se calló un momento. Miraba mis manos, y otra vez mi rostro.
—Habéis crecido, caballero.
—También vos.
Se mordió levemente el labio inferior mientras asentía muy despacio con la cabeza. Los tirabuzones le rozaban con suavidad la piel pálida de las mejillas, y yo la adoraba.
—Habéis luchado en Flandes.
No era afirmación ni pregunta. Parecía reflexionar en voz alta.
—Creo que os amo —dijo de pronto.
Me levanté del escabel, con un respingo. Angélica ya no sonreía. Me miraba desde su asiento, alzados hacia mí sus ojos azules como el cielo, como el mar y como la vida. Que el diablo me lleve si no estaba enloquecedoramente bella.
—Cristo —murmuré.
Yo temblaba como las hojas de un árbol. Ella permaneció inmóvil, callada durante un largo rato. Al fin encogió un poco los hombros.
—Quiero que sepáis —dijo— que tenéis amigos incómodos. Como ese capitán Batiste, o Triste, o como se llame… Amigos que son enemigos de los míos… Y quiero que sepáis que eso tal vez os cueste la vida.
—Ya estuvo a punto de ocurrir —respondí.
—Y pronto ocurrirá de nuevo.
Había vuelto a sonreír del mismo modo que antes, reflexiva y enigmática.
—Esta tarde —prosiguió— hay una velada que ofrecen los duques de Medina Sidonia a los reyes… De regreso, mi carruaje se detendrá un rato en la Alameda. Hay hermosas fuentes y jardines, y el lugar es delicioso para pasear.
Arrugué el entrecejo. Aquello era demasiado bueno. Demasiado fácil.
—Un poco a deshora, me parece.
—Estamos en Sevilla. Las noches aquí son templadas.
No se me escapó la singular ironía de sus palabras. Miré hacia el patio, a la dueña que seguía por allí. Angélica interpretó mi gesto.
—Es otra distinta a la que me guardaba en la fuente del Acero… Ésta se vuelve, cuando yo quiero, muda y ciega. Y he pensado que tal vez os plazca estar hoy sobre las diez de la noche en la Alameda, Íñigo Balboa.
Me quedé estupefacto, analizándolo todo.
—Es una trampa —concluí—. Una emboscada como las otras.
—Tal vez —sostenía mi mirada, inescrutable—. De vuestro valor depende acudir o no a ella.
—El capitán… —dije, y callé de pronto. Angélica me estudió con una lucidez infernal. Era como si leyera mis pensamientos.
—Ese capitán es vuestro amigo. Sin duda tendréis que confiarle este pequeño secreto… Y ningún amigo os dejaría acudir solo a una emboscada.
Guardó un breve silencio para dejar que la idea penetrase bien en mí.
—Dicen —añadió al fin— que también él es un hombre valiente.
—¿Quién lo dice?
No respondió, limitándose a acentuar la sonrisa. Y yo terminé de comprender cuanto acababa de decirme. La certeza llegó con tan espantosa claridad que me estremecí ante el cálculo con que ella me lanzaba a la cara semejante desafío. La silueta negra de Gualterio Malatesta se interpuso con sus trazas de oscuro fantasma. Todo era obvio y terrible al mismo tiempo: la vieja pendencia ya no sólo incluía a Alatriste. Yo tenía edad suficiente para responder de las consecuencias de mis actos, sabía demasiadas cosas, y para nuestros enemigos era un adversario tan molesto como el propio capitán. Instrumento de la cita misma, diabólicamente avisado del peligro cierto, por una parte no podía ir a donde Angélica me pedía que fuera, y tampoco podía dejar de hacerlo. Aquel «habéis luchado en Flandes», que ella había dicho un momento antes, resultaba ahora una cruel ironía. Pero en última instancia el mensaje estaba dirigido al capitán. Yo no debía ocultárselo a él. Y en tal caso, o iba a prohibirme acudir esa noche a la Alameda, o no me dejaría ir solo. El cartel de desafío nos incluía a ambos, sin remedio. Todo se concretaba en elegir entre mi vergüenza o un peligro cierto. Y mi conciencia se debatía como un pez atrapado en una red. De pronto, las palabras de Gualterio Malatesta volvieron a mi memoria con siniestros significados. La honra, había dicho, es peligrosa de llevar.
—Quiero saber —dijo Angélica— si todavía seguís dispuesto a morir por mí.
La contemplé confuso, incapaz de articular palabra. Era como si su mirada se paseara con toda libertad por mi interior.
—Si no acudís —añadió—, sabré que pese a Flandes sois un cobarde… En caso contrario, ocurra lo que ocurra, quiero que recordéis lo que antes os dije.
Crujió el brocado de su falda al ponerse en pie. Ahora estaba cerca. Muy cerca.
—Y que tal vez os ame siempre.
Miró hacia el jardín por donde paseaba la dueña. Luego aún se acercó un poco más.
—Recordadlo hasta el final… Llegue cuando llegue.
—Mentís —dije.
La sangre parecía haberse retirado de golpe de mi corazón y de mis venas. Angélica siguió observándome con renovada atención durante un espacio de tiempo que pareció eterno. Y entonces hizo algo inesperado. Quiero decir que alzó una mano blanca, menuda y perfecta, y apoyó sus dedos en mis labios con la suavidad de un beso.
—Marchaos —dijo.
Dio media vuelta y salió al jardín. Y yo, fuera de mí, di unos pasos tras ella, cual si pretendiera seguirla hasta los aposentos reales y los salones mismos de la reina. Me cortó el paso el tudesco de las patillas grandes, que sonreía señalándome la puerta al tiempo que me devolvía mi daga.
Fui a sentarme en los escalones de la Lonja, junto a la Iglesia Mayor, y permanecí allí largo rato, sumido en fúnebres reflexiones. En mi interior se debatían sentimientos encontrados, y la pasión por Angélica, reavivada por tan inquietante entrevista, luchaba con la certeza de la trama siniestra que nos envolvía. Al principio pensé en callar, escabullirme de noche con cualquier excusa, y acudir a la cita solo, afrontando de ese modo mi destino, con la daga de misericordia y la toledana del alguacil —un buen acero con las marcas del espadero Juanes que guardaba envuelto en trapos viejos, escondido en la posada— como única compañía. Pero aquel iba a ser, de cualquier modo, un lance sin esperanza. La figura sombría de Malatesta se perfilaba en mi imaginación como un oscuro presagio. Frente a él, yo no tenía ninguna posibilidad. Eso, además, en el improbable caso de que el italiano, o quien fuese, acudiera a la cita solo.
Sentí deseos de llorar de rabia y de impotencia. Yo era vascongado e hidalgo, hijo del soldado Lope Balboa, muerto por su Rey y por la verdadera religión en Flandes. Mi honra y la vida del hombre al que más respetaba en el mundo estaban en el alero. También lo estaba mi propia vida; pero a tales alturas de la existencia, educado desde los doce años en el áspero mundo de la germanía y de la guerra, yo había puesto demasiadas veces mi existencia al albur de una tabla, y poseía el fatalismo de quien respira sabiendo lo fácil que es dejar de hacerlo. Demasiados se habían ido ante mis ojos por la posta entre blasfemias, llantos, oraciones o silencios, desesperados unos y resignados otros, como para que morir se me antojara algo extraordinario, o terrible. Además, yo pensaba que existía otra vida más allá de ésta, donde Dios, mi buen padre y los viejos camaradas estarían aguardándome con los brazos abiertos. En cualquier caso, con otra existencia o sin ella, había aprendido que la muerte es el acontecimiento que a hombres como el capitán Alatriste termina siempre por darles la razón.
Ésas eran mis reflexiones sentado en los escalones de la Lonja, cuando vi pasar a lo lejos al capitán en compañía del contador Olmedilla. Caminaban junto a la muralla de los Alcázares, hacia la Casa de Contratación. Mi primer impulso fue correr a su encuentro; pero me contuve, limitándome a observar la delgada figura de mi amo, que iba silencioso, las anchas alas del chapeo sobre el rostro, la espada balanceándose al costado, junto a la presencia enlutada del funcionario.
Los vi perderse tras una esquina y seguí sentado donde estaba, inmóvil, los brazos en torno a las rodillas. Después de todo, concluí, la cuestión era simple. Aquella noche tocaba decidir entre hacerme matar solo, o hacerme matar junto al capitán Alatriste.
Fue el contador Olmedilla quien propuso detenerse en una taberna, y Diego Alatriste asintió no sin sorpresa. Era la primera vez que Olmedilla se mostraba locuaz, o sociable. Pararon en la taberna del Seisdedos, detrás de las Atarazanas, y descansaron en una mesa a la puerta, bajo el soportal y el toldo que protegía del sol. Alatriste se destocó, dejando su fieltro sobre un taburete. Una moza les sirvió un cuartillo de vino de Cazalla de la Sierra y un plato de aceitunas moradas, y Olmedilla bebió con el capitán. Cierto es que apenas probó el vino, dando a su jarra sólo un breve tiento, pero antes de hacerlo miró largamente al hombre que tenía a su lado. Su ceño parecía aclararse un poco.
—Bien jugado —dijo.
El capitán estudió las facciones secas del contador, su barbita, la piel apergaminada y amarillenta que parecía contaminada por las velas con que se alumbraba en los despachos. No respondió, limitándose a llevarse el vino a los labios y beber, él sí, un largo trago que vació la jarra. Su acompañante seguía mirándolo con curiosidad.
—No me engañaron sobre vuestra merced —dijo al fin.
—Lo del genovés era fácil —repuso Alatriste, sombrío.
Luego calló. He hecho otras cosas menos limpias, decía aquel silencio. Olmedilla parecía interpretarlo de forma adecuada, porque asintió despacio, con el gesto grave de quien se hace cargo y por delicadeza no pretende ir más allá de lo dicho. En cuanto al genovés y su criado, por lo que sabía Alatriste, en ese momento se hallaban maniatados y amordazados dentro de un coche que los conducía fuera de Sevilla, con destino desconocido para el capitán —ni lo sabía ni tenía interés por averiguarlo—, con una escolta de alguaciles de aspecto patibulario que Olmedilla debía de tener prevenidos muy de antemano, pues aparecieron en la calle del Mesón del Moro como por arte de magia, acallada la curiosidad de los vecinos con las palabras mágicas Santo Oficio, antes de esfumarse muy discretamente con sus presas en dirección a la puerta de Carmona.