Tal como yo lo veía, se me había concedido una segunda oportunidad a través de Jeremie Ruby-Strauss y de Internet; todavía estaba a tiempo de convertirme en Dustin, de convertirme en el tipo de hombre que toda mujer desea, no en el que dice que desea, sino en el que realmente desea en lo más profundo de su ser, más allá de las convenciones sociales, en el lugar donde habitan sus fantasías.
Pero no podía hacerlo solo. Hablar con otros hombres en Internet no bastaría para acabar con toda una vida de fracasos. Debía conocer a las personas que había tras los nombres que aparecían en la pantalla del ordenador, ver cómo actuaban, descubrir quiénes eran realmente y cuáles eran sus motivaciones. Tenía que encontrar a los mejores seductores del mundo y conseguir que me dieran cobijo bajo sus alas; a partir de ese momento, ésa sería mi misión, mi ocupación a tiempo completo, mi obsesión.
Y así comenzaron los dos años más extraños de mi vida.
El primer problema, para todos nosotros, tanto hombres como mujeres, no es aprender, sino desprendernos de lo aprendido.
GLORIA STEINEM, discurso
de graduación, Vassar College
Saqué quinientos dólares del banco y los metí en un sobre en el que había escrito el nombre de Mystery. La verdad es que no fue el momento de mi vida del que me siento más orgulloso.
Y, aun así, llevaba cuatro días preparándome. Me había gastado doscientos dólares en ropa en Fred Segal, me había pasado una tarde entera buscando la colonia perfecta y me había gastado setenta y cinco dólares en un corte de pelo al mejor estilo de Hollywood. Quería tener buen aspecto; al fin y al cabo, iba a conocer a uno de los más importantes maestros de la seducción de la Comunidad.
Se llamaba Mystery, o al menos ése era el nombre que usaba en Internet. Era uno de los miembros más admirados de la Comunidad, un maestro de la seducción que proporcionaba largas y detalladas claves para manipular encuentros sociales con el fin de atraer a las mujeres. En Internet podían leerse detalladas crónicas de sus noches en Toronto, seduciendo a modelos y bailarinas de striptease. Eran narraciones llenas de términos de su propia invención:
negas
de francotirador,
negas
de escopeta, teoría de grupo, indicadores de interés, peonear; todos ellos términos que habían acabado por convertirse en parte esencial del léxico de cualquier maestro de la seducción. Durante cuatro años, Mystery había ofrecido sus consejos gratis en foros de seducción. Hasta que, un día, decidió ponerles precio a sus consejos y colgó el siguiente texto en Internet:
Dadas las numerosas peticiones, Mystery va a ofrecer talleres de adiestramiento básico en varias ciudades del mundo. El primer taller tendrá lugar en Los Ángeles. Empezará el miércoles, 10 de octubre, por la tarde y se prolongará hasta la noche del sábado. La matrícula, cuyo importe es de quinientos dólares, incluirá el acceso a los locales nocturnos, transporte en limusina (no está mal, ¿verdad?), clases teóricas de una hora cada tarde, tres horas y media de clases prácticas (en dos locales nocturnos diferentes cada noche) y media hora de repaso teórico. Al acabar el adiestramiento básico, cada alumno habrá abordado aproximadamente a cincuenta mujeres.
La decisión de apuntarse a un taller para aprender a ligar no resulta nada fácil, pues antes es necesario que reconozcas tu fracaso, tu inferioridad, tu torpeza; tienes que afrontar el hecho de que, después de todos estos años de actividad sexual (o al menos de capacidad sexual), realmente sigues sin entender a las mujeres. Aquellos que piden ayuda suelen ser aquellos que han fracasado; igual que los drogadictos van a centros de rehabilitación y los alcohólicos recurren a Alcohólicos Anónimos, los incapaces sociales van a talleres para aprender a ligar.
De ahí que pueda decir que mandarle el correo electrónico a Mystery fue una de las cosas más difíciles que había hecho en toda mi vida. Si alguien —un amigo, algún miembro de mi familia, algún compañero de trabajo o, todavía peor, mi única ex novia en Los Ángeles— llegaba a enterarse de que estaba pagando para que me enseñaran a ligar, las burlas de las que sería objeto no tendrían ni límite ni piedad. Así que lo mantuve en secreto, inventándome la excusa de que iba a pasar el fin de semana con un amigo que vivía fuera de la ciudad.
Había decidido que mantendría separadas mis dos vidas.
En el correo electrónico que le escribí a Mystery no mencionaba ni mi apellido ni mi profesión. Si me preguntaba, le diría sencillamente que me dedicaba a escribir, sin entrar en más detalles. Quería adentrarme en esa subcultura de forma anónima, sin que el hecho de que fuese periodista supusiera ni una ventaja ni un factor añadido de presión.
Y, aun así, todavía debía enfrentarme a mi propia conciencia, pues se trataba, sin ningún género de dudas, de la cosa más patética que había hecho en toda mi vida. Y no sólo eso, sino que, además, era algo que iba a hacer en público; y eso era muy distinto de masturbarme en la ducha. No, en esta ocasión, Mystery y los demás estudiantes serían testigos de mi incapacidad, de mi torpeza.
Dos son los instintos primarios masculinos de un hombre durante los primeros años de su vida: el deseo de triunfar, de tener éxito, de obtener poder, y el anhelo sexual, de amor y compañía. Así pues, la mitad de mi vida era un fracaso, y al presentarme ante Mystery estaba reconociendo que sólo era un hombre a medias.
Una semana después entré en el vestíbulo del hotel Hollywood Roosevelt. Llevaba puestos un jersey azul de una lana tan fina y tan suave que parecía algodón, pantalones negros con unas finas cintas de seda negra en los laterales y unos zapatos que me hacían unos cinco centímetros más alto. En los bolsillos llevaba el material que Mystery había insistido en que ningún estudiante debía olvidar: un bolígrafo, un pequeño cuaderno, un paquete de chicles y condones.
Vi a Mystery en cuanto entré. Estaba sentado como un rey en una butaca de estilo victoriano, con una gran sonrisa en los labios; como si acabara de levantar mas pesas que nadie en el gimnasio. Llevaba un traje informal, entre negro y azul, y las uñas pintadas de negro. Un afilado piercing de metal colgaba de su labio. No era un hombre necesariamente atractivo, pero desde luego resultaba carismático. Era alto y delgado y tenía una larga melena castaña, los pómulos marcados y una extrema palidez. Parecía un empollón a medio camino de su transformación tras ser mordido por un vampiro.
Lo acompañaba un personaje de menor estatura y mirada intensa que se presentó como Sin
[1]
, la mano derecha de Mystery. Llevaba una ajustada camisa negra de cuello muy ceñido y se había engominado y peinado el pelo, teñido de negro azabache, hacia atrás. Por el color de su tez, supuse que en realidad debía de ser pelirrojo.
Yo era el primer estudiante en llegar.
—¿Qué puntuación tienes? —me preguntó Sin, inclinándose hacia mí mientras yo me sentaba. Acababa de llegar y ya me estaban midiendo, intentando averiguar si yo tenía eso que llamaban juego.
—¿Puntuación? No te entiendo.
—¿Con cuántas chicas has estado?
—No sé… Unas siete —respondí.
—¿Unas siete? —me presionó Sin.
—Seis —confesé yo.
Sin tenía una puntuación de unas sesenta y Mystery había estado con cientos de mujeres. Los observé con abierta admiración; ésos eran los maestros de la seducción cuyas hazañas había seguido con tanta avidez por Internet durante los últimos meses. Para mí, eran una especie aparte; tenían la píldora mágica, la solución a la inercia de frustración que había infectado a los grandes personajes literarios con los que yo me había sentido identificado toda mi vida; ya fuera Leopold Bloom, Alex Portnoy o el cerdito Piglet, de Winnie the Pooh.
Mientras esperábamos a los demás estudiantes, Mystery dejó caer un sobre lleno de fotos sobre mis rodillas.
—Éstas son algunas de las mujeres con las que me he acostado —me dijo. Las fotos eran una espectacular selección de hermosas mujeres: un primer plano del rostro de una actriz japonesa; una foto publicitaria autografiada de una castaña cuyo parecido con Liv Tyler resultaba asombroso; una brillante foto de la chica del año de la revista Penthouse; una instantánea de una stripper de pronunciadas curvas vestida tan sólo con un negligé a la que Mystery describió como su novia, Patricia, y la foto de una castaña con grandes pechos de silicona que Mystery chupaba sin ningún recato en una discoteca. Ésas eran sus credenciales.
—No le miré las tetas en toda la noche. Así fue cómo conseguí meterme entre ellas —me explicó cuando le pregunté por la última foto—. Un maestro de la seducción tiene que ser siempre la excepción a la regla. Nunca hagas lo que hacen los demás. Nunca.
Yo lo escuché con atención. Quería asegurarme de que cada una de sus palabras quedaba grabada en mi cerebro. Ésa era una ocasión especial; el otro maestro seductor que ofrecía talleres era Ross Jeffries, de quien podía decirse que había fundado la Comunidad a finales de la década de los ochenta. Pero hoy, por primera vez, los aspirantes a maestros de la seducción íbamos a abandonar la seguridad del ordenador; íbamos a salir a todo tipo de locales nocturnos, donde seríamos aleccionados en vivo sobre nuestros torpes intentos de seducción.
Al cabo de unos minutos llegó un segundo estudiante, que se presentó como Extramask
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. Se trataba de un chico alto y delgado de unos veinticinco años con un corte de pelo estilo tazón, mirada traviesa, ropa demasiado holgada y unos rasgos faciales apuestamente cincelados. Con otro corte de pelo y otra ropa podría haber sido un chico realmente apuesto.
Cuando Sin le preguntó por su puntuación, Extramask se rascó la cabeza con incomodidad.
—No tengo ninguna experiencia con chicas —explicó—. Ni siquiera he besado a una.
—Nos estás tomando el pelo ¿no? —le dijo Sin.
—Ni siquiera he cogido a una chica de la mano. Crecí en un ambiente muy protegido. Mis padres eran católicos muy estrictos y todo lo relacionado con las chicas me ha hecho sentir siempre muy culpable. Pero he tenido tres novias —continuó diciendo.
Bajó la mirada y se frotó las rodillas, trazando círculos con nerviosismo, al tiempo que decía sus nombres; aunque nadie se lo había pedido. Primero conoció a Mitzelle, que cortó con él a los siete días. Después estuvo Claire, que le dijo que había cometido un error a los dos días de salir con él.
—Y, por último, Carolina; mi dulce Carolina —dijo Extramask, al tiempo que sus labios dibujaban una sonrisa soñadora—. Estuvimos juntos un día. Al día siguiente vino andando a mi casa con una amiga. Yo me alegré tanto de volver a verla. «Quiero que cortemos», me gritó cuando me acerqué a ella.
Al parecer, todas esas relaciones tuvieron lugar en sexto de primaria. Extramask agitó la cabeza con tristeza. Yo me pregunté si se daría cuenta de lo graciosa que resultaba su historia.
El próximo en llegar fue un hombre de unos cuarenta años, moreno y con poco pelo, que había viajado desde Australia exclusivamente para asistir al taller de Mystery. Lucía un Rolex de diez mil dólares en la muñeca, tenía un acento encantador y llevaba uno de los jerséis más feos que yo había visto en mi vida; una gruesa monstruosidad tejida con finos cables de plástico de colores que parecía consecuencia de un accidente artístico. Apestaba a dinero. Y, aun así, en cuanto abrió la boca para dar su puntuación (cinco) entendimos cuál era el problema. La voz le temblaba; no era capaz de mirar a nadie a los ojos. Además, había algo patético e infantil en su manera de comportarse. Al igual que su jersey, su aspecto era algo accidental que nada tenía que ver con su verdadera naturaleza.
Se mostró reacio a compartir siquiera su nombre de pila, por lo que Mystery lo bautizó como Sweater
[3]
.
Extramask, Sweater y yo éramos los únicos que nos habíamos apuntado al taller.
—Está bien —dijo Mystery al tiempo que daba una palmada—. Tenemos mucho que hacer. —Se acercó un poco más a nosotros, para que nadie más pudiera oírlo en el vestíbulo—. Mi trabajo consiste en que consigáis entrar en el juego; convertiros en maestros de la seducción —continuó diciendo al tiempo que sus ojos se clavaban sucesivamente en cada uno de nosotros—. Tengo que conseguir que lo que guardo en mi cabeza pase a las vuestras. Para empezar, quiero que imaginéis esta noche como si fuese algo virtual. Nada es real. Cada vez que hagáis una aproximación, será como si lo estuvierais haciendo con un videojuego.
El corazón empezó a latirme con violencia. La idea de intentar entablar una conversación con una desconocida bastaba para paralizarme, especialmente con aquellos cuatro tipos observándome, juzgando cada uno de mis movimientos. Comparado con esto, el puenting y el paracaidismo eran un juego de niños.
—Si no controláis vuestras emociones, lo más normal es que éstas se interpongan en vuestro camino —continuó diciendo Mystery—. Vuestras emociones están ahí para intentar confundiros, así que tenéis que saber que no podéis confiar en ellas. En ocasiones sentiréis vergüenza. Os sentiréis cohibidos. Y tendréis que aprender a enfrentaros a esos sentimientos como si fuesen una china en un zapato. Aunque resulte incómoda, basta con ignorar su presencia; esos sentimientos no forman parte de la ecuación.
Yo miré a mi alrededor. Extramask y Sweater parecían sentirse tan incómodos como yo.
—Tengo cuatro días para enseñaros la secuencia de pasos que necesitáis seguir para triunfar —continuó diciendo Mystery—. Tendréis que jugar la misma partida una y otra vez. Para triunfar, primero debéis aprender de los fracasos.
Mystery pidió un Sprite y cinco rodajas de limón. Después empezó a contar su historia. Su tono de voz era tranquilo y sonoro; modulado, según él, imitando el del popular orador Anthony Robbins
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. Todo en Mystery parecía el resultado de una imitación consciente y ensayada.
Desde que, a los once años, averiguó el secreto de un truco de naipes, Mystery había querido convertirse en un mago famoso, como David Copperfield. Pasó años estudiando y practicando sus habilidades en fiestas de empresa, cumpleaños, e incluso en algunos programas de televisión. Pero todo ello afectó negativamente su vida social y, al cumplir los veinte años sin haberse acostado con ninguna mujer, decidió que había llegado el momento de hacer algo al respecto.