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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista

 

Hombres y mujeres completamente normales avanzan a diario hacia su escritorio en una ciudad arrasada por atentados guerrilleros, amenazada por hordas de hambrientos, niños asesinos y perros clonados, vigilada por helicópteros artillados y bautizada con lluvia ácida. Entre ellos, un oficinista dispuesto a la humillación con tal de conservar su puesto… hasta que se enamora y se permite soñar con ser otro. ¿De qué abyecciones es capaz un hombre por aferrarse a un sueño?

El oficinista cuenta una historia que pasó ayer, pero que aún no ha sucedido, y, sin embargo, transcurre ahora. No es que el futuro esté cerca, es que tal vez ya pasó. Y nosotros no nos hemos dado cuenta, ocupadísimos como estábamos en cuidar un trabajo, un sueldo, una apariencia. Esta novela encierra una antiutopía, un mundo Ballard, pero también Dostoievski.

Guillermo Saccomanno

El oficinista

ePUB v1.0

chungalitos
10.05.12

Título original:
El oficinista

Guillermo Saccomanno, 2010.

Seix Barral

Digitalización: Oskiu

Corrección de erratas: Oskiu

ePub base v2.0

A Ornella, juntos

Una experiencia que, por su exceso de soledad,

sólo puede llamarse rusa.

FRANZ KAFKA,
Diarios

1

A esta hora de la noche los helicópteros artillados sobrevuelan la ciudad, los murciélagos revolotean en los ventanales de la oficina y las ratas se pasean entre los escritorios sumidos en la oscuridad, todos los escritorios menos uno, el suyo, con la computadora prendida, la única prendida a esta hora. El oficinista siente un roce veloz contra sus zapatos. Un chillido leve, huidizo, que sigue de largo sobre la alfombra y se escabulle en la negrura. Aparta la vista de la pantalla de la computadora. Ve las sombras aladas en la noche exterior. Después consulta el reloj de bolsillo, apila unos expedientes, dispone en una carpeta los cheques que habrá de firmar mañana el jefe, y se levanta para partir. La lentitud de sus gestos no se debe sólo al cansancio. También a su tristeza.

La computadora tarda en apagarse. Por fin la pantalla se oscurece, suspira. Con prolijidad dispone los instrumentos de trabajo para el día siguiente: las lapiceras, el tintero, los sellos, la almohadilla, la goma de borrar, el sacapuntas y el cortapapeles. Al cortapapeles le concede un tratamiento preferencial. Le saca brillo. El cortapapeles parece inofensivo. Pero puede resultar un arma. También él parece inofensivo. No hay que confiar en las apariencias, se dice.

Le gusta pensar que él, a pesar de su carácter manso, puede ser, dada la circunstancia, feroz. Si se le presentara la circunstancia, podría ser otro. Nadie es lo que parece, piensa. Simplemente se le debe presentar la oportunidad para que revele de qué es capaz. Este razonamiento le sirve para aguantar al jefe, a los compañeros y a su propia familia. Ni en la oficina ni en su hogar saben quién es él. Y si medita que él mismo tampoco sabe, entonces le da vértigo. Un día de éstos van a ver. El día menos pensado. Lo asusta recapacitar que así como el jefe, sus compañeros y su familia ignoran de qué puede ser capaz, él también lo ignora. A veces, cuando imita la firma del jefe, y la imita a la perfección, se pregunta quién es. A escondidas imita la firma del jefe. Que uno pueda imitar a otro no garantiza que uno sea el otro. Más de una vez se pregunta quién es, quién puede ser, si puede ser otro, pero lo intimida averiguarlo. Se le ha ocurrido, en más de una ocasión, falsificar la firma del jefe en un cheque, cobrarlo y huir. Si hasta ahora no lo hizo, reflexiona, es porque no tiene con quién compartir el botín. Un hecho trascendente debe estar motivado por una pasión. En las películas el héroe siempre tiene un motivo: una mujer. Si estuviera perdido por una mujer, no vacilaría.

Distribuye los útiles de trabajo, cada uno en su lugar. Los ordena con una meticulosidad lunática. Y, cada tanto, mira hacia atrás. Mira el escritorio detrás del suyo, donde se sienta el compañero más próximo. Aunque no es un subordinado suyo y se encarga de tareas de menor responsabilidad, será, sin duda, algún día, cuando él no esté, quien ocupe su escritorio.

En más de una oportunidad pudo sorprenderlo escribiendo en un cuaderno. Cuando el otro se sentía observado, pudoroso, con una sonrisita obsecuente, veloz, guardaba el cuaderno en un cajón del escritorio. Finalmente lo encaró. Qué escribía, le preguntó. Atemorizado, el compañero le contestó que un diario, que llevaba un diario, uno íntimo. Él no supo qué decir. Llevar un diario es una cosa femenina, pensó. Tal vez el compañero fuera homosexual. No lo parecía, pero podía ser uno. Es que con los demás, nunca se sabe. Balbuceó que eso de llevar un diario le parecía muy interesante. Nunca se le hubiera ocurrido que la vida de alguien que pasa su vida entera en un escritorio pudiera ser interesante, pensó. Pero no lo dijo. Una noche como ésta, solo en la oficina, hurgó en los cajones del escritorio de atrás. El cuaderno no estaba. Entonces pensó que en esa escritura secreta debía haber apuntes en su contra. Por qué no pensar que el compañero había sido designado para registrar sus movimientos. De ser así, se dijo, aun cuando él siempre se había considerado un empleado servicial y un ciudadano común, se encontraba bajo vigilancia. Esta sensación de encontrarse vigilado le duró un buen tiempo. Hasta que, pasado un tiempo, se tranquilizó: de haber sido el compañero un agente y él un sospechoso, no habría tardado en desaparecer. Los roles se fueron invirtiendo. De vigilado pasó a ser vigilante. Su girar brusco y el otro, apurado, cerrando el cuaderno con esa sonrisita de disculpa, fue volviéndose un juego que concluyó por aburrirlo. Desde entonces está seguro de que el compañero, si pudiera, con la misma sonrisita, aprovecharía un mínimo error suyo con tal de avanzar un escritorio. Acá nadie puede confiar siquiera en su propia sombra. Y el compañero de atrás, piensa, es su sombra. Una sombra amenazante, aunque sonría amistoso y esté siempre dispuesto a resolver cualquier expediente que él le deriva.

El oficinista se fija en el cortapapeles. Sería letal si se lo clavara al compañero en la yugular. Se recrimina esta clase de fantasías. Lo rebajan, se da cuenta. Lo hacen sentirse ruin. Tan ruin como los demás. Porque él, en el fondo, está convencido de que es mejor que los otros. Si se le presentara una oportunidad podría demostrar que está por encima del resto y que su superioridad, ni más ni menos, radica en no moverle el piso a nadie con tal de percibir un aumento de sueldo, un ascenso. Si se considera mejor que todos es justamente porque en los años que lleva acá nunca pretendió destacarse perjudicando al prójimo. También, se dice, esta conducta podría juzgarse como un deseo empecinado de pasar inadvertido. En el fondo, recapacita, si con su antigüedad en el puesto nunca fue objeto de una sanción y aún perdura en su escritorio, se debe a su manera de amalgamarse, que le ha garantizado que nadie reparase demasiado en él. A veces se pregunta si para conseguir que el prójimo lo imagine inofensivo no le fue necesario antes convencerse a sí mismo de que lo era. Cuando llega a esta altura de sus reflexiones se amarga. Cabe la posibilidad de que, luego de tanto esfuerzo en hacerse el incapaz de matar a una mosca, haya acabado por serlo. Pero, a la vez, reflexiona, quien, como él, dispone del talento de pensar a un mismo tiempo dos ideas contradictorias, no sólo es superior a los demás sino también un tipo de temer, alguien que, en el momento menos previsto, puede cometer un acto corajudo que a los otros, sin duda, los enfrentará con su propia cobardía. Cuidado, se dice. Cuidado conmigo. Porque yo soy otro. Que no lo demuestre ahora no significa que, de presentarse la oportunidad, los otros deban menospreciarme. Y entre los otros, quien más debería cuidarse, por supuesto, es el compañero.

Al terminar con el arreglo de su escritorio se encamina hacia el perchero, descuelga el sobretodo. Lo avergüenza usar este abrigo que, además de gastarse, se ha ido deformando con los años. Pero con el frío de las últimas semanas, la temperatura que baja día a día, no tiene otra alternativa que usarlo. Cada mañana, antes de entrar al edificio, se lo quita, lo dobla y lo mantiene doblado, en su brazo, del lado del forro que cambió el año pasado en una sastrería boliviana de su barrio. En la oficina, con disimulo, mirando a los costados, cuelga el sobretodo en un perchero distante, en un rincón, en el fondo. Y se aleja enseguida. En el apuro teme que se note su andar desparejo. Por lo general logra atenuar la renguera con un modo sereno de moverse. Pero al dejar el sobretodo en el perchero le cuesta no alejarse corriendo, como si el sobretodo fuera de otro. En cambio a esta hora de la noche, solo en la oficina, descuelga el sobretodo y se lo pone tranquilo. Apaga la lámpara y, envuelto en la oscuridad, decide marcharse. Puede caminar a ciegas entre los escritorios, tal es su conocimiento, su memoria instintiva del lugar, los escritorios, los archivos, los armarios, los recovecos.

Pero unos sonidos lo frenan. No son las ratas. Son pasos.

2

En el vidrio esmerilado del despacho del jefe se proyecta una sombra. La ve deslizarse en el vidrio, recortada por los reflectores de los helicópteros. Nadie, excepto él, permanece hasta tan tarde en la oficina. Nadie como él cumple tal cantidad de horas extras. Y si las cumple no lo hace sólo por necesidad. También por gusto. Prefiere retardar todo lo posible la vuelta al hogar. Pero esta noche el miedo lo hace arrepentirse por haberse quedado. Acecha la sombra detrás del vidrio esmerilado, el cortapapeles en la mano húmeda, el miedo en todo el cuerpo.

Presta atención. Los pasos del otro lado. Si esos pasos son de un ladrón y si, con un heroísmo torpe, consigue dominarlo, su acción será recompensada por el jefe y, quizá, premiándolo, le cancele la deuda contraída con sus adelantos de sueldo. Sin que el miedo se le aplaque empuña el cortapapeles. Se desliza en puntas de pie, tratando de que la renguera no lo delate, que el cuero de sus zapatos gastados no chille. Se agazapa a un costado de la puerta.

Los pasos del otro lado se detienen. El silencio se estira. Teme que le falte el coraje. Toda su vida estuvo signada por el sometimiento y ésta es tal vez su gran oportunidad. Si la desperdicia quizá no se le presente otra. Y el recuerdo de esta noche, lo sabe, será el de otra frustración, la enésima en su vida.

Esperará a que el intruso salga del despacho, se le arrojará encima, lo agarrará del cuello y con el cortapapeles en su garganta, lo desarmará, porque el intruso seguro tendrá un arma, un arma de fuego. Se apoderará del arma y, encañonándolo, llamará a los guardias del edificio.

La sombra, al abrir la puerta, crece en el piso.

3

Está por lanzarse al ataque. Pero se contiene. La secretaria se aterra al verlo agazapado, a punto de clavarle el cortapapeles. A ella se le caen los lentes. A él le cuesta hablar. Levanta los lentes de la joven, unos lentes redondos. Mientras balbucea una explicación empuña todavía el cortapapeles. La joven tiembla. Él deja el cortapapeles en el escritorio. Los reflectores de un helicóptero pasan por los ventanales. Puede ver el brillito de sus lágrimas. Queriendo sosegarla, la envuelve en un abrazo.

Sus caras y sus bocas, los cuerpos fusionados. El oficinista se aparta con una gentileza exagerada. Habrá de acordarse siempre de este instante, se dice. Por primera vez siente que su cobardía no es tanta como se acostumbró a pensar y, en el fondo, como pensaba hace un rato, es capaz de actos que ignora. Al calmar a la joven, mientras ella se pone los lentes, él prende una lámpara y le ofrece un vaso de agua. Gana aplomo ahora. Pero repara en que tiene puesto el sobretodo. Está a punto de quitárselo. Vacila. Pero se lo deja. En la semipenumbra no se nota tanto el estado deplorable del sobretodo. Va hacia el bidón de agua mineral. Vuelve con un vaso de plástico.

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