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Authors: Guillermo Saccomanno

Tags: #Ciencia ficción, Drama

El oficinista (14 page)

Se aleja. Cuanto más se aleja menos sangrientas son sus huellas.

48

Camina en la noche. Adentrándose en la niebla, piensa que Dios, si existe, tiene que acordarse de él. No merece lo que está viviendo. A menos que Dios lo esté sometiendo a una prueba. La esperanza es lo último que se pierde. Y él ahora espera un milagro. Un milagro que le salve el alma, pero que también le arregle la vida.

Una cruz incandescente surge en su camino. La cruz, su resplandor. Un templo. Puede oír el órgano, un coro. Voces infantiles y femeninas.
Quando corpus morietur.
Va a su encuentro. En los respiros del cántico, las invocaciones de una voz ronca con acento brasilero. Tiene su ritmo el sermón. Irmaos, clama una voz tronante. Cómo castiga Deus nuestros pecadus, pregunta. Y pronuncia Deus, pronuncia pecadus. El pastor se contesta: Excluyéndonos. Cuando pecamos Dios nos excluye del amor. No es lo mismo el amor, de naturaleza divina, que el deseo. El deseo es siempre carnal y egoísta. El deseo es el origen de todos los males, clama. El pastor pone un ejemplo: Antes que castigar las relaciones con la mujer del prójimo, el libro celestial castiga el deseo. El deseo de poder, el deseo de fama, el deseo de venganza. Todo deseo será castigado. Pero si uno se arrepiente, el Señor le concederá su perdón:

Escudríñame, oh Dios, y pruébame. Examina mis íntimos pensamientos y mi corazón.

El pastor cuenta que nació en la selva, allí donde el Maligno acecha escondido como una fiera. La fe lo apartó del vicio. La fe lo apartó de la bebida y la droga. La fe lo apartó del juego y del sexo. La fe le devolvió una vida nueva cuando entró en el templo de la luz. Si todos miramos al cielo, dice, y mira hacia lo alto, el cielo se abrirá. Si nos arrepentimos, el cielo se abrirá. Si todos nos confesamos, el cielo se abrirá. Si todos unimos nuestras manos en la plegaria, el cielo se abrirá. Si todos rezamos, el cielo se abrirá derramando la luz divina sobre la tierra.

Fe, grita el pastor. Y la grey repite fe. Un viento de voces envuelve al oficinista.

Con unción entra al templo. El pastor le abre los brazos:

Me he consumido a fuerza de gemir. Todas las noches inundo de llanto mi lecho. Riego mi cama con mis lágrimas. Mis ojos están gastados de sufrir.

Los feligreses se apartan con estupor. No es para menos si se repara en sus manchas de sangre. Pero la sangre parece estimular la pasión evangelizadora del pastor. Que se acerque al púlpito, lo invita. Que confiese sus pecados ante los hermanos y se arrepienta como ya hicieron todos los aquí presentes.

Divino es el origen de la culpa. Qué sería de nosotros sin culpa, pregunta. Y se contesta: Nada. Ser en la tierra es ser culpa. O nada. Nosotros, obra de Dios, entre la culpa y la nada elegimos la culpa.

El pastor se abre paso entre los hombres, mujeres y chicos que cantan y rezan. A pesar de las marcas que el dolor imprimió en sus caras, a pesar de la sencillez de sus ropas, a estos hombres, mujeres y chicos la fe los volvió invulnerables. Ya se siente un feligrés más. Ahora sí empieza a sentir que es otro. Y le gusta este otro que empieza a ser. La bondad lo purifica. Una renovación espiritual completa, como dice el pastor convirtiendo la s de espiritual en un sonido eshe y la t en th, con esa pronunciación brasilera. Ishpirichual. La mirada del pastor lo radiografía.

Acá entre los hermanos hay quien pegaba a su mujer y sus hijos, hay quien se travestía para saciar su sexo, hay quien perdió todo por la cocaína, hay quien robaba a su madre anciana. El pastor nombra un pecado. Y uno de los fieles grita pidiendo perdón. El pastor se acerca al pecador. El pecador se arrodilla. El pastor lo bendice. Después nombra otro pecado, salta otro fiel y también lo bendice. Si la palabra del cielo no tuviera esta fuerza divina no acudiría al templo un nuevo hermano cada noche.

El pastor se refiere a él, es el nuevo hermano y así como la fuerza divina lo acercó al templo, también lo iluminará la palabra celestial. El pastor cita a Jonás. En el vientre de la ballena Jonás le rezó a Dios:

En la tormenta me arrojaste al mar, tus olas me arrollaron y me hundí en lo profundo. Entonces dije: Moriré ahogado bajo tu mirada, pero aún veré tu santo templo. Las aguas me envolvieron hasta el alma. Me rodeó el abismo. El alga se enredó en mi cabeza. Sin embargo mi oración llegó hasta tu santo templo, Dios. Y Dios le dio una orden a la ballena y la ballena vomitó a Jonás sobre la tierra.

Porque la palabra celestial fue escrita para ser dicha, explica el pastor. Y una vez dicha, él será otro. Y el otro, al contar sus pecados, salvará su alma del fuego del maligno. El pastor lo recibe con los brazos abiertos. El órgano estremece el templo. Al abrazarlo el pastor lo agarra de la nuca, lo obliga a arrodillarse. Su mano es una tenaza. No coincide esa garra con la expresión dulzona del pastor. Todos esperábamos un milagro esta noche, dice el pastor. Y el milagro llegó. El milagro es el nuevo hermano. Debemos darle la bienvenida al nuevo hermano, un hermano arrepentido que Dios nos envía para demostrar su existencia. He aquí el milagro. Puede sentirse en todo el templo la energía del cielo, dice abarcando con sus brazos los hombres, mujeres y chicos que ahora entonan una canción suave, como un murmullo.

Él, el nuevo hermano, tiene que avergonzarse de su pasado, le aconseja el pastor. Y lo arrastra hacia el púlpito. Hay una palangana de agua. Tiene que lavarse la impureza, le dice el pastor. El oficinista se lava las manos. Pero al pastor no le basta con eso. Lo agarra de la nuca y le sumerge la cabeza en el agua. Tiene que sacarlo todo afuera, le grita el pastor. Tiene que entregarse al arrepentimiento y confesar sus bajezas, sus canalladas, sus debilidades, sus miserias. Tiene que enumerarlas, una por una, ante sus hermanas y hermanos, dice. Y le sumerge una y otra vez la cabeza en la palangana. También sus hermanas y hermanos fueron cerdos en el chiquero terrenal y ahora, merced a la fuerza luminosa del cielo, son renacidos en la energía divina. Que no tema, le dice el pastor, inclinándose sobre él. El oficinista siente otra vez la tenaza en la nuca. Que se arrepienta y confiese, le machaca el pastor. Está tan encima suyo el pastor que puede respirar su aliento, una brisa tibia y frutillada.

Él tiembla. El pastor lo sacude. Con la sacudida del pastor cree sentir convulsiones. Si quiere ser un hermano renacido, no debe temer al arrepentimiento sino al castigo del cielo, un castigo más terrible que el castigo de los seres humanos. Porque Deus es implacable. Que confiesi, le ordena. La voz brama en sus oídos. Llorando, esconde la cara entre las manos y unos espasmos le contraen el estómago. Sus lágrimas, interpreta el pastor, son un signo de redención. Que se arrepienta y confiesi, le exige, apretándole la nuca. La presión lo hinca de rodillas, pero se libera. En el templo hay ahora un silencio que puede tocarse. El pastor lo mira. Todos lo miran. Despacio se incorpora. El pastor lo mira y espera. Todos lo miran y esperan. El pastor tiene los ojos rojos. Los fieles tienen los ojos rojos. Sus bocas son fauces. Sus dientes se entrechocan. Él empieza a correr. Detrás, la voz del pastor lo llama renegado. Los fieles quieren atajarlo. Tiran de su sobretodo. Pero él no se detiene.

Corre. Corre y se pierde una vez más en la bruma.

49

El último subte viene vacío. En el último asiento del último vagón, él refunfuña. Palabras entrecortadas. Repite ese gesto, el de espantar una mosca. Se quita el sobretodo, el saco, se afloja la corbata. En cuatro patas, con su renguera, su andar es el de un perro lastimado. Se pasea aullando por el vagón. Igual que un perro clonado. Por fin, se dice, no tiene que rendir cuentas a nadie de sus actos. Tiene miedo de que éste sea otro sueño. Pero es demasiado real. Su cabeza golpea contra la ventanilla.

No sabe si lo que le pasa ahora está pasando ayer o mañana. El ahora se le vuelve difuso. Es hoy pero también mañana. Lo que es peor: este viaje en subte transcurre pasado mañana.

Al abrirse las puertas, pestañea. Se apura a bajar del vagón. Mira sus manos. Las tiene sucias. Si las tiene sucias, observa, es porque anduvo en cuatro patas. No fue un sueño. Confundido, se refriega las palmas contra el sobretodo. La escalera mecánica.

Entra al edificio. Descarta el ascensor y prefiere subir por la escalera. En cuatro patas, sube. Pero ante la puerta del departamento debe regresar a la condición humana. Jadeando, se para, busca las llaves. Una vez adentro, en la penumbra, se desnuda. Su condición humana ha quedado atrás: es un perro. Lo asalta la tentación de ladrar, pero se reprime. Todavía no se animalizó lo suficiente, se dice. Al recorrer el departamento, desnudo y en cuatro patas, su percepción del lugar cambia. Un perro, se dice, se guía por el instinto. Y qué otra cosa puede representar el instinto en su nueva condición sino el olfato. Es un perro, un perro acechando, en cuatro patas, que recorre palmo a palmo la vivienda. Si bien está acostumbrado a la suciedad de la mujer y la cría, nunca imaginó que tal cantidad de roña pudiera acumularse en el piso, en los rincones. Miguitas, puchos, carozos, papeles de golosinas, corchos, pelusas, saquitos de té, ruleros, cáscaras, chicles, un tampón. Hasta unos huesos de pollo. La basura. Allí donde husmea con su hocico, allí encuentra inmundicia.

Siempre olfateando, entra en la oscuridad del cuarto de la cría. Acá el hedor se espesa condensando la pestilencia del calzado con la roña de la ropa. El radiador caldea todos los olores en uno solo. La cría duerme sumida en un vaho. Este olor, piensa, salió de él. Es el olor de su ser, se dice.

Una luz se prende. Qué está haciendo, le pregunta la mujer. Qué está haciendo desnudo y en cuatro patas a esta hora de la madrugada. Si quiere ella le pondrá un collar de perro y un bozal. Le dará de comer en un plato de lata. Si quiere también lo paseará por la calle para que orine contra los árboles, le dice. Pero su humor dura poco. Mejor que no se haga el loquito para faltar al trabajo, le dice. A ella no puede engañarla, sigue. Si su propósito es que lo internen en un manicomio, le asegura, antes de que le pongan un chaleco de fuerza le dará tal paliza que no le hará falta ningún electroshock para recobrar la razón.

50

Un oficinista sueña que se queda dormido en el último viaje y sueña que es un perro. El perro se duerme. Y al despertar es el último oficinista que se ha quedado dormido en el último subte. Al despertar, la realidad es más terrible que antes del sueño. Porque al despertar es otra vez un hombre. Esta noche, al despertar en el fondo del último vagón del último subte tiene la sensación de que su destino está escrito. Se pregunta qué es más difícil, si despertar a uno que está dormido o a uno que, como él, despierto, sueña que está despierto.

Esta noche también el frío, la llovizna ácida. Y esta noche también, cada tanto, los reflectores de los helicópteros horadan la oscuridad. Una sombra entre las sombras, vuelve a su domicilio. La mujer y la cría duermen. Abre el gas. El susurro del gas extendiéndose por el departamento. Terminar de una vez con el expediente, se dice. Le causa gracia asociar lo que está haciendo con una situación burocrática.

Durante la última ojeada que pega al departamento le viene una melancolía rara. Cómo puede ser que le dé pena desprenderse del sufrimiento. Sin duda la pena proviene de lo que siente por el viejito. Pero, recapacita, esto es lo mejor que puede hacer por él. Quisiera estar más alegre que triste, pero le cuesta. Ahora que es finalmente otro se compadece por el que era hace un instante. Al cerrar la puerta y bajar a la calle, el que realiza estas acciones es otro.

Se extravía en la noche. Le parece que su renguera es leve. Sus pasos, ágiles. Se siente liviano. Al pasar por una vidriera se mira en el reflejo. No tiene cara de haber exterminado a su familia. Sin duda quienes sostienen que la cara es un reflejo del alma se equivocan. Un asesino puede tener una cara bondadosa, una mirada de sacristán, una pinta apacible. Toda su vida él fue un individuo medroso, que buscaba pasar inadvertido. Y ahora, aun cuando es otro, sus rasgos y su sonrisa siguen siendo iguales. Frente a la vidriera ensaya sonrisas diferentes. Desde una sonrisa que se le antoja beata a una que cree perversa. Se pregunta cuál será su sonrisa auténtica de acá en más.

La fatiga, más mental que física. Lo asombra haber soñado con tal realismo la matanza. Sin embargo, el realismo del sueño le hizo tomar conciencia de que no es necesario ese crimen múltiple para ejecutar la parte más importante de su plan. Ahora se lo contará a la joven.

51

La sangre de los televisores no salpica. En todo caso, no físicamente. Su salpicadura es moral. Pero como la conciencia puede ser impermeable, a uno puede no afectarlo su visión. Lo mismo ocurre con el fuego. Una explosión, las llamaradas. Pero el fuego no se propaga: es una sensación atérmica. A menos que uno sea tan sensible como para enfebrecer con esas imágenes. Pero nadie es tan sensible. Si las imágenes de la televisión pueden causarle fiebre a uno es por teleadicto, horas frente a la pantalla.

Entonces, al pasar por una casa de artículos para el hogar, con televisores en la vidriera, el oficinista ve esa estación de servicio en el momento en que explota y vuela por el aire. Una violenta nube negra con un centro de fuego. Los surtidores de combustible, los autos, el minimarket, el bar de 24 horas, hombres, mujeres, fragmentos de plástico, metal y pedazos de carne envueltos en el resplandor del fuego.

Un texto en la pantalla informa que se trata de imágenes exclusivas, que la joven empleada de la estación había anunciado lo que haría. Se grabó a sí misma con un celular, hablando a la cámara. Con serenidad mueve los labios. La vidriera impide escuchar su voz, pero debe ser tan sutil como sus labios.

Puede reconocer a la chica que se reproduce en todas las pantallas. Es la pelirrojita. Multiplicada, esa chica, todas las chicas idénticas a ella, le están hablando a él.

52

Conversará con ella. Le dirá una vez más que no le importa si la criatura que cobra vida en la oscuridad líquida de su vientre no le pertenece. Le revelará su plan. Si él ha venido en su busca, le dirá, es porque a su lado se siente mejor persona. La secretaria ha obrado el prodigio de hacerlo sentir mejor de lo que es. Si a su lado no se sintiera mejor de lo que es no habría elaborado un plan infalible.

En la otra cuadra está el kiosco, una luz amarilla que parpadea en la base del monoblock. A medida que se acerca aumenta el volumen de la cumbia. Divisa a los muchachos y a las chicas bailando, borrachos. Ya no le asusta pasar por el kiosco, cruzar la patota.

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