En las casas de la cuesta había otro inconveniente. Eran seis: la de la señora Featherstone Hogg (también existía el señor Featherstone Hogg, por supuesto, pero no contaba; nadie lo consideraba nada más que el marido de la señora Featherstone), la de la señora Greensleeves, la del señor Snowdon y sus dos hijas, la de los dos oficiales del ejército, el capitán Sandeman y el comandante Shearer, y la de la señora Dick, que alquilaba habitaciones a caballeros. Todos querían los panecillos temprano, menos la señora Greensleeves, cómo no, que desayunaba en la cama hacia las diez, al decir de Milly Spikes.
La señora Goldsmith metió en el horno las bandejas de panecillos primorosamente amasados y, pensativa, se bajó las mangas. Si al menos el vicario viviera en la cuesta y la señora Greensleeves en la vicaría… ¡todo sería mucho más fácil! A primera hora se haría el reparto en la cuesta y, después, en la parte de la iglesia. Así no habría que comprar una bicicleta a Tommy. Tal como estaban las cosas, había que hacer algo, o una bicicleta u otro repartidor, pero los repartidores eran una lata.
La señorita King y la señorita Pretty vivían en High Street, en la casa de al lado del doctor Walker, en un edificio antiguo rodeado de altos muros de piedra. Desayunaban a las nueve en punto, por supuesto, porque no tenían obligaciones, pero los demás vecinos de High Street madrugaban. Retomando el hilo de sus pensamientos al tiempo que aflojaba un poco el ritmo de su actividad, ahora que los panecillos estaban ya en el horno, trasladó mentalmente a las señoritas a la casa del coronel, cerca del puente, y al galante coronel se lo llevó con todos sus bienes y muebles a la Casa del Guarda, la casa contigua a la del doctor Walker.
Esta halagüeña ensoñación se vio interrumpida al entrar Tommy con las cestas haciendo ruido. Se acabó el soñar despierta.
—¿Le parece que llego bastante pronto? —dijo el chico—. ¿Todavía están en el horno? ¡Ay, Dios! Pues llevo horas levantado, horas, como lo oye.
—No seas tan descarado, Tommy Hobday —replicó la señora Goldsmith con firmeza.
En ese mismo momento, en la Casita de Tanglewood empezaba a sonar furiosamente un despertador. Estaba en el dormitorio de la criada, naturalmente. Adormilada, Dorcas dio media vuelta y alargó una mano para silenciar el clamor. Maldito chisme, tenía la sensación de haberse metido en la cama hacía un momento. ¡Qué cortas eran las noches! Se incorporó en la cama, bajó las piernas por el borde y se frotó los ojos. Buscó con los pies un par de zapatillas viejas, heredadas de la señorita Buncle, y en un momento ya estaba arrastrándolas por la habitación y lavándose la cara en la pequeña palangana del aguamanil rinconero del rincón, que tenía un agujero en el centro. Estaba tan acostumbrada a estas cosas que las hacía sin abrir los ojos del todo. Tanto es así que no se despertaba de verdad hasta que bajaba a la cocina arrastrando las zapatillas, ponía el hervidor a calentar y luego llenaba una tetera hasta arriba. Era el mejor té del día y se lo tomaba con calma, aunque con una ligera sensación de culpabilidad por desperdiciar tan preciosos momentos, pero precisamente por eso lo disfrutaba más.
Llevaba tantos años en la Casita de Tanglewood que había perdido la cuenta; desde que la señorita Buncle era una niña pequeña y rechoncha que iba en un cochecito de mimbre. Primero fue su niñera y, después, su criada. Más adelante, cuando se marchó la doncella de la señorita Buncle, se hizo ella cargo del puesto; a veces, si había algún trastorno doméstico, le tocaba hacer el papel de cocinera. Pasó el tiempo, pasaron a mejor vida el señor y la señora Buncle cargados de años, y Dorcas, que ya era como de la familia, se quedó con la señorita Buncle, que ya no era una niña pequeña y rechoncha, en calidad de cocinera, criada y doncella a la vez. Ahora era una anciana arrugada de ojillos brillantes, pero, a pesar de su avanzada edad, tenía más fuerza y mayor capacidad de trabajo que muchas jovencitas de quince o dieciocho años.
—¡Vaya! —exclamó súbitamente, mirando el reloj de la cocina—. ¡Ya son las mil y la salita sin barrer! ¡Ay, qué tarde se me ha hecho hoy!
Metió rápidamente los cacharros del té en el fregadero y siguió trajinando en la cocina, poniendo cada cosa en su sitio; luego sacó la escoba y los plumeros de los armarios de limpieza y, como un tornado pequeño pero sumamente violento, se fue a la salita.
A las nueve en punto, cuando la señorita Buncle bajó, tenía el desayuno preparado en el comedor, los panecillos habían llegado y el cartero estaba en la puerta entregando el correo en mano. La señorita Buncle se abalanzó sobre las cartas ansiosamente; la mayoría era propaganda, pero había un sobre largo y delgado con matasellos de Londres dirigido a «Sr. John Smith». Hacía unas semanas que esperaba carta a nombre de John Smith, pero, ahora que había llegado, no se atrevía a abrirla. Se quedó dándole vueltas en las manos mientras Dorcas se afanaba en servir la mesa.
A Dorcas le interesaba la carta, pero advirtió que la señorita Buncle estaba esperando a que se marchara, conque al final, a su pesar, la dejó sola. La señorita Buncle la abrió y la desplegó. Le temblaban tanto las manos que casi no podía leer.
Abbott & Spicer
Editores
Brummel Street, Londres EC4, … de julio.
Apreciado señor Smith:
He leído
Crónicas de un pueblo inglés
y me interesa. Propongo un encuentro en mi despacho el miércoles por la mañana, a las doce en punto, pero si la fecha o la hora no son de su conveniencia, no dude en proponer otra que le convenga más.Atentamente,
A. Abbott
—¡Dios mío! —exclamó la señorita Buncle en voz alta—. ¡Van a aceptarlo!
Irrumpió en la cocina y le contó a Dorcas la asombrosa noticia.
E
l miércoles por la mañana, el señor Abbott no dejaba de mirar el reloj mientras despachaba otros asuntos. Le ilusionaba la entrevista con John Smith. A pesar de los años que llevaba en la editorial, no había perdido el entusiasmo ni se le había agriado el carácter. Los autores noveles y prometedores siempre podían contar con su apoyo. Ya no se esforzaba en prever el éxito o el fracaso de las novelas, pero seguía publicándolas con la esperanza de que todas ellas triunfaran en el mercado.
El viernes anterior, Sam Abbott, su sobrino, que acababa de entrar en la compañía Abbott & Spicer, irrumpió en el santuario del señor Abbott con una deplorable falta de buenos modales y anunció:
—Tío Arthur, el autor de este libro es un genio o es un imbécil.
Al oír estas palabras, algo se despertó en el corazón del señor Abbott, acaso un sexto sentido, y, esperanzado, tendió la mano para coger el sobado manuscrito. ¿Sería por fin el ansiado éxito de ventas?
Su yo sensato de editor y hombre de negocios lo advirtió de que Sam era nuevo en el oficio y le recordó las decepciones que, lamentablemente, se había llevado en otras ocasiones, en que autores que prometían ser cisnes resultaban modestos patos; pero la llama que ardía dentro de él aceptó impulsivamente el reto.
Esa noche se llevó el manuscrito a casa y a las dos de la madrugada todavía estaba leyéndolo. Leyéndolo y dudando. Disculpando las exageraciones de Sam, habida cuenta de su juventud e inexperiencia, la verdad es que había acertado con
Crónicas de un pueblo inglés
y había que reconocérselo. No era la obra de un genio, por descontado, pero tampoco eran torpezas de un idiota; el autor solo podía ser un hombre muy inteligente que se reía hasta de su sombra o una persona muy sencilla que escribía con toda la buena fe.
En cualquier caso, no le cupo la menor duda de que lo publicaría. La programación de otoño estaba casi completa, pero haría un hueco a
Crónicas de un pueblo inglés.
Hacia las tres de la madrugada, cuando apagó la luz y se acurrucó cómodamente en la cama, empezó a pensar en el texto de promoción idóneo para presentar al mundo un libro tan fuera de lo común. Aunque, por descontado, el autor tuviera sus propias ideas, él estaba convencido de que había que redactarlo con sumo cuidado, sin dar la menor pista, ni la menor, sobre si el libro era una sátira exquisita, solo comparable al primer capítulo de
La abadía de Northanger,
o una sencilla crónica de acontecimientos vistos con la mirada inocente de un simple.
«En realidad es una sátira, para qué vamos a engañarnos —pensó cerrando los ojos—; sin ir más lejos, la escena romántica en el jardín a la luz de la luna, y la otra en la que el joven empleado de banca dedica a su cruel enamorada una serenata con mandolina; y la de las dos señoras dignas y formales que se compran pantalones de montar y se van al Extremo Oriente. Sin embargo, en conjunto es sencillo y fresco como el aroma del heno recién cortado. Heno recién cortado, me gusta —se dijo—. No sabía si ponerlo en el texto de promoción o dejar que lo descubriera el lector. ¡Qué tonto era el público! Era exactamente un rebaño de ovejas —pensó, adormilado—. Van uno detrás de otro como tontos, no reparan en tal libro, pero compran el de al lado solo porque lo compran los demás, aunque no hay manera de saber qué ven en el uno o dejan de ver en el otro. Pero este libro… éste tiene que salir. Hay que publicarlo.»
Y, aún adormilado, se imaginó estanterías repletas de ejemplares nuevecitos de
Crónicas de un pueblo inglés
y al público pidiendo a gritos más ediciones.
«Tengo que decirle al autor que venga a verme», se dijo, sacudiéndose el sueño un momento. En cuanto lo viera sabría si el libro era una sátira o un relato convencional: tenía que averiguarlo, pues los misterios le intrigaban; pero nadie más lo sabría. Era preciso que John Smith se presentase en el despacho lo antes posible, porque, si el libro tenía que entrar en la programación de otoño, no había tiempo que perder. John Smith, ¡menudo nombre! Un seudónimo, por supuesto, y muy en consonancia con el carácter del libro.
La sombra del sueño lo cubrió y se abatió sobre él con las alas desplegadas.
El sábado por la tarde, después de pasar la mañana jugando al golf, leyó el libro otra vez. Lo sostuvo primero en las manos con cierta aprensión. Casi seguro que no sería tan bueno como le había parecido; las cosas se veían de otra manera a las dos de la madrugada. La segunda lectura lo decepcionaría.
Sin embargo, no fue así, no, en absoluto. Le pareció tan bueno como la víspera, mejor, en realidad, porque ahora conocía el final y así saboreaba mejor las sutilezas. Le hizo reír y lo tuvo pegado a la silla hasta altas horas; la narración progresaba, él se dejaba llevar y el tiempo dejó de existir. Llegó a la conclusión de que la esencia de la novela era la caracterización de los personajes. Éstos eran muy reales, todos y cada uno resultaban convincentes. Todos y cada uno respiraban como seres vivos. No había ninguno lineal ni superficial, cosa muy rara, por cierto. La estructura tenía algunos defectos evidentes, hasta el punto de no apreciarse intención estructural de ninguna especie. Este John Smith… ¡era a todas luces un novato! Y, sin embargo, ¿lo era? ¿Seguro? ¿Acaso esos mismos defectos no prestaban encanto al libro?
La primera parte de
Crónicas de un pueblo inglés
no tenía nada de particular, pues se trataba, efectivamente, de la crónica de la vida en un pueblo inglés. Podía haber sido aburrida, pero los personajes estaban muy bien retratados y la sencillez del estilo era tan asombrosa que uno no paraba de preguntarse si tenía intención satírica o no. La segunda era más fantástica: un niño prodigioso pasaba por el pueblo tocando un caramillo y, al ensalmo de la música, los aldeanos hacían cosas raras. Muy curioso, poco corriente, provocativo y, cosa rara, sumamente entretenido también. Sabía por experiencia propia que no era imposible dejar de leerlo hasta el final.
El título le parecía soso.
Crónicas de un pueblo inglés
sonaba aburrido; pero no sería difícil dar con otro, algo alusivo al episodio principal de la novela, alrededor del cual giraba toda la trama. ¿Qué tal
El niño prodigioso
o
Ha pasado un flautista?
Bueno, puede que este último fuera muy rebuscado para un relato tan ingenuo… o malicioso, tal vez. Se le ocurrió entonces que podía titularse
El perturbador de la paz.
Sí, estaba bastante bien. Tenía gancho, era fácil de recordar y aludía claramente al niño. Se lo propondría a John Smith.
De lo dicho hasta ahora se habrá deducido que el señor Abbott era soltero: ¿qué mujer habría consentido a su marido que se quedara despierto hasta tan tarde dos noches seguidas, leyendo el manuscrito de un principiante? Ninguna.
Era soltero, vivía en Hampstead Heath, en una casita muy agradable que tenía un jardín pequeño. Cuidaba de él un matrimonio, de apellido Rast, que le hacía la vida sumamente cómoda. A menudo se enzarzaban en riñas violentas, pero las resolvían entre las paredes de la cocina y ninguno de los dos se permitía la menor intromisión en el bienestar del señor. Tenían una pizarra colgada de un gancho, sobre el aparador de la cocina, y, cuando no se hablaban, se comunicaban dejándose mensajes con una tiza chirriante. «Despertarlo a las 7:30», escribía Rast; su señora, cuando se iba a la cama, echaba un vistazo a la pizarra y al día siguiente aparecía junto al lecho del señor Abbott a las 7:30 en punto con la bandeja impoluta del té matutino. ¡Afortunado señor Abbott!
La carta dirigida a John Smith salió el lunes por la mañana; fue lo primero que se encargó de hacer el señor Abbott tan pronto como llegó a Brummel Street. Ahora, miércoles por la mañana, el editor esperaba la visita del escritor novel. Encima de la mesa se encontraba, como de costumbre, una caja de puros, y dispuso además dos cajetillas de cigarrillos, de Turquía y Virginia respectivamente; de ese modo, fueran cuales fuesen los gustos de John Smith, podría satisfacerlo sin la menor demora o complicación. Sin embargo, él no era el hombre de costumbre; estaba nervioso, y la secretaria lo notó distraído. No se concentraba en la redacción del contrato blindado con el señor Shillingsworth, un escritor de superventas que discutía con todos y cada uno de los editores, pero era importante, mejor dicho, era imperioso que el señor Abbott se concentrara por completo en el documento.
—Vuelva usted más tarde, señorita —dijo el señor Abbott—. Necesito pensarlo un poco más.
En ese momento llamaron a la puerta y un botones jovencito anunció con voz ronca: