Se oyó un carraspeo de Quevedo, y luego el poeta recitó, grave y lento, en voz baja:
Toda esta vida es hurtar,
no es el ser ladrón afrenta,
que como este mundo es venta,
en él es propio el robar.
Nadie verás castigar
porque hurta plata o cobre:
que al que azotan es por pobre.
Después de eso hubo un silencio incómodo. Álvaro de la Marca miraba su pipa. Al fin la puso sobre la mesa.
—Para cargar esos cuarenta quintales de oro suplementario —prosiguió al fin—, más la plata no declarada, el capitán del
Virgen de Regla
ha hecho retirar ocho de los cañones del galeón. Aun así navega muy pesado, según cuentan.
—¿A quién pertenece el oro? —preguntó Alatriste.
—Ese punto es vidrioso. De una parte está el duque de Medina Sidonia, que organiza la operación, pone el barco y se lleva los mayores beneficios. También hay un banquero de Lisboa y otro de Amberes, y algunos personajes de la Corte… Uno de ellos parece ser el secretario real, Luis de Alquézar.
El capitán me estudió un instante. Yo le había contado, por supuesto, el encuentro con Gualterio Malatesta ante los Reales Alcázares, aunque sin mencionar el carruaje y los ojos azules que había creído ver en el séquito de la reina. Guadalmedina y Quevedo, que a su vez lo observaban atentos, se miraron entre sí.
—La maniobra —continuó Álvaro de la Marca— consiste en que, antes de descargar oficialmente en Cádiz o Sevilla, el
Virgen de Regla
fondee en la barra de Sanlúcar. Han comprado al general y al almirante de la flota para que las naves, so pretexto del tiempo, de los ingleses o lo que sea, echen allí el ancla durante al menos una noche. Entonces se hará el transbordo del oro de contrabando a otro galeón que espera en ese paraje: el
Niklaasbergen
. Una urca flamenca de Ostende, con capitán, tripulación y armador irreprochablemente católicos… Libres para ir y venir entre España y Flandes, bajo el amparo de las banderas del Rey nuestro señor.
—¿Dónde llevarán el oro?
—Según parece, la parte de Medina Sidonia y los otros se queda en Lisboa, donde el banquero portugués la pondrá a buen recaudo… El resto va directamente a las provincias rebeldes.
—Eso es traición —dijo Alatriste.
Su voz era tranquila, y la mano que llevó la jarra a sus labios, mojando el mostacho en vino, no se alteró lo más mínimo. Pero yo veía ensombrecerse sus ojos claros de un modo extraño.
—Traición —repitió.
El tono de esa palabra avivó imágenes recientes en mi memoria. Las filas de infantería española impávidas en la llanura del molino Ruyter, con el tambor que redoblaba a nuestra espalda llevando a los que iban a morir la nostalgia de España. El buen gallego Rivas y el alférez Chacón, muertos por salvar la bandera ajedrezada de azul y blanco en la ladera del reducto de Terheyden. El grito de cien gargantas saliendo al amanecer de los canales, al asalto de Oudkerk. Los hombres que lloraban tierra después de pelear al arma blanca en las caponeras… De pronto yo también sentí deseos de beber, y vacié mi jarra de un golpe.
Quevedo y Guadalmedina cambiaban otra mirada.
—Eso es España, capitán Alatriste —dijo Don Francisco—. Se nota que vuestra merced ha perdido en Flandes la costumbre.
—Sobre todo —apostilló Guadalmedina—, lo que son es negocios. Y no se trata de la primera vez. La diferencia es que ahora el Rey, y en especial Olivares, desconfían de Medina Sidonia… El recibimiento que les dispensó hace dos años en sus tierras de Doña Ana, y las finezas con que los obsequia en este viaje, no ocultan el hecho de que Don Manuel de Guzmán, el octavo duque, se ha convertido en un pequeño Rey de Andalucía… De Huelva a Málaga y Sevilla hace su voluntad; y eso, con el moro enfrente y con Cataluña y Portugal siempre cogidos con alfileres, resulta peligroso. Olivares recela que Medina Sidonia y su hijo Gaspar, el conde de Niebla, preparen una jugada para darle un sobresalto a la Corona… En otro momento esas cosas se solucionarían degollándolos tras un proceso a tono con su calidad… Pero los Medina Sidonia están muy alto, y Olivares, que pese a ser pariente suyo los aborrece, nunca osaría mezclar su nombre, sin pruebas, en un escándalo público.
—¿Y Alquézar?
—Ni siquiera el secretario real es hoy presa fácil. Ha medrado en la Corte, tiene el apoyo del inquisidor Bocanegra y del Consejo de Aragón… Además, en sus peligrosos juegos dobles, el conde duque lo considera útil —Guadalmedina encogió los hombros, desdeñoso—. Así que se ha optado por una solución discreta y eficaz para todos.
—Un escarmiento —apuntó Quevedo.
—Exacto. Eso incluye levantar el oro de contrabando en las mismas narices de Medina Sidonia, e ingresarlo en las arcas reales. El propio Olivares ha planeado el lance con aprobación del Rey, y ésa es la causa de este viaje a Sevilla de sus majestades: nuestro cuarto Felipe quiere asistir al espectáculo; y luego, con su impasibilidad habitual, despedirse del viejo duque con un abrazo, lo bastante cerca para oírle rechinar los dientes… El problema es que el plan ideado por Olivares tiene dos partes: una semioficial, algo delicada, y otra oficiosa, más difícil.
—La palabra exacta es peligrosa —matizó Quevedo, siempre atento a la precisión del concepto.
Guadalmedina se inclinaba sobre la mesa hacia el capitán.
—En la primera, como habrás supuesto, entra el contador Olmedilla…
Mi amo asintió despacio. Ahora cada pieza encajaba en su sitio.
—Y en la segunda —dijo— entro yo.
Álvaro de la Marca se acarició con mucha calma el bigote. Sonreía.
—Si algo me gusta de ti, Alatriste, es que nunca hay que explicarte las cosas dos veces.
Salimos a pasear las calles estrechas y mal iluminadas, ya muy entrada la noche. Había luna menguante que daba una bella claridad lechosa a los zaguanes de las casas, y permitía distinguir nuestros perfiles bajo los aleros y las copas sombrías de los naranjos.
A veces cruzábamos bultos oscuros que apresuraban el paso ante nuestra presencia, pues Sevilla era tan insegura como cualquier otra ciudad a esas horas de tiniebla. Al desembocar en una pequeña plazuela, una silueta embozada, que estaba apoyada y susurrante junto a una ventana, se volvió a la defensiva mientras aquella se cerraba de golpe, y en la sombra negra, másculina, vimos relucir por si acaso el brillo de un acero. Guadalmedina rió tranquilizador y dijo buenas noches a la sombra inmóvil, y proseguimos camino. El ruido de nuestros pasos nos precedía por las esquinas y los adarves. A veces, la claridad de un candil se dejaba ver tras las celosías de las ventanas enrejadas, y velas o lampiones de hojalata ardían en el recodo de alguna calle, bajo una imagen de azulejos de una Concepción o un Cristo atormentado.
El contador Olmedilla, explicó Guadalmedina mientras caminábamos, era un funcionario gris, un ratón de números y archivos, con auténtico talento para su oficio. Gozaba de toda la confianza del conde duque de Olivares, a quien asistía en materia contable. Y para que nos hiciéramos idea del personaje, apuntó que, además de la investigación que llevó al patíbulo a Rodrigo Calderón, había actuado también en las causas contra los duques de Lerma y Osuna. Para colmo, cosa insólita en su oficio, se le tenía por honrado. Su única pasión conocida eran las cuatro reglas; y la meta de su vida, que las cuentas cuadraran. Toda aquella información sobre el contrabando de oro era el resultado de informes obtenidos por espías del conde duque, confirmados por varios meses de paciente investigación de Olmedilla en los despachos, covachuelas y archivos oportunos.
—Faltan sólo por averiguar los últimos detalles —concluyó el aristócrata—. La flota ya ha sido avistada, así que no queda mucho tiempo. Todo debe estar resuelto mañana, en el curso de una visita que Olmedilla hará al fletador del galeón, ese tal Garaffa, para que aclare ciertos puntos sobre el transbordo del oro al
Niklaasbergen
… Por supuesto, la visita no tiene carácter oficial, y Olmedilla carece de título o autoridad que pueda mostrar —Guadalmedina enarcó las cejas, irónico— así que es probable que el genovés se llame a sagrado.
Pasamos frente a una taberna. Había luz en la ventana, y de adentro salía música de guitarra. Se abrió la puerta, dejando escapar cantos y risas. Antes de irse a desollar la zorra, alguien vomitaba con estrépito el vino en el umbral. Entre arcada y arcada oíamos su voz enronquecida, que se acordaba de Dios, y no precisamente para rezar.
—¿Por qué no meten preso a ese Garaffa? —inquirió Alatriste—… Una mazmorra, un escribano, un verdugo y un trato de cuerda hacen milagros. A fin de cuentas, se empeña la potestad del Rey.
—No es tan fácil. El poder en Sevilla lo disputan la Audiencia Real y el Cabildo, y el arzobispo mete mano en cuanto se mueve. Garaffa está bien relacionado por esa parte y por la de Medina Sidonia. Habría escándalo, y entretanto el oro volaría… No. Todo debe hacerse de modo discreto. Y el genovés, después de contar lo que sabe, tiene que desaparecer unos días. Vive solo con un criado, así que a nadie le importará tampoco si desaparece para siempre —hizo una pausa significativa—… Ni siquiera al Rey.
Tras decir aquello, Guadalmedina caminó un trecho en silencio. Quevedo iba a mi lado, un poco más atrás, balanceándose con su digna cojera, la mano en mi hombro como si en cierto modo pretendiera mantenerme al margen.
—En resumen, Alatriste: tú repartes los naipes.
Yo no veía el rostro del capitán. Sólo su silueta oscura delante de mí, el sombrero y el extremo de su espada que se recortaba en los rectángulos de claridad que la luna deslizaba entre los aleros. Al cabo de un rato oí sus palabras:
—Despachar al genovés es fácil. En cuanto a lo otro…
Hizo una pausa y se detuvo. Llegamos a su altura. Tenía la cabeza inclinada, y cuando alzó el rostro los ojos claros recibieron los reflejos de la noche.
—No me gusta torturar.
Lo dijo con sencillez, sin inflexiones ni dramatismos. Un hecho objetivo comentado en voz alta. Tampoco le gustaba el vino agrio, ni el guiso con demasiada sal, ni los hombres incapaces de gobernarse por reglas, aunque éstas fuesen personales, diferentes o marginales. Hubo un silencio, y la mano de Quevedo se apartó de mi hombro. Guadalmedina emitió una tosecilla incómoda.
—Eso no es cosa mía —dijo al cabo, con cierto embarazo—. Y tampoco me apetece saberlo. Conseguir la información necesaria es asunto de Olmedilla y tuyo… Él hace su oficio, y tú cobras por ayudarlo.
—De cualquier modo, lo del genovés es la parte fácil —apuntó Quevedo, con el tono de quien pretende mediar en algo.
—Sí —confirmó Guadalmedina—. Porque cuando Garaffa cuente los últimos detalles del negocio, aún quedará un pequeño trámite, Alatriste…
Estaba parado frente al capitán, y la incomodidad de antes había desaparecido de sus palabras. Yo no podía verle bien la cara, pero estoy seguro de que en ese momento sonreía.
—El contador Olmedilla te proporcionará recursos para que reclutes a un grupo escogido… Viejos amigos y gente así. Bravos de la hoja, para entendernos. Lo mejor de cada casa.
La cantinela de un limosnero que pedía por las ánimas con un candil en la mano sonó al extremo de la calle. «Acordaos de los difuntos», decía. «Acordaos». Guadalmedina estuvo mirando la luz hasta que se perdió en las sombras, y al fin se volvió de nuevo a mi amo.
—Después tendrás que asaltar ese maldito barco flamenco.
Llegamos así, charlando, a la parte de la muralla cercana al Arenal, junto al arquillo del Golpe; que, con su imagen de la Virgen de Atocha en la pared encalada, daba acceso a la mancebía famosa del Compás de la Laguna. Cuando las puertas de Triana y del Arenal estaban cerradas, aquel arquillo y la mancebía eran la forma cómoda de salir extramuros. Y Guadalmedina, según nos confió con medias palabras, tenía una cita importante en la taberna de la Gamarra, en Triana, al otro lado del puente de barcas que unía ambas orillas. La Gamarra estaba frontera a un convento cuyas monjas tenían fama de no serlo sino contra su voluntad. Su misa de los domingos era más frecuentada que comedia nueva: hervía de gente, con tocas y manos blancas a un lado de las rejas y galanes suspirando al otro. Y referente a eso, se decía que caballeros de la mejor sociedad —incluidos forasteros ilustres, como el Rey nuestro señor— llevaban su fervor hasta el extremo de acudir para sus devociones en horas de poca luz.
En cuanto a la mancebía del Compás, la expresión corriente
más puta que la Méndez
se debía precisamente a que una tal Méndez —cuyo nombre usó, entre otros hombres de letras, el propio Don Francisco de Quevedo en sus jácaras célebres del Escarramán— había sido pupila del sitio, que ofrecía a los viajeros y marchantes alojados en la cercana calle de Tintores y en otras posadas de la ciudad, amén de a los naturales, juego, música y mujeres de ésas de las que dijo el gran Lope:
¿Hay locura de un mancebo
como verle andar perdido
tras una de éstas, que ha sido
de mil ignorantes cebo?
… Y que remató como nadie, muy a su estilo, el no menos grande Don Francisco:
Puto es el hombre que de putas fía,
y puto el que sus gustos apetece;
puto es el estipendio que se ofrece
en pago de su puta compañía.
Puto es el gusto, y puta la alegría
que el rato putaril nos encarece;
y yo diré que es puto a quien parece
que no sois puta vos, señora mía.
El burdel lo regentaba un tal Garciposadas, de familia conocida en Sevilla por tener un hermano poeta en la Corte —amigo de Góngora, por cierto, y quemado aquel mismo año por sodomía con un tal Pepillo Infante, mulato, también poeta, que había sido criado del almirante de Castilla—, y otro quemado tres años atrás en Málaga por judaizante; y como no hay dos sin tres, esos antecedentes familiares le habían granjeado el apodo de Garciposadas el Tostao. Este digno sujeto desempeñaba con soltura el grave oficio de taita o padre de la mancebía, y engrasaba voluntades para el buen discurrir del negocio, procuraba que las armas se dejaran en el vestíbulo, e impedía la entrada a los menores de catorce años para no contravenir las disposiciones del corregidor. Por lo demás, el dicho Garciposadas el Tostao estaba en buenas relaciones de toma y daca con la gurullada, y con la mayor desvergüenza alguaciles y corchetes protegían su negocio; que muy en razón podía titularse con aquello de: