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Authors: Neil Strauss

Tags: #Ensayo, Biografía

El método (The game) (7 page)

Así que, desde que a los once años empecé a experimentar el deseo sexual, yo había dado por supuesto que las relaciones sexuales eran algo que los hombres acababan por encontrar si salían mucho por la noche. La principal herramienta con la que contaba nuestro género era la persistencia. Por supuesto, había hombres que se sentían cómodos entre mujeres, hombres que jugaban con ellas sin piedad, hasta conseguir que comieran dócilmente de sus manos. Pero yo, desde luego, no era uno de ellos. Yo necesitaba hacer acopio de todo mi valor para preguntarle a una mujer qué hora era o dónde estaba Melrose Avenue. No entendía nada sobre
anclajes
, búsqueda de valores,
términos de trance
ni ninguna otra de esas cosas sobre las que hablaba Grimble.

Era martes, una noche tranquila en las afueras de Los Ángeles, y el único sitio al que se le ocurrió que podíamos ir a Grimble fue el TGI Friday’s. Calentamos motores en el coche, escuchando cintas en las que Rick H. describía sus sargeos; practicando frases de entrada; ensayando sonrisas, y bailando sobre sus asientos. Aunque era una de las cosas más ridículas que había hecho en mi vida, me dije a mí mismo que estaba entrando en un mundo nuevo, con sus propias reglas de comportamiento.

Entramos en el restaurante transmitiendo seguridad en nosotros mismos, sonriendo, como verdaderos machos alfa. Desgraciadamente, nadie se dio cuenta. Había dos tipos en la barra, viendo un partido de béisbol en la televisión, y un grupo de ejecutivos en una mesa. En cuanto a los camareros, casi todos eran hombres. Caminamos hasta la terraza. Al abrir la puerta, apareció una mujer. Había llegado el momento de poner en práctica lo que había aprendido en el taller.

—Hola —le dije—. Me gustaría saber lo que piensas sobre una cosa.

Ella se detuvo, dispuesta a escucharme. Aunque debía de medir un metro y medio y tenía el pelo corto y rizado y un cuerpo rechoncho, también tenía una agradable sonrisa; serviría para practicar. Decidí usar la
frase de entrada
de Maury Povich.

—Esta mañana han llamado a mi amigo Grimble del programa de Maury Povich —empecé diciendo—. Parece ser que van a hacer un programa sobre admiradores secretos y alguna chica debe de estar loca por él. ¿Tú que crees? ¿Crees que debería ir?

—Pues claro —contestó ella—. ¿Por qué no iba a ir?

—Pero… ¿Y si su admirador secreto resulta ser un hombre? —le pregunté—. En esos programas siempre intentan sorprender a la audiencia. ¡O imagínate que es un pariente!

No me gusta mentir; tan sólo trataba de atraer su interés. Intentaba ligar.

Ella se rió. Perfecto.

—¿Tú irías? —le pregunté.

—No, creo que no —contestó ella.

—O sea, que a mí me recomiendas que vaya al programa pero tú no irías —protestó burlonamente Grimble—. Desde luego, no pareces nada aventurera.

Era magnífico verlo trabajar. Cuando yo hubiera dejado que la conversación decayera, él ya estaba dirigiéndola al terreno sexual.

—Sí que lo soy —protestó ella.

—Entonces, demuéstralo —dijo él con una sonrisa—. Te propongo un ejercicio. Se llama
sinestesia
—le dijo mientras avanzaba un paso hacia ella—. ¿Nunca has oído hablar de la
sinestesia
? Te ayuda a encontrar los recursos necesarios para obtener y sentir aquello que realmente deseas.

La
sinestesia
es el gas mostaza de la Seducción Acelerada. Literalmente, consiste en una superposición de los sentidos. En el contexto de la seducción, sin embargo, la
sinestesia
se refiere a un tipo de hipnosis en la que la mujer alcanza un estado de conciencia en el que se le pide que proyecte mentalmente imágenes y sensaciones placenteras cada vez más intensas. El
objetivo
: llevarla a un estado de excitación que ella no pueda controlar.

Ella asintió y cerró los ojos.

Por fin iba a tener la oportunidad de oír uno de los patrones secretos de Ross Jeffries. Pero Grimble todavía no había tenido la oportunidad de empezar cuando un tipo con la cara sonrosada, una camiseta ceñida y aspecto de lanzador de pesas se acercó a él.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó a Grimble.

—Le estaba enseñando a nuestra amiga un ejercicio de autoayuda que se llama
sinestesia
.

—Pues ten cuidado, porque resulta que tu amiga es mi mujer.

Me había olvidado de mirar si llevaba anillo, aunque no creía que ese pequeño
obstáculo
fuese a importarle a Grimble.

—Desármalo mientras yo me trabajo a su mujer —me susurró Grimble al oído. Yo no tenía ni idea de cómo desarmarlo. Y lo cierto es que él no parecía muy dispuesto a cooperar.

—Si quieres, también puedes hacerlo tú —sugerí con escasa convicción—. Es muy interesante.

—No sé de qué cojones me estás hablando —dijo él—. ¿Qué se supone que voy a conseguir con este jueguecillo? —Dio un paso adelante y apoyó la cara contra la mía. Olía a whisky y a aros de cebolla.

—Conseguirás… Conseguirás… —tartamudeé—. Mira, olvídalo.

Él me empujó con las dos manos. Aunque suelo decirles a las chicas que mido un metro setenta, de hecho mido un metro sesenta y cinco. De ahí que mi cabeza apenas le llegara a la altura de sus hombros.

—¡Basta ya! —exclamó su esposa. Después se volvió hacia nosotros—. Está borracho —nos dijo—. Lo siento. Se pone así cuando bebe.

—¿Cómo? —pregunté yo—. ¿Violento?

Ella sonrió con tristeza.

—Hacéis una buena pareja —seguí diciendo yo. No había duda de que mi intento por desarmarlo había fracasado, pues era él quien estaba apunto de desarmarme a mí. De hecho, su rostro rojo y ebrio estaba a cinco centímetros de mi cara, gritando algo sobre romperme no sé qué.

—Ha sido un placer conoceros —conseguí decir al tiempo que retrocedía lentamente.

—Recuérdame que te enseñe cómo hay que tratar a un MAG —dijo Grimble de camino al coche.

—¿A un MAG?

—Sí, al macho alfa del grupo.

—Ah. Ya entiendo.

CAPÍTULO 9

Cuatro días después, el sábado por la tarde, mientras veía los vídeos que me había dejado Grimble, él me llamó con buenas noticias. Había quedado con su ala, Twotimer, y con Ross Jeffries en el California Pizza Kitchen. Después iban a ir al museo Getty, y yo estaba invitado a acompañarlos.

Llegué quince minutos antes de la hora, elegí un reservado y estuve leyendo unos mensajes que había bajado de un foro de Internet. Twotimer llevaba tanta gomina que su pelo tenía la textura de una enredadera de regaliz, y llevaba una chaqueta negra de cuero que, junto a la gomina, le daba el aspecto de una serpiente. Su cara, redonda en infantil, lo hacía parecer un clon de Grimble al que alguien había inflado con una bomba de bicicleta.

Me levanté al verlos llegar, pero Ross Jeffries me interrumpió antes de que pudiera presentarme; desde luego, no era la persona más educada que había conocido. Llevaba un abrigo largo de lana que flotaba libremente alrededor de sus piernas al andar. Era delgado y desgarbado. Tenía la piel grasa y una barba canosa de dos días. Su cabello, ralo, recordaba una fregona por sus cortos y descuidados mechones de color ceniza, y el gancho que tenía por nariz era tan pronunciado que le hubiera valido para colgar el abrigo.

—Dime, ¿qué has aprendido de Mystery? —me preguntó con una risita desdeñosa.

—Muchas cosas —le dije yo.

—¿Cómo qué?

—Bueno, para empezar, antes nunca sabía cuándo le gustaba a una chica.

Ahora sé que hay maneras de saberlo.

—¿Sí? ¿Cómo cuál?

—Como recibir tres indicadores de interés.

—¿Puedes decirme tres IDI?

—Que la chica te pregunte cómo te llamas.

—Sí, ése es uno.

—Cogerle la mano y que ella te la apriete.

—Dos.

—Y… La verdad es que ahora no se me ocurre otro.

—¡Lo ves! Entonces no debe de ser tan buen profesor, ¿no?

—Sí que lo es —protesté yo.

—Entonces, dime el tercer IDI.

—Ahora no me acuerdo. —Me sentía como un animal acorralado.

—Caso cerrado —dijo él.

Una camarera bajita y un poco regordeta con las uñas pintadas de azul y el cabello de un color castaño arenoso se acercó a la mesa. Ross la miró y me guiñó un ojo.

—Éstos son mis alumnos —le dijo a la camarera—. Yo soy su gurú.

—¿De verdad? —dijo ella con fingido interés.

—¿Me creerías si te dijera que enseño a la gente a usar el control mental para atraer a la persona que desean?

—¡Venga ya!

—Te aseguro que es verdad. Podría hacer que te enamorases de cualquiera de nosotros ahora mismo.

—¿Cómo? ¿Con control mental?

Aunque ella desconfiaba, era evidente que Ross había conseguido despertar su curiosidad.

—Déjame que te pregunte algo. ¿Cómo sabes cuándo alguien te gusta de verdad? O, dicho de otra manera, ¿qué señales recibes de ti misma, desde tu interior, diciéndote que… —y, en ese momento, bajó la voz, pronunciando cada palabra con extrema lentitud— ese… chico… realmente… te… atrae… mucho?

Después supe que el propósito de aquella pregunta era hacer que la camarera experimentase, en presencia de Ross, el deseo que va unido a la atracción, asociando así esa emoción con el rostro de Ross.

Ella permaneció unos instantes en silencio, pensando.

—Supongo que noto algo raro en el estómago, una especie de cosquillas.

Ross se llevó la mano al estómago, con la palma hacia arriba.

—Entiendo —dijo—. Y supongo que cuanto más te atraiga, más te subirán las cosquillas. —Lentamente fue subiendo la mano, hasta llegar a la altura del corazón—. Te subirán hasta hacerte sonrojar; como ahora mismo.

Twotimer se inclinó hacia mí.

—Eso es el
anclaje
—me susurró—. Consiste en asociar una emoción física, como el deseo sexual, a un gesto. Ahora, cada vez que Ross levante la mano, como acaba de hacerlo, ella se sentirá atraída hacia él.

Bastaron unos minutos más de hipnótico coqueteo para que la mirada de la camarera empezara a enturbiarse. Y Ross aprovechó la oportunidad par jugar de manera inmisericorde con ella. Subía y bajaba la mano, como si de un ascensor se tratara, desde el estómago hasta el corazón, sonriendo al ver cómo ella se sonrojaba una y otra vez. A esas alturas, la camarera había olvidado sus platos, que se balanceaban precariamente sobre su mano.

—¿Te sentiste atraída inmediatamente por tu novio? —le preguntó Ross al tiempo que hacía chasquear los dedos para liberarla de su trance—. ¿O tardó en surgir el deseo?

—Bueno, la verdad es que hemos cortado —dijo ella—. Pero sí, tardó en surgir. Al principio sólo éramos amigos.

—¿No te parece que es mejor sentir el deseo desde el primer momento? —Volvió a levantar la mano y la mirada de la camarera volvió a enturbiarse. Después Ross se señaló a sí mismo en lo que supuse que sería otro truco de
PNL
encaminado a hacerle pensar que él era el hombre que le hacía sentir ese deseo—. ¿Verdad que es increíble cuando ocurre eso?

—Sí —dijo ella, ignorando por completo al resto de los comensales.

—¿Qué le pasaba a tu novio?

—Es demasiado inmaduro.

Ross aprovechó la oportunidad.

—Deberías salir con hombres de más edad —sugirió.

—Yo estaba pensando lo mismo —repuso ella con una risita—. Debería salir con hombres como tú.

—Y seguro que, cuando te acercaste a la mesa, ni se te pasó por la cabeza que podrías sentirte atraída por mí.

—Desde luego que no —dijo ella—. No eres el tipo de hombre por el que suelo sentirme atraída.

Ross le propuso que se vieran otro día, fuera del trabajo, y ella le ofreció inmediatamente su número de teléfono. Aunque la
técnica
de Ross Jeffries no se pareciera en nada a la de Mystery, parecía funcionar igual de bien.

—Creo que el resto de tus comensales deben de estar impacientándose —dijo Ross con una sonora carcajada, al tiempo que volvía a levantar la mano—. Pero, antes de que te vayas, quiero proponerte una cosa. ¿Por qué no cogemos todas esas buenas sensaciones que tienes ahora y las metemos en este sobrecito de azúcar? —Cogió un sobre de azúcar y lo frotó contra su mano levantada—. Así te acompañarán todo el día.

Le ofreció el sobre de azúcar. Ella se lo guardó en el mandil y se alejó, roja como una remolacha.

—Lo que acabas de ver es un ejemplo de
anclaje
condimentado —me explicó Grimble—. Incluso cuando Ross se haya ido, el sobre de azúcar permitirá que la camarera reviva las emociones que ha experimentado con él.

Antes de salir del restaurante, Ross repitió exactamente la misma rutina con la encargada con idénticos resultados. Las dos mujeres tenían menos de treinta años; Ross ya hacía varios años que había cumplido los cuarenta. Yo estaba impresionado.

Nos apretamos en el Saab de Ross para ir al Getty.

—Todo lo que puedas conseguir de una mujer (atracción, deseo, fascinación) no es más que un proceso interno que tiene lugar entre su cuerpo y su mente —me explicó Ross mientras conducía—. Y lo único que necesitas para evocar ese proceso son las preguntas que le hagan profundizar en su cuerpo y en su mente, haciendo que ella experimente esa sensación de atracción o de deseo al contestar a tu pregunta.

Entonces, ella relacionará esas sensaciones contigo.

Twotimer, que estaba sentado a mi lado en el asiento de atrás, se volvió hacia mí y me observó en silencio.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó finalmente.

—Ha sido increíble —dije yo.

—No, ha sido malvado —me corrigió él, al tiempo que sus labios dibujaban una sonrisa.

Cuando paramos delante del Getty, Twotimer se volvió hacia Ross.

—He cambiado el orden de algunos de los pasos de la secuencia del hombre de octubre —le dijo—. Me gustaría saber qué te parece.

—Te das cuenta de lo que acabas de hacer, ¿verdad? —le dijo Ross, al tiempo que lo señalaba con un dedo a la altura del pecho. Estaba realizando un nuevo
anclaje
, intentando asociar la noción de equivocación con el
patrón
prohibido—. Si no enseño ese
patrón
en los seminarios es por algo.

—¿Por qué? —preguntó Twotimer.

—Porque es como darle dinamita a un niño —contestó Ross.

Twotimer sonrió. Yo sabía exactamente lo que estaba pensando, pues, en mi mente, la palabra malvado ya estaba anclada a su sonrisa.

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