—La mente de las mujeres es uno de los mayores enigmas del mundo —nos dijo Mystery—. Y, cuando cumplí veinte años, decidí resolver ese misterio.
Para hacerlo, todas las tardes había cogido un autobús hasta el centro de Toronto para ir a bares, a tiendas de ropa, a restaurantes y a cafés. Al desconocer la existencia de la Comunidad y de los maestros de la seducción, se había visto obligado a trabajar solo, recurriendo a la habilidad que mejor dominaba: la magia. Había ido al centro de la ciudad decenas de veces antes de conseguir reunir el valor suficiente como para abordar a una desconocida. A partir de ese momento, se había enfrentado una y otra vez al fracaso, al rechazo y la vergüenza, al tiempo que, pieza a pieza, había conseguido descifrar el juego, el rompecabezas de las dinámicas y los convencionalismos sociales que subyacen en toda relación entre un hombre y una mujer.
—Tardé diez años en descubrir el formato básico —nos dijo—. Yo lo llamo
EAAC
: encuentra, aborda, atrae y cierra. Es un juego lineal, aunque haya mucha gente que no lo sepa.
Durante la siguiente media hora, Mystery nos habló de lo que él denominaba teoría de grupo.
—He repetido los pasos un millón de veces —declaró—. Nunca hay que abordar a una chica cuando está sola; entre otras muchas razones, porque las mujeres guapas casi nunca están solas.
A continuación nos dijo que, al acercarse a un grupo, la clave estaba en ignorar a la mujer que se desea y ganarse a quienes la acompañan; especialmente a los hombres que haya en el grupo. Si la mujer es atractiva, estará acostumbrada a que los hombres caigan a sus pies, así que, para llamar su atención, un maestro de la seducción aparentará indiferencia. Esto se lograba mediante lo que Mystery llamaba un
nega
.
Ni insulto ni elogio, un
nega
es algo intermedio, algo así como un insulto accidental o un elogio envenenado. El propósito de un
nega
consiste en hacer disminuir la autoestima de una mujer demostrando falta de interés hacia ella de forma activa; por ejemplo, diciéndole que tiene los dientes manchados de barra de labios u ofreciéndole un chicle cuando ella empieza a hablar.
—Yo nunca ignoro a las mujeres feas —nos contó Mystery con los ojos brillantes a causa de su absoluta confianza en su método—. Tampoco discrimino a los hombres. Sólo ignoro a las mujeres con las que quiero acostarme. Y si no me creéis, esperad y ya lo veréis esta noche. Esta noche empezaremos con los ejercicios prácticos. Primero, os demostraré lo que tenéis que hacer, y después seréis vosotros quienes intentaréis entrar en el juego. Si hacéis lo que os digo, mañana tan sólo os harán falta quince minutos para besar a una chica.
Mystery se volvió hacia Extramask.
—Dime los cinco rasgos característicos de un macho alfa.
—¿Confianza en sí mismo?
—Muy bien. ¿Qué mas?
—¿Fuerza?
—No.
—¿Olor corporal?
Mystery se volvió hacia Sweater y, después, hacia mí. Pero nosotros tampoco sabíamos la respuesta.
—Lo primero que caracteriza a un macho alfa es la sonrisa —dijo Mystery—, una sonrisa radiante. Debéis sonreír siempre que entréis en un espacio nuevo. Sonriendo transmitiréis la sensación de que domináis la situación, de que sois divertidos y de que sois alguien.
Hizo un gesto en dirección a Sweater.
—Cuando has entrado no has sonreído; ni siquiera has sonreído al saludarnos.
—Nunca lo hago —repuso Sweater—. Sonreír es de tontos.
—Si sigues haciendo lo que has hecho siempre, ligarás tanto como hasta ahora. Se llama el método de Mystery porque yo me llamo Mystery y porque éste es mi método. Lo que te pido es que, durante los próximos cuatro días, hagas caso de lo que yo te diga y te abras a nuevas posibilidades. Si lo haces, te aseguro que notarás la diferencia.
Mystery nos enseñó que, además de la seguridad en uno mismo y de una radiante sonrisa, los rasgos característicos de un macho alfa eran un aspecto cuidado, el sentido del humor, la sociabilidad y la capacidad de convertirse en el centro de atención. Nadie se molestó en decirle a Mystery que, de hecho, eran seis rasgos y no cinco.
Mientras escuchaba cómo Mystery seguía diseccionando a los machos alfa, caí en algo en lo que nunca había pensado: si Sweater, Extramask y yo estábamos allí era porque nuestros padres y nuestros amigos nos habían fallado; no nos habían proporcionado las herramientas que necesitábamos para convertirnos en criaturas sociales eficaces. Ahora, décadas después, había llegado el momento de adquirir esas herramientas.
Mystery rodeó la mesa mirándonos fijamente a cada uno. —¿Qué tipo de mujeres te gustan? ¿Cuáles son tus
objetivos
? —le preguntó a Sweater.
Sweater se sacó un trozo de papel cuidadosamente doblado del bolsillo. —Anoche escribí una lista de
objetivos
—dijo al tiempo que abría el papel, en el que podían verse cuatro columnas numeradas—. Mi primer
objetivo
es encontrar a una mujer con la que casarme. Tiene que ser lo suficientemente inteligente como para valérselas por sí misma en cualquier conversación, y debe tener suficiente estilo y ser lo suficientemente hermosa como para que la gente se vuelva a mirarla cuando entre en una sala.
—¿Te has mirado últimamente al espejo? —le preguntó entonces Mystery—. Tu aspecto, en el mejor de los casos, es del montón. Muchos hombres creen que si adoptan una imagen neutra podrán seducir a todo tipo de mujeres. Pues no es verdad. Hay que especializarse. Con un aspecto del montón sólo te vas a juntar con mujeres del montón. Esos pantalones de pinzas están bien para ir al trabajo, pero no valen para salir de noche. Y ese jersey que llevas… Quémalo. Tienes que estar por encima de los demás. Si quieres a una mujer diez tiene que aprender la teoría del pavoneo.
A Mystery le encantaban las teorías. Según la teoría del pavoneo, para atraer a la hembra más deseable es necesario destacar entre los demás. Según Mystery, en el caso de los humanos, el equivalente a las vistosas plumas de la cola abierta de un pavo son una camisa con brillo, un sombrero llamativo y joyas que reluzcan en la oscuridad; básicamente, todo aquello que yo había tachado siempre de hortera.
Cuando llegó mi turno, Mystery me obsequió con una larga lista de sugerencias: que me deshiciera de las gafas, que me recortara la perilla, que me afeitara la cabeza, que vistiese de forma más vistosa, que me comprara pulseras y cadenas y, en general, que me pusiera las pilas.
Yo apunté cada palabra. Estaba ante una persona que pasaba cada segundo de su vida pensando en ligar; como un científico loco que busca la fórmula de un combustible que no responda a las leyes de la gravedad. Tenía archivadas en su ordenador más de dos mil quinientas páginas sobre el arte de la seducción.
—Tengo una
frase de entrada
para ti —me dijo. (Una
frase de entrada
es un guión preparado de antemano para entablar una conversación con un grupo de desconocidos; es lo primero con lo que debe contar cualquiera que desee abordar a una mujer)—. Cuando veas a un
objetivo
entre un grupo de amigos, acércate y di: «Parece que la fiesta se ha acabado». Después, vuélvete hacia la chica que te interesa y dile: «Si no fuera gay, te aseguro que serías mía».
La sola idea bastó para hacer que me ardieran las mejillas.
—¿Lo dices en serio? —pregunté—. No veo cómo iba a ayudarme eso.
—Una vez que ella se sienta atraída por ti, da igual lo que puedas haber dicho antes.
—Pero estaría mintiendo.
—Eso no es mentir. Se llama ligar.
A continuación, Mystery nos ofreció otras posibles frases de entrada; preguntas inocentes, y al mismo tiempo intrigantes, como: «¿Crees en la magia?». o «Dios mío, ¿has visto a esas dos chicas peleándose fuera?». No eran frases espectaculares. Tampoco eran sofisticadas. Tan sólo eran una manera de entablar una conversación.
Según nos explicó Mystery, el
objetivo
de su método consistía en ser detectado por el radar de la chica.
—No abordéis nunca a una mujer con proposiciones sexuales. Primero conocedla y después dejad que sea ella quien luche por conseguir vuestra atención. Un
TTF
ataca inmediatamente —declaró al tiempo que empezaba a caminar hacia la puerta del vestíbulo—. Un profesional espera entre ocho y diez minutos antes de abordar a la chica.
Armados con nuestros
negas
, nuestra teoría de grupo y nuestras frases de entrada, estábamos listos para la noche.
Subimos a la limusina, que nos llevó al Standard Lounge, una discoteca de moda en la planta baja de un hotel, cuya entrada estaba protegida por un portero y una cadena forrada de terciopelo. Fue allí donde Mystery hizo trizas todas mis ideas preconcebidas sobre las relaciones humanas. Los límites que siempre le había supuesto a la interacción entre seres humanos fueron ampliados hasta alcanzar límites insospechables para mí; aquel hombre era una máquina.
El Standard Lounge estaba muerto cuando entramos. Habíamos llegado demasiado pronto. Tan sólo había dos grupos de personas: una pareja cerca de la entrada y cuatro personas en una esquina. Yo estaba listo para darme la vuelta y volver a salir del local cuando vi a Mystery acercarse al grupo de la esquina. Dos hombres se sentaban en un sofá, separados de dos mujeres por una pequeña mesa de cristal. Uno de los hombres era Scott Baio, el actor que debe su fama al papel interpretado en la comedia televisiva «Happy Days». Una de las chicas era castaña. La otra, una rubia de bote, parecía salida de una página de la revista
Maxim
: sus dos pechos operados levantaban una pequeña camiseta blanca, dejando que la parte inferior de la tela flotara en el aire, justo encima de una tripa endurecida por fatigosas sesiones de gimnasio. Era la cita de Scott Baio, pero, también, era el
objetivo
de Mystery. Me di cuenta al ver que no hablaba con ella. Al contrario, Mystery le daba la espalda mientras le enseñaba algo a Scott Baio y a su amigo, un hombre moreno y bien vestido de unos treinta y cinco años que, por su aspecto, supuse que olería a after shave. Decidí acercarme un poco.
—Ten cuidado con eso —le oí decir a Baio—. Me ha costado cuarenta mil dólares.
Mystery, que tenía el reloj de Baio en la mano, lo colocó cuidadosamente sobre la mesa.
—Ahora mirad esto —les ordenó—. Endurezco los músculos del estómago, aumentando el flujo de oxígeno que llega a mi cerebro y…
Movió las manos sobre el reloj hasta que el segundero se detuvo. Esperó quince segundos, volvió a moverlas y las manecillas del reloj volvieron a latir; al igual que el corazón de Baio. Todos aplaudieron con entusiasmo.
—¡Haz otro truco! —le pidió la rubia.
Mystery se deshizo de ella con un
nega
.
—¡Qué exigente! —dijo, volviéndose hacia Baio—. ¿Se comporta siempre así? Mystery nos estaba obsequiando con un ejemplo práctico de su teoría de grupo. Cuanto más insistía en ignorarla, más clamaba por su atención la rubia.
—No suelo salir de noche —le oí decir a Baio—. Es algo que ya tengo superado. Además, ya estoy viejo para salir de noche.
Estaban a punto de cumplirse los diez minutos de rigor cuando finalmente Mystery se dirigió a la rubia. Extendió los brazos y, en cuanto ella apoyó las manos sobre las suyas, empezó a leerle el pensamiento. Estaba empleando una
técnica
sobre la que yo ya había oído hablar. Se llamaba lectura en frío y consistía en decir generalidades sobre alguien sin ningún conocimiento previo de su vida. En el campo de batalla, cualquier conocimiento —por esotérico que sea— puede convertirse en una ventaja.
Con cada nueva afirmación de Mystery, la rubia abría más la boca, hasta que fue ella quien empezó a preguntarle a él por su trabajo y por sus habilidades psíquicas. Las respuestas de Mystery hacían hincapié en su juventud y su entusiasmo, en su gusto por esa buna vida que Baio decía haber dejado atrás.
—Me siento tan viejo —comentó Mystery, tendiendo el anzuelo.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintisiete.
—Eso no es ser viejo —protestó ella—. Veintisiete años es la edad perfecta.
Misión cumplida.
Mystery me pidió que me acercara con un gesto de la mano. Al hacerlo, me susurró al oído que hablara con Baio y con su amigo. Quería que los mantuviera ocupados mientras él se le insinuaba a la chica. Ésa fue la primera vez que hice de ala, un término que Mystery había copiado de
Top gun
, al igual que
objetivo
y
obstáculo
.
Lo hice lo mejor que pude, pero Baio no dejaba de mirar a Mystery y a su cita. —Que alguien me diga que estoy viendo visiones —dijo finalmente con nerviosismo—. Porque me da la sensación de que ese mago está intentando robarme a la chica.
Diez largos minutos después, Mystery se levantó, me rodeó los hombros con el brazo y salimos del local. Una vez en la calle, se sacó una servilleta de papel del bolsillo de la americana; era el número de teléfono de la rubia.
—¿Te has fijado en ella? —me preguntó Mystery—. Es por chicas como ella por lo que estoy metido en el juego. Esta noche he usado todos los trucos que he aprendido durante la última década. Y han funcionado a la perfección. —Mystery estaba radiante; emanaba satisfacción—. ¿Qué te ha parecido la demostración?
Mystery acababa de robarle la chica a un famoso y lo había hecho delante de sus propias narices; así de sencillo. Ésa era una gesta que ni siquiera Dustin hubiera sido capaz de lograr. Desde luego, Mystery era el número uno.
Mientras la limusina nos llevaba al Key Club, Mystery nos enseñó el primer mandamiento de la seducción: la
regla de los tres segundos
. Tras localizar al
objetivo
, un hombre dispone de tres segundos para abordarlo. Si tarda más, la chica probablemente pensará que es un pesado que lleva mirándola demasiado tiempo y, además, el hombre empezará a ponerse nervioso, le dará demasiadas vueltas a su
técnica
de aproximación y acabará por estropearlo todo.
Y Mystery puso en práctica la
regla de los tres segundos
en cuanto entramos en el Key Club. Se acercó a un grupo de mujeres, extendió las manos y preguntó:
—¿Qué os parecen? No las manos, que ya sé que son demasiado grandes; hablo de las uñas pintadas de negro.
Mientras las chicas formaban un círculo a su alrededor, Sin me separó de los demás y me sugirió que me diera una vuelta por el local e intentase mi primera aproximación. Yo traté de decirle algo a un grupo de chicas que pasaba a nuestro lado, pero la palabra «hola» apenas si consiguió salir de mi garganta. Las seguí y le toqué el hombro a la más rezagada. La chica se dio la vuelta, sorprendida, y me miró como si yo fuese un error de la naturaleza; precisamente la razón por la que siempre me había dado miedo la idea de hablar con una desconocida.