Se confunde entre la multitud que sale del vagón a codazos. El compañero, más adelante, puede verlo, se empeña en adelantarse a la muchedumbre. En cambio él quiere rezagarse. Es el último en pisar la escalera mecánica, subir a la superficie y la mañana. No se advierte gran cambio entre la luz artificial del subte y la luz diurna. La ciudad está envuelta en un humo de combustible que se pegotea con la llovizna ácida. Siluetas, perfiles, contornos. En lo alto, en los edificios, las cariátides, gárgolas y cúpulas se esfuman entre hilachas de niebla. El rumor de los helicópteros, sus hélices. No pueden verse pero están ahí, siempre, los helicópteros. Camina con la cabeza baja, hundida entre las solapas del sobretodo. Baldosas, cemento, asfalto, baldosas otra vez. Vadea un charco, unos tachos de basura y sigue. Elude unos perros clonados que le chumban, una pordiosera, unos uniformados del ejército de salvación. Abundan las promotoras que reparten volantes de negocios de computación, un delivery, una sauna, cursos acelerados de inglés, chicas bonitas, promociones diversas. Al cruzar una avenida, el semáforo pasa a rojo y debe detenerse en una dársena. Los autos le pasan cerca, lo salpican. Cuando termina de cruzar, dobla y, siempre con la vista baja, sigue su camino.
Se cruza con un grupo de hombres y mujeres que se alborotan con un espectáculo. No es novedoso ver parir a una india. Todo el tiempo están pariendo las indias. Todo el tiempo en todas partes. Sin embargo el espectáculo no deja de llamar la atención. El público, cada vez más numeroso, contempla el parto como un acto de arte callejero. Ante la india hay tendida una manta con bolsitas de polietileno, una variedad de especias y hierbas. Pimentón, ají molido, orégano, sésamo, salvia, laurel, tomillo, azafrán, manzanilla, tilo. Junto a la india también hay una lata con monedas y billetes arrugados. A la larga, piensa, los indios volverán a reinar en este continente. No paran de reproducirse. La india no se inmuta. Baja, ancha, de ojos rasgados, rodete de pelo negro, es una estatua de arcilla. Se sobrepone al dolor, resiste el sufrimiento de las contracciones. Puja una y otra vez. Puja y la criatura empieza a salirle. Puja. Espasmos cortos. Le chorrean la sangre y el líquido amniótico. Puja. Corta el cordón con los dientes. Alza la criatura oscura y amoratada.
Pero no todos miran impasibles el espectáculo. Una rubia embarazada, probablemente una secretaria, se desmaya. Un hombre se marea y se aparta. Otros, trastabillando, se corren para vomitar. Un muchacho se descompone. Una vieja protesta. Varios retroceden con espanto. Alguien pide una ambulancia. El oficinista queda frente a la india parturienta. Se oye una sirena. Los curiosos le ceden espacio a la ambulancia. La sirena. Una paramédica salta de la cabina y dos enfermeros la siguen. Bajan una camilla. El público se abre ante los enfermeros. La paramédica se agacha sobre la rubia embarazada que no reacciona, le toma el pulso, le pone el estetoscopio, gira, hace una seña a los enfermeros.
En la vereda, todos le dan la espalda a la india. La rubia embarazada, la paramédica y los enfermeros captan la atención del público. Ante la india sólo queda él, impávido, mirándola a los ojos. La mujer envuelve la criatura en un poncho, la acuna. Después saca diarios de una bolsa y, siempre sosteniendo con un brazo la criatura, limpia a su alrededor, friega. Friega y lo mira. No le gusta cómo huele la mujer, pero igual le sonríe.
Todos miran a la paramédica revisando a la rubia embarazada. Los enfermeros la acuestan en la camilla, la suben a la ambulancia y se la llevan.
Después él se mezcla con el enjambre de hombres y mujeres acelerados por cumplir con sus rutinas mientras sobre las cabezas suenan campanas, el carrillón de una iglesia.
Al acercarse a la oficina él compra un chocolatín en un kiosco. Nunca le compra uno al viejito, se reprocha. No debe pensar en el viejito ahora. Él ahora es otro. Y el otro no tiene piedad. La piedad socava. El otro está más allá de la lástima. El otro sabe que los mendigos, por ejemplo, son tan molestos como necesarios. Molestos porque interrumpen el paso, apestan y espantan: son lo que uno puede ser, sin escalas, mañana mismo. Necesarios, porque su presencia permite la caridad: basta una limosna para que uno se sienta filántropo. La tragedia de los otros atenúa la propia. Ésta es la verdad, se dice, pero nadie quiere admitir que es así. Es que la sinceridad tiene mala prensa, se dice. Cuenta el vuelto, guarda el chocolatín. Está contento.
Levanta la cabeza. El rascacielos asciende perdiéndose entre las nubes. El oficinista admira la construcción. Con el sobretodo doblado en el brazo, ajustándose el nudo de la corbata, empuja la puerta giratoria y es uno más atravesando el hall. El júbilo lo desborda. Pero debe ser prudente. El jefe, se acuerda. La aventura amorosa de una secretaria siempre culmina en una cena con el jefe, cena íntima, copas de cristal y vino fino. Luego el auto del jefe destella cruzando las autopistas de la noche hacia un motel de la periferia y, más tarde, cuando lo prohibido se vuelve hábito, regalitos, un departamento coqueto. Imagina al jefe montando a la secretaria, resoplándole encima, bombeando. Los celos, independientes de su voluntad, como el amor, son femeninos, se repite.
Se siente una secretaria.
Esta mañana, antes de entrar a la oficina, se da cuenta de que se producirá un despido. Hay un muchacho con buena presencia esperando en la recepción, a un costado del acceso principal a la oficina. Cuando uno encuentra a una joven o un joven a un lado de la gran puerta de la sala, sabe que viene a reemplazar a alguien. Los nuevos esperan, listos a ocupar un puesto y ponerse en funciones mientras el personal ingresa asustado a la sala preguntándose a quién reemplazarán, quién será la despedida, quién el despedido. El joven engominado, de traje gris, camisa blanca y corbata azul, espera junto a la entrada como un granadero de guardia.
En un instante, apenas todos se ubiquen en sus puestos, un altavoz anunciará el nombre del despedido o la despedida. A través de una locución neutra, como de aeropuerto, se informará formalmente de quién se trata. Un equipo de seguridad, impidiendo cualquier oposición a la medida, rodeará el escritorio de la expulsada o el expulsado.
El oficinista teme que sea su turno. Se pregunta si la secretaria no le habrá contado al jefe que anoche se acostó con él. Por venganza puede habérselo contado. Tal vez, más ladina, la joven pudo decirle al jefe que él intentó conquistarla. Con las mujeres nunca se sabe.
Tiene que controlar los nervios. Puede no ser él quien será reemplazado en unos minutos. En sus años de oficina, toda una vida, ha visto desfilar por el edificio presidentes, vicepresidentes, directores, subdirectores, gerentes, subgerentes, jefes de sección, subjefes, ejecutivas responsables de área, supervisores, secretarias, telefonistas. Ha visto cambiar tantas caras. Cada cambio, cada reestructuración, cada nueva división de secciones, traslados, apunta a una presunta transformación de la oficina, las jerarquías y las funciones del personal. Cambios de escritorios, paneles, muebles, alfombras, computadoras, programas, archivos, planillas y formularios. Un cambio de escritorio, un cambio de lugar, indican que nadie es dueño de nada. Así como a los empleados no les pertenece su escritorio, tampoco su vida. Si en la oficina deben cuidar su puesto trabajando, fuera de ella deben maquinar cómo esmerarse para cuidarlo. Cada cambio, se espera, redundará en un mayor rendimiento. Excelencia, servicio, dinámica: éstos son los términos que suelen pronunciar los de arriba cada vez que se avecina un cambio. Los cambios se traducen en una inexorable racionalización del personal. Que puede ser masiva o parcial. Si un despido se produce como un hecho aislado, conviene alarmarse. Se trata de una advertencia.
En cualquiera de estas instancias no tiene sentido discutir la orden que ha venido de arriba. Ningún argumento modificará la sentencia de la superioridad. Lo que explica la mansedumbre con que el despedido acepta su nueva realidad.
Ni la cara de tragedia ni las lágrimas conmueven al equipo de seguridad que rodea al expulsado. Quienes protagonizan las escenas más tragicómicas son las mujeres. Arañan, muerden. Patéticas, al equipo de seguridad les lleva más tiempo reducirlas. Finalmente, amordazadas, consiguen deshacerse de ellas. No son menos ridículos los empleados más nuevos: intentan resistirse, como si la medida pudiera ser revertida. Por más que se aferren al escritorio, sus intentos de resistencia son inútiles. El equipo de seguridad interviene y disuelve de inmediato la rebelión del despedido. Es patético cuando alguien llora, patalea y se sacude mientras lo sujetan de las muñecas y los tobillos y lo trasladan hacia uno de los montacargas del sector trasero. Sus gritos se oyen todavía. Después, por fin, el eco metálico de las puertas del montacargas.
Y si esta vez fuera el turno del compañero, se pregunta, entonces qué. Le causaría un gran regocijo que así fuera. Lo imagina al otro agarrándose del escritorio, negándose a abandonar el puesto mientras los de seguridad lo tironean. Entonces al otro se le cae el cuaderno. Y él no pierde la oportunidad. Lo levanta, se lo guarda. Reza para que esto suceda. Aunque rezar para que a alguien le pase una desgracia es un sacrilegio, repasa mentalmente el padrenuestro.
Los parlantes pronuncian un nombre. Y el despedido se para. Está a unos pocos escritorios de distancia del suyo. Como todos, él evita mirar al despedido. Le parte el alma mirarlo. No obstante, la desgracia ajena opera como consuelo. Le tocó a otro. Ahora, una calma provisoria. Como todos, como cualquiera, al mirar de reojo al despedido, él piensa que cuando le toque su turno no cometerá ningún papelón.
En unos instantes, el escritorio vacío será ocupado por el nuevo que aguardaba en la recepción.
Los antiguos, los que más despidos han visto, parecen más resignados. Pero tampoco se acostumbran a la posibilidad de que uno pueda ser el próximo. Por más que fingen una cierta pasividad, los antiguos no toleran la idea de ser prescindibles, de que les pueda tocar la tragedia tantas veces repetida. A la larga, cuando hay un despido, nadie puede continuar con su tarea sin angustiarse. Y por si fuera poco, la angustia es peligrosa. Porque el nerviosismo puede hacerlo equivocar a uno en el trabajo y que el error cometido sea un motivo para ser la próxima, el próximo.
Sucede también que cuando el personal advierte a la nueva o el nuevo esperando, se los salude con una sonrisa, un guiño, un cabeceo formal, porque la nueva o el nuevo pueden ser en un rato vecinos de escritorio y no será negocio llevarse mal de entrada. Más vale adoptar una cierta diplomacia, aguardar que transcurra un tiempo razonable en el que se medirá cuánta rivalidad hay en el escritorio de al lado.
El despedido de esta mañana, rodeado por el equipo de seguridad, parado frente a su escritorio, lo acaricia con delicadeza, como quien despide el ataúd que contiene a un difunto querido. Después el despedido mira a su alrededor. Todos le evitan la mirada. Si advirtieran lágrimas en los ojos del despedido se les estrujaría el corazón. No pueden concederse la lástima si quieren seguir la jornada. Mirar al despedido es mirar atrás. No hay que mirar atrás. Lo que le ocurrió al despedido, su despido, no tiene arreglo. Que se lo lleven. Que desaparezca de una vez. No quiere mostrarse derrotado el despedido. Sonríe. Después, de un cajón, saca una bolsa de plástico y empieza a guardar sus efectos personales. El equipo de seguridad le revisa la bolsa y controla cada cosa que el despedido se lleva. Sólo efectos personales: ni un clip. Lo agarran de un brazo, se lo llevan. Antes de que el despedido abandone el salón, se cruza con el nuevo que viene camino a su puesto.
Pasadas las ejecuciones, los cambios muestran su verdadero objetivo: que todo siga igual. No obstante, los más jóvenes, obnubilados por un aumento de sueldo, un ascenso, se toman en serio cada cambio. Hubo una época en que él también se tomaba en serio los cambios. Pero ahora lo único que le importa es que no lo despidan. Se agarra fuerte del escritorio, agacha la cabeza y espera que el viento pase.
No puede atribuir el agobio de esta mañana sólo a la noche pasada. El despido que le pasó tan cerca también pesa en su ánimo. Sin contar que la exigencia laboral se ha incrementado. Porque desde hace un tiempo, con el objetivo de agilizar la burocracia, en la oficina se abolieron los feriados, fines de semana y vacaciones. Se ha creado un nuevo régimen de expedientes, pero el cambio causa el resultado adverso: los expedientes nuevos son más engorrosos, aumentan hora tras hora y los empleados no dan abasto. Millones de expedientes no pudieron ser ingresados al sistema informático. Y el sistema, a su vez, suele interrumpirse debido a los saltos de corriente eléctrica que provocan los atentados.
Así las cosas, quienes no sean devotos de la oficina integrarán las próximas listas y habrán de sumarse a las bandas de rasposos sin techo que duermen en la calle. Porque los empleados consideran a los harapientos con desprecio, un desprecio en el que puede leerse el terror: ellos, mañana, tras una decisión de los de arriba, pueden ser esos espectros que, a su vez, les devuelven una mirada de desprecio, pero con un desprecio de otra clase: la de quienes conocieron ya el pozo de sí mismos.
Tiene que aplacar estas elucubraciones. La mañana continúa sombría en los ventanales. La llovizna ácida se fue espesando. El cielo brumoso tiene una reminiscencia nocturna. La oficina se ilumina con tubos fluorescentes, lámparas de escritorio y la radiación de las computadoras. El compañero, ya en su lugar, clasifica carpetas. La computadora de la secretaria está prendida, pero ella no está en su puesto. Con precaución, dándole la espalda al compañero, deja el chocolatín sobre el escritorio de la secretaria y después, radiante, se sienta en su puesto, prende la suya.
Frente a los escritorios, están los despachos de los directivos de cada sección. El personal jerárquico se comunica con el personal apelando a una cordialidad neutra que incluye el tuteo. Si alguien tiene que dejar por algún motivo su escritorio, se lleva unos papeles, una carpeta. Nadie deja su lugar sin fingirse ocupadísimo. Esto se llama profesionalismo. Y el profesionalismo no permite fallar. Bajo ningún concepto. Si la que falla es la computadora, la falla puede adjudicarse a su operador. Que esta mañana a él le falle la máquina es, más que un imprevisto, una señal de que quizá las cosas no marchan como esperaba.