—Le recomiendo éstos —dijo la señora Silver con una sonrisa—, los hacemos con todo lujo de aparatos eléctricos. Permítame que le mande a casa una docena para que los pruebe; naturalmente para usted son gratis, señorita.
La señorita Wade aceptó la oferta amablemente y salió de la tienda. ¡Qué agradable era que la apreciasen tanto! El sol inundaba High Street con sus dorados rayos y el resplandor la deslumbró. Cerró los ojos un momento y, cuando los volvió a abrir, vio al niño prodigioso bailando en medio de la calle y tocando el caramillo. Lo levantaba hacia el cielo y después lo bajaba, primero a un lado, luego al otro; se doblaba por la cintura y se balanceaba de un lado al otro, mirando al cielo y después a la tierra, sin dejar de tocar la música que salía del instrumento como un chorro suave de notas claras.
No la sorprendió en absoluto, ¿por qué iba a sorprenderla? Era el niño prodigioso que había inventado ella, no el híbrido que salía en la portada de
El perturbador de la paz.
Era su personaje, lo había creado ella sola. El niño pasó al lado de Elizabeth Wade, que se había parado a la puerta de la panadería, y desapareció por la cuesta.
La luz intensa se desvaneció. Elizabeth se frotó los ojos y, al abrirlos, vio a su fiel esclava junto a la cama con una bandeja enorme. El sol entraba por la ventana, que estaba abierta, y los pájaros gorjeaban alegremente entre las hojas de la hiedra que cubría la Casita de Tanglewood.
—¡Qué bien he dormido, Susan! —dijo Elizabeth-Barbara desperezándose.
—Soy Dorcas —puntualizó complacientemente el ilustre personaje—. Su Dorcas, señorita Barbara. Le he traído la comida; siéntese y cómasela ahora, que está rica y caliente. Mire, le he hecho un pichoncito. ¿A que tiene buena pinta? Acaba de llamar el señor Abbott, dice que vendrá esta tarde a verla, y ha llegado una postal de París por avión.
Barbara se incorporó un poco más para digerir tanta información. Copperfield se había desvanecido y, con el pueblo, Elizabeth Wade. Fue Barbara y no Elizabeth Wade quien tendió la mano hacia la postal. Era una fotografía a todo color de la torre Eiffel y en el reverso, con la letra grande y redonda de Dorothea, leyó un mensaje que casi no podía creer: «Estamos disfrutando de una luna de miel maravillosa. Con cariño de los dos. Dorothea Weatherhead».
—¡Se han casado, Dorcas! —exclamó.
—Eso me pareció, señorita Barbara —dijo Dorcas.
No se puede reprochar severamente a Dorcas que la leyera. Es muy fácil leer lo que pone en las postales y no todos los días se recibe una de París, menos aún por correo aéreo. Dorcas no habría sido humana si no le hubiera echado un vistazo cuando se la entregó el cartero… y la letra de Dorothea era particularmente clara y redonda.
—Es precisamente lo que me pareció, que se habían casado —dijo Dorcas—, hacen buena pareja. Seguro que se han decidido gracias a
El perturbador de la paz.
—¿Tú crees, de verdad? —preguntó Barbara con ojos como platos—. ¿Lo dices en serio, Dorcas? Me alegraría mucho si fuera por eso. ¿Te parece que leyeron el libro y fueron enseguida a casarse? ¡Es fantástico!
Se reclinó en las almohadas pensando en el inmenso poder de la pluma y se olvidó por completo del rico pichón, que se estaba enfriando.
Después de pensar un buen rato, terminó de comer, se levantó y se dio un baño caliente. Virginia cumplió escrupulosamente su promesa y llegaron las prendas nuevas. Barbara decidió estrenar uno de los vestidos esa misma tarde y le pareció que, antes de ponerse la bonita creación de color vino, ajustada y suave, que descansaba pulcramente doblada entre el crujiente papel de seda en una caja marrón muy a propósito, se imponía el requisito preliminar de un baño.
A continuación, se arregló, se peinó, se puso el vestido por la cabeza con todo cuidado y fue a mirarse en un gran espejo oscilante con marco de madera que tenía al lado de la cómoda. Se vio tan distinta que se sobresaltó: era Elizabeth Wade, y no Barbara Buncle, quien la miraba desde las profundidades del espejo de azogue. Elizabeth Wade, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes, realzados por el vestido granate, que caía con gracia hasta los tobillos y la hacía unos centímetros más alta.
Seguía contemplando a Elizabeth cuando llamaron al timbre de la puerta. Bajó enseguida a recibir al señor Abbott.
—Espero no molestarla presentándome así, de buenas a primeras —dijo el señor Abbott—, pero tenía la tarde libre y quería hablar de un par de cosas con usted…
De repente enmudeció y, sorprendido, la miró con detenimiento. Como era hombre, no tenía la menor idea de a qué se debía el cambio radical de la señorita Buncle, por supuesto. Solo sabía que era mucho más atractiva de lo que pensaba, mucho más bonita y unos años más joven…
—¡Qué ciego estaba! —dijo en voz alta.
—¿Ciego? —preguntó Barbara.
—Ah, quería decir… en fin, que… me costó un poco encontrar la casa esta vez —explicó el señor Abbott—, seguramente no me fijé en el camino, me despisté…
—Bueno, de todas formas, ya está usted aquí —dijo Barbara sonriéndole.
Hoy estaba contenta y segura de sí misma porque era dueña de la situación. Gracias a Elizabeth, sin la menor duda. Elizabeth Wade siempre sabía lo que tenía que hacer o decir en todo momento. ¡Qué distinta de Barbara Buncle!
—He trabajado muchísimo —dijo. Se sentó junto al fuego y señaló el sofá al señor Abbott con un ademán elegante—. Fume, si quiere, señor Abbott. Dorcas está muy preocupada por mí, cree que sería mejor probar la cría de gallinas.
—¡Ni hablar! —dijo el señor Abbott risueñamente. Sacó un cigarrillo de una pitillera de carey y le dio unos golpecitos contra la uña del pulgar—. No, no, señorita Buncle. No se haga ilusiones, porque no la soltaremos así como así. La encadenaremos a la pata del escritorio. Los éxitos de ventas nunca descansan, ya sabe.
—¿De verdad soy un éxito de ventas?
—Y de los buenos. La crítica ha contribuido mucho…
—¡La crítica! —exclamó Barbara, asombrada—. Algunas reseñas decían que el libro era inmoral y pervertido.
—Lo sé. Ha sido sencillamente maravilloso —contestó el señor Abbott. Con el cigarrillo en la mano, satisfecho, admiró las volutas de humo que ascendían en el aire—. Maravilloso, de verdad. Ni en los momentos más desorbitados y optimistas me atreví a imaginar que la malinterpretaran hasta ese punto.
—¿Entonces… entonces ha sido favorable?
—No habría tenido mejor crítica aunque me hubiera encargado yo de hacerla personalmente. Las ventas se dispararon…
Barbara no daba crédito. ¡Qué rara era la gente! ¡Qué mundo tan increíble se abría ante sus ojos gracias al negocio de escribir!
—¿Qué tal las cosas en Copperfield? —preguntó el señor Abbott—. ¿Ya han descubierto a John Smith?
—No.
—Son muchos los que piden su cabeza.
—Ya —dijo Barbara con tristeza.
—Un día vino a verme una tal señorita King —continuó el señor Abbott, con ojos brillantes—. Deduje que le había sentado muy mal el destierro a Samarcanda. Después recibí la visita de un tal señor Bulmer, un individuo de cara avinagrada que quería cruzar dos palabras con el señor John Smith a propósito de su mujer…
—Ya —repitió Barbara—. La verdad es que todos se lo han tomado francamente mal. Ayer celebraron una reunión y decidieron que debía ser fustigada, aunque, por lo visto, va a ser difícil que encuentren voluntarios para aplicar el castigo.
El señor Abbott se rió.
—El cuento de la lechera… —dijo.
—El capitán Sandeman dijo lo mismo.
—Eso demuestra lo sensato que es. ¿Qué tal la novela nueva, señorita Buncle? ¿Va por buen camino?
—Va de locura —contestó ella—, aunque también va sobre Copperfield, por supuesto. No sé escribir otra cosa…
—No se preocupe. Escriba lo que le parezca y no se preocupe de lo que diga Copperfield. Este pueblo tendría que estar muy orgulloso de que su pluma lo inmortalice.
—Ahora se ríe usted de mí —dijo Barbara provocativamente.
En realidad fue Elizabeth quien lo dijo, naturalmente, Barbara jamás se habría atrevido, pero el señor Abbott ignoraba que su anfitriona se había transformado de pronto en una mujer completamente distinta.
—Nunca me río de las señoritas encantadoras —dijo él.
Y así pasaron el rato en un cordial tira y afloja, hasta que entró Dorcas con el té. A la criada le gustaba el señor Abbott —era un auténtico caballero londinense—, incluso había hecho unos pastelillos en su honor y se había puesto el mejor delantal que tenía y la cofia de muselina.
—Es elegante, con eso te lo digo todo —le dijo Dorcas a Milly Spikes, que tenía la tarde libre y había ido a tomar el té con ella en la cocina.
—A mí me gusta que sean elegantes —dijo Milly dándole la razón.
Dorcas no estaba muy orgullosa de su amistad con Milly Spikes: nunca la habría reconocido, siquiera. Si alguien hubiera insinuado que le caía bien, habría contestado: «Es a ella a quien le gusta dejarse caer por aquí de vez en cuando a tomar el té». Pero lo cierto era que la apreciaba y, aunque pensaba a menudo que era «vulgar» y que no tenían nada en común, siempre la recibía encantada y prestaba atención a sus cotilleos. Milly estaba al tanto de todo lo que pasaba en Silverstream. Se enteraba de cuanto sucedía en el pueblo por mediación de su tía, la señora Goldsmith, y gracias a la señora Greensleeves se filtraban en sus oídos (siempre extraordinariamente atentos y a menudo pegados a las cerraduras) las anécdotas relacionadas con las mejores familias. La señora Greensleeves habría sido mucho más discreta con los asuntos propios y ajenos si se hubiera tomado la molestia de entender la mentalidad de su criada. En cuanto a los demás dimes y diretes de Silverstream, la infatigable Milly los recogía en las cocinas y dependencias del servicio de las casas, porque tenía un carácter tan afable y una lengua tan graciosa y dicharachera que siempre la recibían con mucho gusto.
Contaba las cosas con desparpajo y, cuando se animaba e imitaba la actitud un poco afectada de la señora Greensleeves o las rabietas que tenía con regularidad (cada vez que los proveedores mandaban facturas), era «mejor que una buena obra de teatro». Detestaba a su señora y hablaba de ella con desdén, cosa que sin duda «no se hacía», en opinión de Dorcas…
La buena mujer tenía un dilema, porque, por una parte, no le parecía bien que Milly fuera por ahí contando tantos chismes, pero, por otra, eran divertidísimos y hasta picantes.
—Te habrás enterado de lo que pasó en la reunión en casa de la señora Featherstone Hogg, ¿no? —dijo Milly mientras se untaba mermelada de la señorita Buncle generosamente—. Según dicen, fue una auténtica batalla campal. Decidieron entre todos que John Smith era la señora Walker…
—Ah, pues se equivocan —la interrumpió Dorcas.
—Desde luego —dijo Milly con aplomo.
—¿Y cómo estás tan segura?
—Facilísimo, mujer: anoche, después de cenar, me acerqué a casa del médico y estuve de cháchara con Nannie… ya sabes quién digo, ¿no?, esa imbécil de Nannie Walker. Bueno, pues me dijo que la señora Walker no escribe nunca, solo las cuentas de su marido y esas cosas. Lee mucho y teje jerséis para los gemelos. A mí me parece prueba más que suficiente, porque, aunque se pueda leer mientras se hace punto, escribir es imposible, ¿no crees? Para eso haría falta tener dos pares de manos, ¿a que sí? Si no, no puede ser.
—¡Menuda Sherlock Holmes estás hecha, vamos! —dijo Dorcas con un deje de ironía.
—Bueno, sé cuántas son dos y dos, como el que más —contestó Milly risueñamente—, y bastante mejor que algunos. En la media hora libre de Nannie, sin los gemelos por allí, me enteré de más cosas que todo Silverstream en el salón de Las Jarcias en toda la santa tarde. Aunque parezca mentira, invitaron también al viejo señor Durnet, pero lo que no me imagino de ninguna manera es qué diantres creerían que les iba a contar ese pobre viejecito que está como un cencerro. Y resulta que, en plena reunión, va el pobrecito, se levanta y suelta: «¿Cuándo me van a servir el té? ¡Quiero que me sirvan el té ahora mismo!». Me lo contó mi tía Clarer, pero no me extraña nada. Es que es el colmo, ¿no te parece, Dorcas?
Dorcas tuvo que darle la razón. Empezaba a lamentar haber rechazado la invitación. Habría ganado muchos puntos si hubiera podido decir a Milly: «Y que lo digas. Lo vi con mis propios ojos». A la chica se le habrían salido los ojos de las órbitas. Sin embargo, no quiso ir y ahora empezaba a cansarse de que Milly se lo contara todo «de segunda mano», conque cambió triunfalmente de tema diciendo:
—Llevas un sombrero muy bonito, Milly.
—Me lo ha regalado ella —respondió con un guiño—. Le tenía echado el ojo desde el día en que se lo compró. Le costó tres guineas, imagínate.
—¡Por Dios! —exclamó Dorcas, y miró el sombrero de nuevo con más respeto.
—Es que, como ahora anda a ver si pesca al vicario, pues le parece demasiado elegante —prosiguió Milly—. Por eso me lo ha dado.
—Creía que andaba detrás del señor Fortnum.
—Tú sí que vas detrás —replicó Milly con picardía—. Ahora se ha fijado en el vicario y se le da tan bien el asunto que ya lo tiene en el bote. Lo llama Ernest a la cara… y él va en serio. Ella cree que «Ernest» nada en la abundancia…
—Porque es verdad, ¿no? —preguntó Dorcas con gran interés.
—¡Huy, no, qué va! —dijo Milly, bajando la voz, en tono confidencial—. Cuando llegó al pueblo, todo el mundo creía que estaba forrado, pero la señora ’Obday
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dice que no. Dice que el joven caballero es más pobre que las ratas, que tiene las botas con unos agujeros como monedas de cinco chelines y que ella se pasa el día zurciéndole los calcetines, porque es que no tiene ni para comprarse unos nuevos. El señor ’Obday tuvo que ponerse firme con ella, me dijo él, porque, si no, era capaz de quitarse el pan de la boca y de quitárselo a él para dar de comer al vicario; para mí, que la señora ’Obday ha perdido la chaveta por él.
—¡Hay que ver! —exclamó Dorcas, asombrada.
Milly terminó de pasar revista al vicario y, acto seguido, vació los posos del té y observó la taza detenidamente.
—Lee la mía, Milly —dijo Dorcas, y pasó su taza a la adivina aficionada—. ¿Qué es esa mancha grande y cuadrada de ahí?
—¡Ah, es una boda! ¡Sí, sí! Una boda en la casa. Será la de la señorita Buncle… ¿Cómo es el caballero de Londres?