Read El oficinista Online

Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (8 page)

Si se ilusionara con la astrología, se dice, su existencia sería más llevadera. De ser cierto que la suerte está escrita en el cielo, que es factible predecir el futuro, podría anticiparse a los hechos, saber cuáles son las circunstancias, dónde actuar o dónde quedarse quieto. Pero un artículo le quitó esta ilusión. Un experimento realizado en Manchester. Los científicos siguieron de cerca la evolución de unos cuantos bebés nacidos en el mismo día, a la misma hora. El seguimiento se prolongó a lo largo de varios años. Y se arribó a la conclusión de que cada uno de los bebés, ahora adolescentes, había resultado diferente de los otros. Los astros en nada habían influido en la orientación de sus vidas. Cada uno apuntaba hacia un destino diferente. El cielo, quedó probado, no es responsable de nuestros éxitos y fracasos.

Si pudiera creer que todo su dolor tiene una explicación, un sentido, piensa mientras se adormece.

La revista se le cae de las manos.

26

Un anochecer, en el silencio de la oficina desierta oye el sonido de una lapicera escribiendo detrás suyo. Después, las patas de una silla raspando el piso al desplazarse. El compañero también se ha quedado después de hora. Le pregunta si quiere tomar un café, que se lo alcanza. El oficinista vacila. Por qué no, piensa. Desde que tomó conciencia de que él también podría llevar un diario, aunque no lo lleve, el compañero empezó a caerle mejor. Quizá no es extraño que los dos, en este combate de todos contra todos y sálvese quien pueda, sean espíritus gemelos. Vaya él a saber qué tribulaciones acucian al compañero. Consulta su reloj de bolsillo. Le dice al compañero que no se moleste. Y lo sigue hasta el dispenser del café.

La quietud del ambiente los envuelve. Y aunque son los únicos dos que se quedaron hasta tarde igual hablan bajo. No sabe cómo entrar en confianza. Se pregunta por qué no ser frontal. Le pregunta al compañero si a esta hora no preferiría estar con su familia antes que en la oficina. No tiene familia, le contesta el compañero. Y hace una pausa. Después, con una expresión de felicidad, le dice que por ahora no tiene familia, por ahora, recalca, pero pronto la tendrá. Porque con su novia tienen proyectado irse a vivir lejos de la ciudad, muy lejos, a la Patagonia. Los dos están ahorrando para emprender un porvenir juntos en un territorio de redención. Porque la Patagonia es curadora, le dice. En la Patagonia se puede empezar de cero.

Busca la billetera. Extrae una foto. Ésta es su novia, le dice. Es una chica pelirroja, de ojos claros, angulosa, delicada, pero que en su estilo, observa, puede ser también un diablito. Tiene el uniforme oscuro de una petrolera y unos guantes negros, enormes. Está parada junto a un surtidor de combustible. El uniforme oscuro realza el color fuego de su pelo. Debe tener su temple, opina él. Si la viera trabajar, dice el compañero, vería lo que es ella. Carga el combustible, mide el aceite, el aire de los neumáticos, limpia los parabrisas. Sabe mucho de mecánica. Es un trabajo duro. Pero no le hace mella. Por más duro que sea el trabajo y por cansada que esté no pierde esa sonrisa. Ella ahorra íntegras las propinas. El carácter es importante, dice el compañero. Para trabajar duro hay que tenerlo. Pero además ella tiene voluntad. Es lo que más le gusta de la chica: que consigue todo lo que se propone. El oficinista le devuelve la foto. Además de ser tenaz, le dice el compañero, la chica es muy mística. Quizá la tenacidad y la mística vayan juntas. Con orgullo se refiere a su novia.

También él se sacrifica. Los tíos alquilan un cubículo en la periferia, en un barrio apartado. Y hay días en que se ahorra el colectivo y el subte y viene y vuelve caminando. Caminar tonifica. Otros días pasa de largo el almuerzo. Entonces va hacia la estación de servicio, que no está lejos de la oficina, toma un café en el 24 horas y desde su mesa contempla a la chica deslomándose entre los autos. Cada tanto, desde los surtidores, ella le sopla un beso. Locos de amor, en efecto. Una vez que reúnan el dinero necesario para comprar un camión viejo lo adaptarán como casa rodante y viajarán al sur, se asentarán en tierras fiscales en un valle entre cerros y montañas, le dice. Construirán una cabaña, tendrán una chacra, tendrán hijos, muchos hijos, vivirán de la naturaleza y cada uno podrá dedicarse a lo suyo, ella al cultivo y él a escribir. Porque él escribe, le confiesa. Está compenetrado en el estudio de la literatura rusa, cuenta. Ha estudiado el idioma y la escritura en cirílico, dice. Y le pregunta si ha leído a los rusos. No, el oficinista no ha leído a los rusos. Lo reconoce, no, no ha leído a los rusos. A él le apasionan las revistas científicas. Cuanto más avanza la ciencia en sus investigaciones sobre el ser humano, más se aleja del conocimiento del alma. Porque al acercarnos a la verdad, nos acercamos al dolor. En vez de infundirle paz, dice, las revistas científicas lo hacen sentir más microbio. Los rusos, dice el compañero. Debe leer a los rusos. Tiene los ojos húmedos. Los rusos saben de la verdad interior. El compañero parece al borde del llanto. Ése es su sueño, dice. Profundizar en los rusos. Un sueño que no se ha atrevido a contar no tanto por miedo a la burla sino al qué dirán, a la sospecha.

El compañero se calla. Lagrimea. Le pide perdón por haberlo abrumado con esta confesión. De pronto está asustado. Que se tranquilice, le dice él. Que no hay nada de malo en su sueño. Además no se lo contará a nadie, promete. Todos tenemos un sueño. Como todos tenemos un secreto. También él, así insignificante como se lo ve, tiene un sueño. Y tampoco se anima a contarlo. Tal vez porque los sueños, al contarlos, si no estamos a su altura, revelan, además de nuestra vanidad, nuestra frustración más recóndita.

No debe angustiarse, le dice el compañero. Todo hombre tiene una necesidad de pureza que lo impulsa a respirar aire limpio. Como prueba de amistad y también como un pacto entre ellos, le dice, le hablará de su sueño. El oficinista se sorprende de estar hablando con la precipitación y la turbulencia de alguien que estuvo atragantado por la culpa. Aunque él no ha cometido un delito. Enamorarse no es un delito. Y él está enamorado. Se sorprende contándole al compañero su tragedia familiar, se sorprende contándole su relación con la secretaria, se sorprende contándole que sueña huir con ella, se sorprende contándole que él tampoco aguanta más. También está por llorar. Y, mientras está contándole, empieza a sentir que se desconoce contando, que no es él quien habla sino otro. El otro.

El compañero lo abraza. La confesión los une, le dice. Abismarse en la confesión es la esencia del alma rusa. Que no tema, lo calma. También él es reservado, dice. No le dirá a nadie lo que le contó. Abrazados, los dos lloran. Pero no lloran por la misma razón.

El oficinista llora de miedo.

Más le vale urdir pronto cómo eliminar al compañero.

27

Camina en la noche. Cuando terminan las calles empieza el descampado. Después, unos médanos.

Se detiene en la playa. Apenas puede oírse el sonido del oleaje, un chapoteo sereno y monótono. Un iceberg se desplaza en la noche. Puede ver la ciudad reflejada en el hielo. Al pasar cerca de la costa el hielo adquiere unas proporciones magníficas. Sin embargo sólo una parte ínfima del hielo es la que asoma en la superficie, piensa. Qué significa la aparición de esta montaña de hielo a la deriva, se pregunta.

Pierde conciencia de cuánto tiempo se queda absorto en la contemplación del iceberg.

28

Desde aquella vez de la confesión el compañero lo trata como si fueran amigos de toda la vida. Con su sueño de pureza, piensa el oficinista, el compañero debe sentirse gran cosa. Un santito en el burdel, uno de esos poseídos que caminan sobre las brasas. Nadie más peligroso que uno que va de puro, piensa. Como los guerrilleros. De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. Le repulsa acordarse de cuando se confesó y la forma en que el compañero, como redimiéndolo, lo abrazó. Fue un error lamentable el suyo. Porque al confesar su intimidad, ahora está en riesgo. Ese inocentón, tarde o temprano, soltará la lengua. Con la misma candidez con que le contó su sueño patagónico, mañana el compañero contará su tragedia familiar, la relación con la secretaria. Quizá no le cuente a alguien de la oficina, pero sí a la pelirrojita esa. Supongamos que le cuenta a su novia: exagerando su intervención, le cuenta. La pelirrojita, tan pura como él, se sentirá también gran cosa al escuchar la historia porque la desgracia de los otros siempre tiene la virtud de consolarnos de la propia. Y como contar una historia de sufrimiento, además de cumplir un efecto moral, queda bien y habla bien de quien la cuenta, ella, a su vez, se la contará a una amiga. A su vez, esta amiga, divertida con el relato, lo contará a vaya uno a saber quién. Y así como se dice que nos separan sólo siete personas del rey de Inglaterra, su intimidad, un boomerang, aterrizará en la oficina y, como forma perfecta de cerrar un círculo, todo llegará a los oídos del jefe.

Tiene que esperar, se dice. Ya se le ocurrirá una forma para liquidar al compañero. Tiene que esperar como ahora espera que la secretaria salga del despacho del jefe. La espera no es un estado pasivo. Comprende una serie de acciones que, aun insignificantes, lo socavan. Cargar de tinta la almohadilla de los sellos, sacarle punta al lápiz o acomodar los clips pueden ser acciones que se cargan de sentido y propician la reflexión. Lo mismo que ir hasta la máquina del café, agarrar un vaso de plástico, llenarlo, volcar el azúcar, revolver. La espera es una paz engañosa.

Los pensamientos retumban en sus sienes. El malestar es también el endurecimiento de la nuca, una contracción en las mandíbulas, en la espalda y ese sudor que le empapa el cuello de la camisa. Los primeros murciélagos de la noche. Puede sentirlos.

Quizá la soledad es el mal de los males, piensa. Acaso el jefe se sienta solo, se pregunta. La joven también se siente sola. Su mujer se siente sola. La cría se siente sola y el viejito, se acuerda, el viejito debe ser el que más solo se siente de todos. Pero sus respectivas soledades no pueden compararse con la suya. Al terminar la jornada, volver a su domicilio lo eviscera. Una revelación le frena la escritura de un protocolo, el traslado de un expediente a otra sección. Si toda la historia con la secretaria le causó semejante descalabro emocional se debió al pavor a la soledad. Pero en vez de menguar su soledad, la aumentó. La soledad que le inoculó la joven es la de una isla desierta. Porque la soledad del enamorado es corrosiva. El amor lo ha encajado en una soledad a la que no estaba acostumbrado, la soledad del saber que estamos siempre solos. Vislumbrar que uno puede escapar de sí mismo, ser menos uno y ser más otro con otro, le despertó una ilusión. Por un momento confió en que podía ser otro. Pero el temor al abandono lo ha enfrentado a la conciencia de otra clase de soledad: la conciencia de lo perdido. Si es cierto que sólo se pierde lo que no se ha tenido, la soledad del enamorado, una conciencia permanente de la pérdida, lo carcome.

Mira otra vez la hora. Esos dos siguen en el despacho. Cierra los ojos. A esta hora, excepto las luces de su escritorio y el de la secretaria, la oficina está sumida en una penumbra submarina. Es un cadáver que desciende, entre cardúmenes y algas, hacia lo más hondo.

Se muerde la cutícula del anular izquierdo, se arranca con los dientes un pellejo, vacila entre escupirlo o tragarlo y finalmente se lo traga pensando en el tiempo que ha despilfarrado en toda esta acción, una acción que, en su pequeñez, lo espanta. Por qué no vuelve cuanto antes a su hogar, se pregunta. Hogar, se dice. Con tristeza piensa en el término hogar. Sin embargo se pregunta por qué no volver a su hogar con un ramo de flores para su mujer. Después de todo, se consuela, ella, su mujer, y no otra, será quien, si él se enferma, le colocará el termómetro, le preparará un té con limón, se acordará de las medicinas. Aunque es cierto: en estos cuidados ella demuestra más preocupación por el sueldo mensual que por su salud. El matrimonio y la familia son una guarida. Quien más, quien menos, todas aquellas y todos aquellos que quieren un matrimonio, una familia, no buscan otra cosa que un lugar donde esconderse y guardar sus secretos más vergonzosos. Y se pregunta cuál sería la reacción de la mujer si regresara con flores. Lo aterroriza que a ella le den ganas. Ya no se acuerda de cuándo fue la última vez que, obedeciéndole, se encaramó sobre ella.

Más que acariciarlo, ella lo frota. A él le da asco su piorrea. Ella lo lame y le deja baba en la cara. Como su erección se retarda, ella se lleva el pene a la boca. Lo engulle. Y después se acuesta boca arriba y se lo sube, lo acomoda. Él agradece estar arriba. Si fuera al revés el coito terminaría en una costilla rota, una fractura de cadera. Ella lo sostiene de la cintura, subiéndolo, bajándolo. Él se esfuerza para que el pene no se ablande. No quiere pensar en qué ocurriría si se ablandara justo ahora. Oye unas voces. Es la hora de la limpieza.

El motor de las aspiradoras. Si no estuvieran los limpiadores, se inclinaría ante la puerta del despacho, espiaría por la cerradura. Por qué pensarla tan perra, se pregunta. Lo que está en juego en todos sus pensamientos, se dice, es su coraje. Pero reconocerse cobarde, piensa, tiene su mérito. Aceptar que se es cobarde, piensa, implica un grado de honestidad que el prójimo no siempre está en condiciones de tolerar. El cobarde que se sabe cobarde, deduce, posee una honestidad de la que carece aquel que se lanza ciego al combate para ocultar el miedo. Está convenciéndose de la lucidez de este argumento cuando le parece escuchar a alguien que le susurra por encima del hombro. Es el otro. Un cobarde será siempre un cobarde, le dice el otro.

Él niega con la cabeza. Mira a su alrededor. Lo único que le falta es que los limpiadores lo vean discutiendo solo. No le conviene llevarle la contra al otro, que trata siempre de ponerlo en ridículo. Está dispuesto a darle al otro la razón con tal de que lo deje en paz con los expedientes y los cheques. No tiene sentido continuar con estas reflexiones. Pero el otro, zumbón, insiste. A él no puede engañarlo. Nadie le conoce tanto como el otro. Fue, es y será siempre el testigo de todas sus agachadas.

Un helicóptero desciende más de lo acostumbrado. El ronroneo del motor aturde. Sus reflectores enceguecen. Las hélices despedazan los murciélagos. El motor, las hélices, los reflectores, los murciélagos espantados. Uno tras otro los murciélagos reventados son sombras sanguinolentas que se estrellan contra los vidrios. Magnetizados por el helicóptero, enloquecidos, sus pedazos dispersos vuelan en la luz de los reflectores. Y cuando uno, decapitado, choca contra los vidrios, despide un chorro de sangre. Los murciélagos sangrantes se estrellan contra el vidrio. La forma en que estas criaturas nocturnas aletean ciegas hacia su destrucción debe ser un presagio. Le dan vértigo los murciélagos suicidándose.

Other books

Redlisted by Sara Beaman
Zane Grey by To the Last Man
Hard Landing by Thomas Petzinger Jr.
A Christmas Guest by Anne Perry
Serpentine by Napier, Barry


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024