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Authors: D.E. Stevenson

Tags: #Relato

El libro de la señorita Buncle (9 page)

—Es muy natural —dijo el señor Abbott.

—Aunque, desde luego, ahora comprendo muy bien que no tendría que haberlo escrito.

—Habría sido una verdadera lástima —dijo el señor Abbott pensando en el éxito creciente de
El perturbador de la paz
—, tanto para usted como para mí, porque el libro se vende muy bien —añadió. Abrió la billetera y le puso al lado, encima de la mesa, un billete blanco, de los grandes—. Esto es solo un pequeño anticipo a cuenta —añadió. Sonrió al ver la cara de sorpresa de Barbara—. Se acerca la Navidad y me pareció que se alegraría de disponer de esto ahora. Pero tiene que firmarme un recibo, ya sabe.

Barbara miró el billete sin dar crédito a lo que veía y después se dirigió al señor Abbott.

—Pero no puedo… —empezó a decir con vacilación.

—Mi querida niña, no lo hago por filantropía, se lo ha ganado usted —dijo el señor Abbott—. He preferido pagárselo en efectivo porque, en cheque bancario, tendría que ingresarlo en cuenta y, como lleva nuestra firma, podría delatarla. En teoría, los bancos son mudos —dijo el señor Abbott, y siguió hablando para dar tiempo a que esa mujer extraordinaria se recuperase de la conmoción de recibir cien libras—, pero, por experiencia propia, le aseguro que, cuando se quiere guardar algo en secreto, cuanta menos gente lo sepa, mejor. De este modo puede usted ingresarlo sin que nadie sepa su procedencia. Si le parece, diga que es un regalo de su tío de Australia —añadió riéndose—, que es ganadero y tiene un gran corazón, o que es buscador de oro y que ha tenido un golpe de suerte.

Tardó diez minutos en convencer a la extraordinaria mujer de que ese dinero le pertenecía, de que lo había ganado con el sudor de su frente y de que recibiría más a su debido tiempo.

Dijo que no era filántropo y no lo era, en efecto; simplemente llevaba los negocios a su estilo. Se consideraba estudiante de psicología. Solía decir que los autores eran como un rebaño y se enorgullecía del trato que les daba. Había dado a Barbara Buncle un billete de cien libras por varias razones. En primer lugar,
El perturbador de la paz
se lo había ganado y todo parecía indicar que ganaría más. Es cierto que no tenía obligación de pagar un anticipo a la autora, en el contrato no se especificaba nada al respecto. Si hubiera querido atenerse estrictamente a lo pactado, habría esperado hasta febrero, cuando recuperase la inversión, y le habría enviado un cheque por el valor exacto, pero no había querido hacerlo así. Le divertía sorprender a la gente y complacerla… complacer sobre todo, tal vez, a la señorita Buncle. Por otra parte, ésta estaba angustiada por el revuelo que había levantado el libro y la mejor forma de aliviar las preocupaciones y los disgustos era un cheque (o billete) generoso. Por último, el motivo más sutil era que quería otro libro de la señorita Buncle, y lo más pronto posible, antes de que pasara el
éclat
[4]
de
El perturbador de la paz
y John Smith se desvaneciera de la veleidosa memoria del gran público inglés. Por paradójico que pareciese, sabía que un cheque (o billete) generoso no solo era un bálsamo tonificante para los escritores agobiados, sino también un estímulo.

Con pulso tembloroso, la señorita Buncle firmó un papel conforme había recibido cien libras a título de anticipo de su novela. No fue una firma tan pulcra como la que había estampado en el contrato. El señor Abbott ignoraba, pues no podía saberlo de ninguna manera, que, a pesar de todo lo que la señorita había economizado, a pesar de renunciar a muchas cosas y pasar con lo justo, a pesar de privarse de comer carne y a pesar de comprar margarina en vez de mantequilla, diluir la leche con agua y conformarse con el té más barato, que se quedaba flotando en la taza como si fuera polvo, la señorita Buncle tenía en la cuenta bancaria un descubierto de siete libras y quince chelines que no tardaría en aumentar, pues sus dividendos, que no habían dejado de mermar regularmente, estaban a punto de secarse sin remedio.

Así pues, firmó el recibo y dobló el increíble billete con lágrimas en los ojos. ¡Qué curioso, que ese papelito de nada representara tanto! La verdad es que, bien pensado, era sumamente asombroso lo que representaba el papelito: mucho más que cien soberanos, aunque menos según el sistema moderno, porque para Barbara Buncle significaba comida y bebida, tal vez un abrigo y un sombrero de invierno nuevos, pero sobre todo significaba librarse de la horrible pesadilla de la preocupación y poder dormir y estar en paz.

Capítulo 8
La señorita King y el señor Abbott

E
l señor Abbott estaba muy ocupado cuando la señorita King solicitó verlo, pero accedió a «darle diez minutos». La verdad es que no pudo resistir la tentación de verla porque en la tarjeta de visita ponía: «Referencia:
El perturbador de la paz
».

El libro de la señorita Buncle intrigaba al señor Abbott tanto como la propia autora. Era un auténtico prodigio de simplicidad y sutileza a un tiempo, o al menos se lo parecía. Oralmente su autora no se expresaba con mucha corrección, pero escribía bien. Era estrictamente sincera en cuanto decía, casi como si hubiera jurado decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad siete días a la semana. Vivía una vida solitaria entre todas esas personas guardando en el pecho, bajo llave, un secreto tremendo; iba a todas partes y se mezclaba con ellas como si nunca hubiera roto un plato, pero tomaba buena nota de lo que hacían y decían, después volvía discretamente a casa y lo escribía todo. Ahora querían darle caza como una jauría de perros, pero ignoraban que el zorro estaba entre ellos, delante de sus ojos, disfrazado como uno de ellos. Era una situación intrigante y el señor Abbott la reconocía en toda su plenitud.

«No obstante, tengo que andarme con pies de plomo —se dijo, mientras el granujilla iba a buscar a la señorita King para la entrevista de diez minutos—, con pies de plomo.»

La señorita King se sentó en la silla que le ofreció el señor Abbott con una inclinación graciosa y anticuada, pero no quiso el cigarrillo. No se podía aceptar un cigarrillo de una persona a la que se iba a amenazar con denunciarla por difamación.

—Solo dispongo de unos minutos señorita… hummm… —dijo el señor Abbott, y echó una ojeada a la tarjeta, que estaba encima de la mesa—, señorita King —añadió inexpresivamente.

—Es suficiente para lo que me trae aquí —replicó ella con sus mejores modales—. Solo he venido a pedirle que retire de la circulación
El perturbador de la paz.

—¡Caramba! —dijo el señor Abbott parpadeando—, eso es muy… hummm… muy drástico.

—A grandes males, grandes remedios —sentenció la señorita King.

—¿Y qué es lo que le parece tan mal de la novela? —preguntó el señor Abbott amablemente—. En mi opinión, no es más que un relato inofensivo. Nunca la compararía con un gran mal. Es más, me pareció entretenida, una lectura intrascendente, eso sí, pero netamente entretenida…

—Es un libro horroroso —dijo la señorita King, perdiendo un poco la calma y la compostura—. Está causando muchos disgustos e inconvenientes a personas inocentes…

—¿Cómo es posible? —se preguntó el señor Abbott en voz alta.

—Retírelo inmediatamente —insistió la señorita King haciendo caso omiso de la interrupción—. Retire ese libro de la circulación. He venido en representación de varias personas de Silverstream a pedirle que lo retire.

—¿Y si me niego? —preguntó el señor Abbott en voz baja.

—No se negará —replicó la señorita King procurando no perder el aplomo—, porque seguro que no desea… comparecer ante el juez por difamación.

—No —respondió sencillamente el señor Abbott.

—Bien, pues así será —declaró la señorita King. Sabía que la cosa no marchaba bien. Sabía, aunque no quisiera reconocerlo, que había perdido el caso. Estaba nerviosa y las palabras no le salían con la fluidez de costumbre en su estilo formal.

Mientras venía en el tren, había aplastado al señor Abbott con su elocuencia y lo había puesto de rodillas, pero el señor Abbott era muy distinto de lo que se había imaginado, muy pacífico, sereno y seguro de sí mismo, y parecía buena persona. Habría sido mucho más fácil enfrentarse a él si se hubiera enfadado o se hubiera puesto grosero con ella. ¡Quién iba a imaginarse que un editor fuera así!

—Me temo que tendrá que ser más explícita —dijo el señor Abbott, imperturbable.

—Creo que lo he sido bastante.

—Pues no —dijo él sacudiendo la cabeza con pesadumbre—, me ha dicho usted lo que quiere, pero no creerá que estoy dispuesto a acceder a la petición de una persona completamente desconocida si no me da motivos válidos. Esto es una empresa y se rige por criterios estrictamente comerciales; se trata de ganar dinero —dijo el señor Abbott, y enarcó las cejas como disculpándose.

—Me lo imagino —replicó la señorita King con cierto sarcasmo— y por eso estoy aquí. Si retira el libro inmediatamente, ahorrará mucho dinero. Me pide que sea explícita y lo seré. Mis amigas y yo tenemos intención de poner el asunto en manos de nuestros abogados y, a menos que retire el libro de la circulación inmediatamente, se verá usted envuelto en una costosa demanda por difamación. He aquí la situación, en pocas palabras.

—¿Lo ha consultado con su abogado, señorita King? —preguntó el señor Abbott con la misma sonrisa pacífica todavía.

—No veo qué relación tiene eso con lo que le digo.

—En realidad no la tiene —reconoció él—, solo me lo preguntaba. En cualquier caso lo que usted propone es imposible. La novela se vende bien y…

—Y a mí qué más me da que se venda bien o mal. ¡Si se vende bien, razón de más para retirarla! —dijo la señorita King a gritos, sin venir a cuento—. ¿Le gustaría que le ridiculizaran en un libro horrible como ése? ¿Que expusieran al desnudo hasta el último detalle de su vida doméstica… que sacaran a relucir sus secretos más íntimos y luego los pisotearan? ¡Dígame! ¿Le gustaría?

—¡Mi querida señora! —exclamó el señor Abbott, sorprendido y apenado por la vehemencia de la mujer—. Mi querida señora, es muy frecuente que las personas se vean retratadas en las novelas. Puedo asegurarle que se equivoca usted, que los secretos que se revelan en
El perturbador de la paz
no son los suyos ni mucho menos. A los escritores hay que suponerles cierta imaginación, ¿comprende? Pocas veces extraen sus retratos de la vida…

—¡Retratos! —gritó ella—. Eso no es un retrato, es una fotografía.

El señor Abbott la miró y se dijo que, en efecto, era una fotografía. Era la señorita Earle, por supuesto. La señorita Buncle la había plasmado con una fidelidad apabullante. Se molestó un poco con Barbara. Por ejemplo, no era necesario hablar del pequeño lunar de la barbilla ni de los tres pelos largos que le salían. En un retrato se podía omitir el lunar de la señorita King, o bien convertirlo en un detalle atractivo, pero la fotografía no permite esas evasiones de la realidad…

De pronto se dio cuenta de que la señorita King había cambiado de táctica, ahora apelaba a su buen corazón, se ponía en sus manos; le estaba contando su vida o, al menos, los hechos que le parecían relevantes para la ocasión.

—Y ya ve usted —decía ella—, huérfanas las dos, sin nadie que nos acogiera ni familiares cercanos. Mi casa era más grande de lo necesario. La señorita Pretty no tenía dónde ir. Ambas contábamos con ingresos pequeños, insuficientes para permitirnos vivir solas holgadamente. Estaba a punto de vender la casa, porque no podía mantenerla yo sola, pero entonces surgió la idea de hacer fondo común con nuestros recursos y vivir juntas; era lo más lógico, ¿no le parece? Así fue como pudimos instalarnos cómodamente en mi casa. La compañía era agradable y el problema económico estaba resuelto. Hace unos años —prosiguió sin la menor ilación la señorita King—, circulaba un libro… que nos produjo gran inquietud en su momento, pero en realidad no tenía nada que ver con nosotras y preferí no prestarle atención. Bien, este que hoy nos ocupa es mucho peor… porque trata de nosotras… es mucho, mucho peor…
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—Ha malinterpretado la novela por completo —dijo el señor Abbott, incómodo—, créame, señorita. No hay nada en ella que pueda causarle la menor aflicción. El autor es una… hummm… persona particularmente ingenua.

—Pero ¡Samarcanda! —exclamó la señorita King procurando que el llanto no le quebrase la voz—. ¿Por qué Samarcanda, de todos los lugares del mundo?

—No sé nada de Samarcanda —dijo el señor Abbott sinceramente—, pero me suena a destino aventurero y estoy convencido de que es lo que se intenta transmitir…

—¡Un rincón espantoso de Oriente… donde solo hay vicio y… y atrocidades! —gritó la señorita King.

—No, no. Es aventura —replicó el señor Abbott agitando las manos frenéticamente—. Desiertos y camellos, ya sabe, jeques y árabes cabalgando en corceles blancos como la nieve y oasis con palmeras… cosas así. Aunque al mismo tiempo —añadió, volviendo a territorio seguro—, al mismo tiempo tengo el convencimiento de que está usted equivocada y de que los personajes son imaginarios, puramente imaginarios. Es una coincidencia desafortunada que parezcan guardar alguna similitud con…

—¿Quién es ese tal John Smith? —preguntó la señorita King a bocajarro, interrumpiendo la elocuencia del señor Abbott con una vergonzosa falta de decoro—. Dígamelo. ¿Quién es ese hombre? Debe de ser alguien que vive en Silverstream, por supuesto, pero ¿quién? Ésa es la cuestión. Bulmer es el único escritor que conozco y a él jamás se le ocurriría que su mujer se fugara con otro. Es impensable, sencillamente…

—Me temo que se nos ha acabado el tiempo —dijo el señor Abbott. Miró el reloj pesarosamente—. Le he concedido mucho más de lo que podía, pero ha sido una conversación muy interesante…

—Yo de aquí no me muevo hasta que me diga quién es John Smith —insistió con firmeza la señorita King, pensando que no osaría echarla.

El señor Abbott sonrió y movió la cabeza.

—Imposible, mi querida señora —dijo—. Además, ¿por qué cree que lo conoce?

—Porque él me conoce a mí —contestó la señorita King con lógica aplastante.

—Está usted equivocada, se lo aseguro —insistió el señor Abbott.

—Pues yo de aquí no me muevo hasta que me lo diga —replicó la señorita King.

La situación parecía haber llegado a un punto muerto, pero el señor Abbott tenía muchos recursos. Había más despachos en el edificio. Se levantó rápidamente y, antes de que la señorita King comprendiera su intención, alcanzó la puerta.

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