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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (9 page)

29

Después, como todas las noches de su vida, apaga la computadora, ordena los útiles, se pone el saco, descuelga el sobretodo del perchero. Mira la hora. Suficiente. Ya esperó bastante. Un instante más y se derrumbará, piensa. Si ella sale del despacho y lo encuentra todavía aquí pensará que es un baboso. Más le vale apurarse, perderse de una vez. Está poniéndose el sobretodo cuando ella traspone la puerta del despacho. Que la espere, le pide. Al oficinista se le aflojan las piernas.

Si no le gustaría acompañarla, le pregunta ella.

Sonríe embobado.

Después de unas cuadras ella lo toma del brazo. A medida que las palabras y los gestos se suceden, todo le sugiere un sueño realizándose. Le duele pensar que quizá lo trágico de un sueño no es que pueda concretarse. Es el despertar. Porque una vez que se le tomó el gusto, la vida será intolerable si no vuelve a repetirse. Y uno será más desgraciado que antes, cuando ignoraba cómo era esa felicidad.

Si pudiera no pensar más, se dice. Caminan en la noche brumosa y helada. Sortean a los últimos empleados y a los primeros sin techo que se guarecen en los pórticos y las recovas envolviéndose en sus frazadas rotosas y mugrientas, en los cartones con que se resguardarán de la temperatura polar. Algunos se ubican debajo de vidrieras todavía iluminadas. Vidrieras. Ropa. Muebles. Lencería. Electrodomésticos. Vajilla. Herramientas. Confituras. Cosméticos. Audio. Juguetes. Licores. Mascotas. El oficinista y la secretaria miran la vidriera de una veterinaria con mascotas, perros, gatos, conejos, loros, peces de colores. Recién clonados, promete un cartel. Con dos años de garantía.

Bajo la vidriera del negocio, los sin techo se pelean por una caja de vino, se empujan, ríen. Al principio los toreos son un simulacro, después una trifulca. Una mujer le pega una trompada a un borracho. Se apodera de su vino. El otro le devuelve el puñetazo en la boca. La mujer suelta la caja. Cae. El vino se derrama. Con rabia, el tipo patea a la mujer. Los otros empiezan a cubrirse con sus trapos y cartones, refunfuñan. El tipo se arrima tambaleando al grupo. Amontonándose juntan calor para pasar la noche. Garúa. Más frío que anoche hace. Bajo cero.

Él agarra a la joven de la mano. Pasan junto a los acostados. Una vieja, con la cara cubierta de costras marrones y negras, alarga una mano sucia y llagada mendigándole. Él tira de la joven. La pordiosera le pregunta si la putita es tan cara que no le deja un centavo para una pobre ancianita. La banda de esperpentos festeja la ocurrencia. La vieja corcovea de risa.

Cuando quedan atrás los tirados, él le pregunta qué películas le gustan. Las comedias, contesta la joven. Las comedias románticas. Enumera sus favoritas. A él también le gustan las comedias, dice. Pero más las policiales. Especialmente esas en que se sabe desde un comienzo quién es el culpable y todo lo que hay que esperar es que lo descubran. Quiere cambiar de tema. Porque si la joven le pide ir al cine no le alcanzará el dinero para comprar las entradas y después invitarla a una pizza. Desviando la conversación, él dice que le encanta la gente con sentido del humor que sonríe frente a los contratiempos. Es que los problemas, con el tiempo, se miran de otra manera, dice. El tiempo es como la distancia, dice el oficinista. A más distancia de un problema, más acotada es su intensidad, opina. La comedia, por ejemplo, es tragedia más tiempo. Con interés, ella le dice que no sabía que él era filósofo. Él le contesta que todos llevamos dentro un filósofo o un artista, pero no todos tenemos la suerte de expresar el talento y éste es su caso, con sus años de oficina, sus responsabilidades, compromisos de los que siempre quiso sustraerse para desarrollar una existencia acorde con sus ideales, una vida más plena. Por ejemplo, dice, en la época de Mozart un obrero ganaba veinticinco florines al año. Mozart, en cambio, ganaba arriba de mil florines por concierto. A él le hubiera gustado ser un creador. Ella le dice que le hubiera gustado ser actriz. Pero cuando tuvo la oportunidad, la dejó pasar. Pensó que la mayoría de los actores eran unos muertos de hambre. Y se embromó. Ahora igual es una pelagatos. Así que tuvo que aprender a conformarse. En la vida todos tenemos una oportunidad. Si la dejamos pasar estamos fritos. Que no se queje, lo consuela ella, porque no está mal ser el hombre de confianza del jefe, su mano derecha. La sola mención del jefe lo alerta. Por qué ella le habla del jefe, se pregunta. Nunca hubiera imaginado que el jefe lo valoraba. Tiene que creerle, dice ella. Sabe por qué lo dice. Otra vez los celos. Se imagina a la secretaria y al jefe, se imagina a los dos mofándose de él. Qué le habrá comentado el jefe, se pregunta. Por qué se ha puesto tan serio, le pregunta ella. Que no sea un artista no quiere decir que no tenga sus valores como persona. Tiene razón, acepta él. Ella tiene razón. Volviendo a la comedia, dice. Si a ella le divierte la comedia, opina, será bueno que mientras están juntos, en vez de contarse sus problemas respectivos con amargura, que lo hagan con humor, mirando adelante. Al menos él empezó a hacerlo desde la noche juntos, porque desde esa noche cambió su vida. Hoy fue un día feliz, dice. Tiene las manos húmedas mientras lo dice. Ella camina pensativa. No quiere hablar de amor todavía, le pide. Es muy pronto, dice.

En verdad, piensa él, el gran dilema existencial es la memoria. Hace que uno no pueda olvidar quién es, se dice. Porque si pudiera olvidarse no le transpirarían las manos. Quisiera no tener conciencia. La conciencia es como los helicópteros que sobrevuelan la ciudad buscando siempre un disturbio. A pesar de la vigilancia de los helicópteros él no quiere confiarse demasiado en este andar por las calles desiertas. Tendría que pensar pronto adonde llevar a la joven. Si van directo a su departamento puede ocurrir que ella esta noche no lo invite a subir. No debe olvidar las horas que ella estuvo encerrada con el jefe en su despacho. No puede, no debe confiarse del todo. Tiene que pensar. Tiene que pensar pronto. Tiene que pensar pronto dónde llevar a la secretaria para prolongar el estar juntos. Además en un rato las calles del centro serán tierra de nadie.

Hay tantos lugares a los que él querría invitarla. Pero ninguno al alcance de su bolsillo. Uno, se dice. Uno debe haber, seguro. Entonces le pregunta a la secretaria si a ella le gustan los chicos y ella le contesta que sí. Tener hijos es uno de sus deseos íntimos más profundos, le confiesa. A propósito de los chicos, le pregunta él, si le gustan los chicos le tiene que gustar el kickboxing, esos combates entre pibes. Ella contesta entusiasmada: le apasiona el kickboxing. Varias veces fue a ver kickboxing. Él evita preguntarle con quién fue. Una de estas noches, promete, la invitará a un torneo de kickboxing. Al principio los campeoncitos eran filipinos, pero con el auge mundial ahora hay también en nuestra ciudad una primera línea de combatientes y una segunda que viene con todo. Lo que son esas peleas, exclama. Los pibes, a pesar de su contextura escasa, son pura garra. Es increíble su agilidad, los reflejos en el ring. Lástima que esa ferocidad, como tantas cosas lindas de la infancia, la pierden al crecer. Con la misma bravura que un combatiente puede romper de una patada la cara de su contrincante, el otro puede arrancarle la oreja de un tarascón y escupirla al público. Es cierto que muchos pibes combaten sin llegar a campeones y quedan en el camino, descerebrados y rotos, inútiles para toda otra actividad, pero quién les quita ese relámpago que los acercó a la gloria enseñándole a los adultos cómo se lucha por la vida. A ella la sangre no la impresiona, dice. Si tuviera un hijo lo mandaría a practicar kickboxing. El porvenir se presenta incierto para las nuevas generaciones. Una formación en management y el dominio de varios idiomas hoy no alcanzan. Hace falta educarse en una mentalidad luchadora. Cuando ella traiga una vida a este mundo procurará que no le falte entrenamiento para la jungla de asfalto. No quiere que su hijo sea un timorato agarrado a un empleo de oficina. Ningún perdedor de escritorio será su cachorro, dice. No lo educará para que en una tanda de despidos termine, como estos miserables, durmiendo bajo una vidriera iluminada para ningún consumidor en la noche.

A él le lastima lo que ha dicho. Le retira el brazo. Baja la cabeza. Ella se da cuenta de que lo hirió. Tartamudea. No fue su intención menoscabarlo. No lo dijo por él eso de perdedor de escritorio. Con quién fue a ver kickboxing, le pregunta él. Y se da cuenta de que ésta es una pregunta que no debió hacer. Ella lo mira, lo mira y calla. Tarda en responderle. Menos averigua Dios y perdona, dice. Es tarde. Está cansada.

Él se retrae. Y ella pregunta qué le pasa, en qué está pensando. Ella sabe en lo que está pensando. De acuerdo, se fastidia: se lo dirá. Con el jefe fue a ver kickboxing, cuenta. Dos veces fueron, solamente dos veces, le aclara. Mejor dicho, tres, se corrige. Le irrita que él le pida explicaciones. No le está pidiendo explicaciones, dice él. Curiosidad, dice. Simplemente curiosidad. Esas veces, por si a él le interesa, fueron después a acostarse. Qué más quiere saber él. Si la satisface sexualmente el jefe, quiere saber. Si ella ama al jefe, eso quiere saber, le pregunta. Si quiere saber detalles, que pregunte. De frente, que le pregunte de frente.

Él se muere por saber, pero dice que no. Se disculpa: no quiso mortificarla. Ella está fuera de sí. A ver si a él le queda claro, dice. No quiere hablar de amor. No quiere enamorarse más. Y es demasiado tarde para andar por el centro. Ella se opone a tomar un taxi. Le parece un derroche. Si se apuran pueden alcanzar el último subte. De improviso ella cambia el tono. Ella le habla como a un chico: que se conforme con lo que hay ahora. Quedó brandy de anoche, sonríe.

30

Viajan solos en el último asiento del último vagón del subte. Peligroso el subte a esta hora. Las estaciones desiertas. En la próxima, puede subir una banda de rapados con bates de béisbol. El estrépito del tren en los intestinos de la ciudad. La joven habla a los gritos y apenas se impone al traqueteo metálico. Se cuida de mencionar al jefe. Por qué no lo menciona, se pregunta él. Para no herirlo, se contesta. La piedad, piensa. Cuando ella se cansa de gritar, grita él una de sus frases de ocasión. El viaje se hace eterno. Cada vez que el tren se detiene en una estación y se abren las puertas el oficinista no respira tranquilo hasta que se cierran otra vez. A veces, los dos, con las bocas secas, se callan. El sonido del acero los encierra en unos silencios bruscos. Entonces se vuelven hacia la ventanilla. A él no le gusta verla reflejada porque al abrir tanto la boca en el vidrio se proyecta la falta de su premolar. Para entenderse tienen que gritar. El esfuerzo deforma sus caras.

Las puertas se abren y se cierran en las estaciones. El tren fantasma parece más liviano y veloz. Debería cambiar el humor, se reprocha. En especial ahora que su sueño está haciéndose realidad. Al pegarse a la joven para escuchar mejor lo que ella dice, una duda lo muerde. Se pregunta de cuál de los dos se habrá enamorado ella, si de él o del otro.

Bajan. Los estampidos de los molinetes. El eco de los pasos. Los únicos pasos que se oyen en los túneles. Al acercarse a las escaleras mecánicas, el frío nocturno entra en los huesos. Los monoblocks no están tan cerca como él calculaba. Cruzan una plaza de cemento. Aquí la noche es más negra, la bruma, impenetrable y el frío, cortante. El edificio de viviendas más próximo está a una cuadra. Si él matara a la joven, nadie oiría nada. Nadie, nada. Un crimen perfecto. Una de las tantas muertes violentas de la zona. Para justificar el crimen le robaría el dinero de su cartera. La patrulla acusaría a algunos pibes de la calle. Si lo descubrieran, cuando los detectives lo interrogaran, respondería que la mató para recordarla siempre hermosa. Por qué se le ocurre esta idea, se pregunta. Porque no quiere que la ilusión se disipe. Ella mira alrededor. Tiene miedo, le dice. Él no se imagina la violencia que hay en esta zona. Ni en su propio departamento se siente segura. Si alguien entrara en su departamento y la atacara, ningún vecino acudiría en su auxilio. Los que están despiertos y mirando la tele, al oír sus gritos, subirían el volumen. Los que están dormidos, al despertarse con los alaridos, se darían vuelta en la cama y se taparían la cabeza con la almohada. Asustada por el silencio que los rodea, ella recomienda que crucen la calle y caminen por la vereda de enfrente, que está más iluminada. Rápido, le pide ella.

Puede ver el kiosco iluminado, la luz amarilla en la base de un monoblock. Divisan las siluetas: muchachos y chicas emborrachándose. Oyen la música. Que se serene, le dice él. No es que no se sienta segura a su lado, le dice ella, pero les conviene dar un rodeo por detrás de una estación de servicio. Él se opone: a media cuadra de la estación de servicio está la autopista. Y bajo sus pilares no saben con qué pueden encontrarse. Que lo siga, le dice él. Que no tenga miedo, saca pecho. Llevando del brazo a la joven, aguanta el terror. Se acercan al kiosco. La patota baila. Pase lo que pase tiene que seguir adelante. Camina erguido, llevándola de un brazo.

No terminan nunca de pasar frente al kiosco. Cruzan entre la patota. Los cuerpos, perfume barato, sudor, alcohol. Teñidos y rapados, tatuajes y piercings. Ropa de combate y camperas negras. Él y ella cruzan sin mirar a los costados. Escuchan la música, risotadas, bromas. La música y el frenesí de la patota. Están demasiado borrachos y drogados para reparar en la pareja. A él le cuesta convencerse de que lo peor pasó.

Llegan al monoblock. Entran al departamento y ella se descalza. Para él es como si se desnudara. Después ella apaga el celular, baja el contestador y se pierde en la cocina.

Él contempla otra vez cada objeto. Esos platos en las paredes, las porcelanas, las fotos familiares, los diplomas enmarcados y los ositos de peluche. La cantidad de ositos. Cada elemento tiene una historia, piensa. Y en cada historia hay un secreto. Él quisiera revelar todos sus secretos.

Ella vuelve con dos copas, saca la botella de brandy. Esta mujer sabe lo que los hombres quieren y lo que puede obtener a cambio, piensa él. Necesitaba un trago, dice ella. Él la imita. El brandy lo quema. Se pregunta cuál de las dos es la auténtica: si la de anoche o ésta. Se quita el sobretodo, el saco, se afloja la corbata, toma otro brandy. Sentado en el sillón, con una soltura impostada, abre los brazos y los estira sobre el respaldo. Espera que ella venga a su lado. Pero ella da vueltas. Pone un disco. La melancolía de un fox trot. Una tristeza le oprime el corazón cuando ella se sienta en un sillón frente a él y cruza las piernas sobre la mesa ratona. Ella bebe paladeando. Lo mira insinuante por encima de la copa. Le pregunta si él se masturba.

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