—No abordes nunca a una mujer desde atrás —me recriminó Sin con su voz cavernosa—. Acércate siempre por delante, con un pequeño ángulo, para que el encuentro no resulte demasiado directo. Háblale por encima del hombro, como si fueses a marcharte en cualquier momento. ¿Te acuerdas de Robert Redford en
El hombre que susurraba a los caballos
? Es algo así.
Al cabo de unos minutos vi a una chica que parecía llevar alguna copa de más. Llevaba un chaleco de guata rosa y el pelo, largo y rubio, le caía despeinado sobre los hombros. Pensé que era la oportunidad perfecta para redimirme. Siguiendo el ángulo que dibujan las manecillas del reloj a las diez, caminé hasta situarme frente a ella. Imaginándome que me aproximaba a un caballo al que no quería asustar, le hablé casi en un susurro.
—¿Has visto a esas dos chicas peleándose ahí fuera? —le dije.
—No —contestó ella—. ¿Qué ha pasado?
Parecía interesada. Y me estaba hablando. Eso funcionaba.
—Eh… Dos chicas. Se estaban peleando por un tipo pequeñín que medía la mitad que ellas. Y él estaba ahí, riéndose sin hacer nada. Al final ha llegado la policía y las ha arrestado.
Ella se rió. Hablamos sobre la discoteca y sobre el grupo que tocaba esa noche. Era una chica muy agradable; de hecho, hasta parecía agradecer la conversación. Yo no podía creerlo. Nunca hubiera imaginado que abordar a una mujer pudiera resultar tan sencillo.
Sin se acercó lentamente a mí.
—Ahora, intenta un quine —me susurró al oído.
—No te entiendo. ¿Qué es un quine? —le pregunté.
—¿Quine? —dijo la chica.
Sin me cogió un brazo y lo colocó sobre el hombro de la chica.
—Un quine es un contacto físico —volvió a susurrarme al oído.
Al notar el calor de su cuerpo, recordé cuánto me agrada el contacto humano. A las mascotas les gusta que las acaricien; no hay nada libidinoso en que un perro o un gato te pida que lo acaricies. Y los seres humanos somos iguales. Necesitamos ese calor. Pero estamos tan obsesionados por el sexo que nos ponemos nerviosos y nos sentimos incómodos cuando alguien nos toca. Y, desgraciadamente, yo no soy ninguna excepción. Mientras hablábamos, yo no dejaba de pensar en mi mano, inmóvil, sobre su hombro. Era como una extremidad sin vida. Me imaginé a la chica preguntándose qué hacía esa mano sobre su hombro, buscando una manera elegante de deshacerse de ella. Así que le hice el favor de quitarla yo mismo.
—Aíslala —volvió a susurrarme Sin.
Le sugerí a la chica que nos sentásemos. Sin nos siguió y se sentó a nuestra espalda. Tal y como me habían enseñado, yo le pregunté a la chica qué cualidades le parecían más atractivas en un hombre. Ella me dijo que el sentido del humor y un buen culo.
Afortunadamente, yo poseo una de esas cualidades.
De repente, volví a notar el aliento de Sin en la oreja.
—Huélele el pelo —me dijo.
Yo le olí el cabello, aunque no acababa de entender por qué; supuse que Sin quería que utilizara un
nega
, así que le dije a la chica que el pelo le olía a humo.
—¡Noooo! —siseó Sin.
Al parecer, no era eso lo que tenía que hacer.
Ella parecía molesta. Volví a olerle el cabello, intentando recuperar el terreno perdido.
—Pero debajo noto un aroma embriagador.
Ella volvió la cabeza y frunció ligeramente el ceño al tiempo que me miraba fijamente.
—Eres un poco raro —me dijo tras un largo silencio.
Afortunadamente, en ese momento llegó Mystery.
—Este local está muerto —dijo—. Vamos a otro sitio con más marcha.
A ojos de Mystery y de Sin, aquellos locales nocturnos no parecían pertenecer al mundo real. Nos susurraban al oído mientras intentábamos hablar con una mujer, haciendo uso de todo tipo de términos de seducción, incluso nos interrumpían en pleno ejercicio para explicarnos lo que estábamos haciendo mal, como si eso fuese lo más normal del mundo. Su seguridad en sí mismos era tal y sus instrucciones estaban tan llenas de términos incomprensibles que las mujeres aceptaban su presencia con toda naturalidad, sin sospechar que estaban siendo utilizadas para adiestrar a los futuros maestros de la seducción.
Me despedí de mi nueva amiga tal y como Sin me había indicado que lo hiciera.
—¿Un beso de despedida? —le dije, señalándome una mejilla, y ella me besó en la otra. Me sentí muy alfa.
Antes de irnos, al entrar en el cuarto de baño, me encontré a Extramask de pie, enroscándose un mechón de pelo en un dedo.
—¿Pasa algo? —le pregunté.
—No… —me contestó él con nerviosismo—. Nada.
Permanecí unos instantes en silencio, interrogándolo con la mirada.
—¿Puedo decirte algo? —me preguntó él.
—Claro.
—Me cuesta mucho mear cuando hay alguien cerca de mí. Incluso cuando ya estoy meando… Si aparece alguien, me paro y me quedo ahí quieto, sin saber qué hacer. ¡Es una mierda!
—No tienes por qué ponerte nervioso —le dije yo—. Nadie te va a juzgar.
—Una vez, hará un año más o menos, un tío y yo estábamos intentando mear en dos urinarios pegados y ninguno de los dos lo conseguíamos. Estuvimos ahí quietos más de dos minutos. Hasta que, al final, yo me abroché la bragueta y me fui. Ahora que lo pienso —continuó diciendo tras un breve silencio—, el tío nunca me dio las gracias.
Yo asentí, me acerqué al urinario y descargué con una absoluta falta de pudor. En comparación con él, yo iba a ser un alumno fácil para Mystery.
Extramask todavía seguía en el mismo sitio cuando fui a lavarme las manos.
—Siempre me han gustado esos paneles que dividen los retretes en algunos servicios públicos —me dijo—, pero sólo los hay en los sitios caros.
Yo estaba exultante.
—¿Qué crees que habría hecho ella si hubiera intentado besarla? —le pregunté a Mystery en la limusina, de camino a la siguiente discoteca.
—Cuando te sorprendas a ti mismo preguntándote si deberías besarla es que ha llegado el momento de hacerlo —me contestó él—. Imagina que tu cabeza es una caja de cambios. Lo que tienes que hacer entonces es acelerar, cambiar de marcha. Por ejemplo, le dices a la chica que acabas de darte cuenta de que tiene una piel preciosa y le acaricias el hombro.
—Pero ¿cómo puedo estar seguro de que ha llegado ese momento?
—Lo que hago yo es buscar un IDI. Un IDI es un indicador de interés. Que te pregunte tu nombre es un IDI, que te pregunte si tienes pareja es un IDI. Que te apriete la mano cuando se la coges es un IDI. Y, en cuanto consigo tres IDI, cambio de marcha. Ni siquiera pienso en ello. Sencillamente lo hago, como si fuese un ordenador.
—Pero ¿cómo lo haces? ¿La besas directamente? —preguntó Sweater.
—Sencillamente, le pregunto si quiere darme un beso.
—Y, ¿entonces?
—Entonces, una de tres —dijo Mystery—. Si ella te dice que sí, la besas; aunque eso es algo que no suele ocurrir. Si ella duda o dice que no está segura, entonces tú le dices «pues averigüémoslo», y la besas. Y si te dice que no, le contestas que te alegras, porque no tenías intención de dejarle hacerlo; le dices que, sencillamente, te había dado la impresión de que quería besarte.
—¿Entiendes lo que digo? —sonrió Mystery—. No tienes nada que perder. Está todo estudiado. Nunca falla. Ésa es la táctica del final con beso de Mystery.
Yo me apresuré a apuntar cada palabra de la táctica de Mystery en mi cuaderno. Nadie me había explicado nunca cómo besar a una chica; era una de esas cosas que se suponía que los hombres sabían hacer de forma innata, como afeitarse o arreglar un coche.
Mientras escuchaba a Mystery, sentado en la limusina, con el cuaderno sobre las rodillas, me pregunté a mí mismo qué hacía realmente allí. La gente normal no se apuntaba a talleres para aprender a ligar. Y lo que era aún peor, me pregunté por qué me importaba tanto el hecho de conseguir aprender, a qué se debía esa obsesión mía por la Comunidad y por sus extravagantes miembros.
Puede que fuese porque ésa era la única faceta de mi vida en la que me sentía absolutamente fracasado. Cada vez que entraba en un bar, veía mi fracaso reflejado en unos ojos con rímel y en una sonrisa con lápiz de labios. La combinación de deseo y parálisis resultaba mortal.
Esa noche, al acabar el taller, busqué entre los papeles de mi archivador.
Buscaba algo que no había visto en muchos años. Tardé media hora, pero finalmente lo encontré en una carpeta bajo el título «Escritos del instituto». Saqué una hoja de papel completamente llena de mi diminuta caligrafía. Era el único poema que había escrito en mi vida; lo había escrito a los diecisiete años y nunca se lo había enseñado a nadie. Y, aun así, ahí estaba la respuesta a mi pregunta.
La única razón por la que sales,
el único
objetivo
de tu vida,atisbar un par de piernas conocidas en una calle transitada.
Un breve contacto con una chica
a la que sólo puedes llamar amiga.
Una noche a dos velas fomenta la hostilidad.
Un fin de semana a dos velas fomenta la rabia.
A través de ojos inyectados percibes el mundo.
Vives irritado con los amigos, con la familia,
por razones que ellos no logran comprender.
Sólo tú sabes el por qué de tu ira.
Está la que sólo es una amiga,
esa a la que hace tanto tiempo que conoces,
esa que tanto te respeta;
y con quien no es posible hacer lo que realmente deseas.
La que ya no coquetea, la que ya no se molesta en fingir,
pues cree que te gusta así, como ella es en realidad,
cuando lo que más te gustaba de ella era su disfraz.
Cuando tu propia mano se convierte en tu mejor amante,
cuando tu semilla, aquella que guarda el don de la vida,
cae desaprovechada en un Kleenex y es arrojada al retrete,
te preguntas si algún día dejarás de preguntarte
por lo que podría haber pasado aquella noche.
Está la chica tímida que te sonríe,
la chica que te mira como si quisiera conocerte.
Pero no consigues reunir el valor para acercarte.
Y la chica finalmente se convierte en fantasía nocturna,
y con tu mano sustituye a la suya en aquello que podría haber sido,
pero nunca será.
Sacrificas los estudios,
sacrificas a aquellos que de verdad te quieren;
todo por perseguir un
objetivo
que nunca llegas a alcanzar.¿Acaso tienen más suerte todos los demás,
o es que ellas no desean aquello que tú anhelas?
Nada había cambiado desde que escribí ese poema. Yo seguía sin saber escribir poemas y, lo que era aún más importante, seguía sintiéndome igual de incapaz con las mujeres. Después de todo, puede que apuntarme al taller de Mystery no hubiera sido tan mala idea. Al menos, por una vez, estaba haciendo algo para cambiar mi lamentable realidad afectiva.
Incluso los hombres sabios habitan en el engaño.
La última noche del taller, Mystery y Sin nos llevaron al Saddle Ranch, un bar decorado al estilo vaquero en Sunset Avenue. Yo ya había estado allí antes; aunque no había ido a ligar, sino a montar en el toro mecánico. Uno de los retos que me había puesto al mudarme a Los Ángeles consistía en llegar a dominar aquella máquina en el nivel más alto. Pero hoy no. Tras salir tres noches seguidas hasta las dos de la mañana y repasar lo ocurrido después con Mystery durante mucho más de la media hora estipulada, yo estaba destrozado.
Y, aun así, al cabo de unos minutos, nuestro incansable profesor ya estaba en la barra, besándose con una chica un poco bebida y algo escandalosa que intentaba quitarle el sombrero. Mystery siempre empleaba las mismas frases de entrada, las mismas rutinas, las mismas palabras, y casi siempre conseguía un número de teléfono o un final con beso; incluso cuando la chica estaba con su novio. Yo nunca había visto nada igual. A veces, incluso llegaba a conmover a alguna chica hasta el punto de hacerla llorar.
Al acercarme al toro mecánico, especialmente consciente de mi aspecto por el sombrero vaquero rojo que me había puesto ante la insistencia de Mystery, vi a una morena de pelo largo y piernas bronceadas que vestía con un jersey ajustado y una minifalda de volantes. Hablaba animadamente con dos chicos, dando saltitos delante de ellos como un personaje de dibujos animados.
Un segundo. Dos segundos. Tres.
—Parece que la fiesta se ha acabado.
Se lo dije a los chicos. Después me volví hacia ella. Vacilé un instante. Sabía lo que tenía que decir a continuación —Mystery llevaba machacándome con esa frase todo el fin de semana—, pero, llegado el momento, me sentía aterrorizado.
—Si no… fuese gay, puedes estar segura de que serías mía.
Sus labios dibujaron una inmensa sonrisa.
—Me gusta tu sombrero —chilló la chica al tiempo que tiraba de él hacia arriba.
Al parecer, lo de
pavonearse
funciona.
—Se mira, pero no se toca —le dije, repitiendo una frase que le había oído usar a Mystery.
A modo de respuesta, la chica se arrojó en mis brazos y me dijo que era muy divertido. Y, al aceptarme de aquella manera, hizo que el temor que yo sentía se evaporase. Entonces comprendí que lo único que hace falta para conocer a una chica es saber qué decir, cuándo decirlo y cómo decirlo.
—¿De qué os conocéis? —pregunté.
—Acabamos de conocernos. Me llamo Elonova —dijo ella con una torpe reverencia.
Yo interpreté su gesto como un IDI.
Decidí mostrarle a Elonova un truco que Mystery me había enseñado esa misma tarde, en el que yo tenía que adivinar el número que ella pensara entre el uno y el diez (pista: casi siempre es el siete), y ella aplaudió encantada.
Ante la evidencia de mi superioridad, los dos tipos que la acompañaban decidieron marcharse.
Al cabo de un rato salimos a la calle. Cada
TTF
con el que nos cruzamos me levantaba el dedo pulgar, como diciendo, «está superbuena» o «vaya suerte». Qué idiotas. Iban a estropearlo todo. Tenía que encontrar la manera de decirle que no era gay; aunque, tal vez, a esas alturas ya se hubiera dado cuenta ella sola.
Me acordé de lo que me había dicho Sin la primera noche sobre los quinos y le rodé los hombros con el brazo. Pero, esta vez ella, se apartó. Desde luego, eso no era un IDI. Volví a acercarme a ella y, justo cuando iba a intentarlo de nuevo, apareció uno de los chicos con los que estaba cuando la había abordado. Me quedé ahí, mirándolos como un idiota, mientras ella coqueteaba con él. Un par de minutos después, cuando por fin se volvió de nuevo hacia mí, le dije que ya nos veríamos. Ella me dijo que sí, e intercambiamos nuestros números de teléfono.