—Señor Hitler, acordamos en una reunión con mis consejeros, nombrarlo a usted canciller.
—Creo que ha sido la decisión correcta —respondió Hitler—. Alemania volverá a ser grande, el pueblo se lo agradecerá. —Hitler le miraba directamente a los ojos, sin pestañear, y la gran humanidad que era Hindenburg, se sintió sobrecogida por un sentimiento de humildad ante aquel hombre que tenía tal seguridad en sí mismo.
—Espero haber tomado la decisión correcta... —murmuró para sí el anciano.
Hitler únicamente sonrió.
Hanussen advertía con preocupación que Hitler cada día se alejaba más de él. A pesar de estar en la misma ciudad, siempre encontraba motivos para evitarlo y, de hecho, no se equivocaba. Hitler veía en él a alguien que representaba peligro. Sabía demasiado, calculó que era hora de quitarlo del camino. Por otro lado, tenía planes que llevar a cabo de inmediato y ya no necesitaba las palabras, ni mucho menos los contactos de Hanussen. Cinco horas después de haber asumido la cancillería, convocó al primer Consejo de Ministros dejando claro desde el principio sus nuevos planteamientos.
A medida que los días transcurrían, Hanussen esperaba que Hitler lo mandase llamar para ocupar el lugar que siempre había ambicionado, pero no sucedía nada. Por el contrario, Hitler parecía haber interpuesto un muro entre ellos. Ni siquiera contestaba al teléfono, siempre había un pretexto para no atenderlo. Fueron días de confusión y de arrepentimiento para Hanussen. La sospecha se fue convirtiendo en certeza y con ella sintió derrumbarse el mundo que su ambición había creado.
Lo acometieron sueños extraños y pesadillas. En una de ellas, Hanussen despertó sobrecogido con el rostro de Welldone y su dedo acusador aún grabados en la retina. Se pasó una mano por el cabello y notó el temblor que emanaba de todo su cuerpo, había estado en un infierno de rostros cadavéricos, fuego, banderas nazis, bombas, ruido infernal y el grito incesante:
Heil Hitler!
, perforando sus tímpanos. Había ayudado al hombre equivocado, ¿cómo creyó poder manejarlo? Él no había dado poder a Hitler. Él había sido usado por Hitler para llegar al poder. Todo había sido una ilusión, su magia, su fuerza, su sabiduría, habían sido utilizadas por el hombre que tuvo la astucia de manejarlo a su antojo. De cazador se convertía en cazado. Al igual que otros, había caído bajo su influencia sin darse cuenta. Y de sus dudas. No, había sido su ambición, él también deseaba el poder —reconoció apesadumbrado—. ¿Qué clase de hombre era Hitler? ¿Y qué pasaría con él? ¿Sería uno más de los cadáveres que había visto? De pronto se incorporó en la cama. ¿Qué sería de Alicia? Debía sacarla de Alemania antes de que fuese demasiado tarde. Y él... se quedaría para enfrentarse a Hitler. Lo haría a su manera, sería su expiación, y tal vez de esa forma conjuraría la profecía de Welldone.
Anudándose con dificultad el albornoz se dirigió al dormitorio de Alicia. Abrió la puerta despacio, aún no estaba seguro de querer despertarla. Su hija parecía una figura producto de algún efecto de iluminación ilusionista; las cortinas descorridas dejaban pasar la luz de la luna, dando a su rostro una palidez que la hacía parecer etérea. No permitiría que Hitler le hiciera daño. Si alguna vez guardó un sentimiento puro fue el que le tenía a Alicia; era todo lo contrario de lo que él significaba. Aún recordaba cuando asomó su carita sucia aquel día en su viejo gabinete en Praga... su amuleto de la buena suerte.
Alicia entreabrió los ojos como si presintiera su presencia y lo vio a través de la penumbra. Incorporándose en el lecho, dijo casi en un susurro:
—Padre... —Encendió la lámpara y la luz amarillenta iluminó la habitación. Pudo observar mejor su rostro desencajado—. ¿Qué sucede? —preguntó.
—Hija, perdona si te asusté. Sé que es muy tarde, pero es preciso que hable contigo.
Dos profundas arrugas en la frente de Hanussen dejaban adivinar que pasaba por momentos angustiosos. Trataba de mantener juntas las manos, para que no se notase su temblor convulsivo, mientras intentaba evitar el parpadeo involuntario de su ojo izquierdo.
—¿Sucede algo? ¿Estás enfermo? —preguntó Alicia, tomando sus manos. Notó que estaban temblorosas y heladas.
Hanussen se sentó en el borde de la cama.
—Mañana haré los arreglos para que partas a Suiza. Es imperativo que lo hagas y cuanto antes, mejor —dijo por toda respuesta.
—¿Mañana? ¿Y eso, por qué? Padre, yo no deseo irme de Alemania.
—Hijita —dijo Hanussen—, pequeña, deseo que estés lejos de todo esto. Sólo escúchame, yo deseo lo mejor para ti. Eres todo lo que tengo.
—Padre, no... yo deseo quedarme aquí, a tu lado. Si algo malo ha de suceder, quiero estar contigo.
—No comprendes... —Luego de unos instantes de vacilación, decidió hablar con claridad— Alicia, tú sabes cuál es mi profesión; sabes cómo me gano la vida ¿no es verdad? Gran parte de ella la he dedicado a las ciencias ocultas, para ti no es un secreto, siempre he tenido premoniciones, muchas de las cuales se han cumplido cabalmente. No sólo soy un mago o un gran negociador de factores de poder...
—Padre, yo creo en tus poderes, no me debes explicaciones —interrumpió Alicia.
—Eso facilita lo que tengo que decirte. Hace unos minutos, tuve visiones funestas. Más bien debería decir: espeluznantes. Esta Alemania que hemos escogido como lugar donde vivir será transformada en otra, donde una sola persona detentará tal poder y no habrá lugar para personas como nosotros. Adolf Hitler se adueñará de Alemania y no sólo de este país, sino de gran parte de Europa. Millones de personas perecerán encerrados como animales, los que no deseen estar de su lado serán sacrificados, Hitler se unirá a la Unión Soviética, gobernada por el monstruo de Stalin y juntos empezarán una guerra cruenta. Vi el rostro de la bestia mezclarse con el de Hitler, que a cambio de una economía engañosamente próspera para Alemania, traerá penuria y destrucción. Los judíos y los eslavos son considerados por Hitler como razas inferiores, y todos ellos, especialmente los judíos, es decir, nosotros, seremos exterminados.
—Pero ellos no saben quiénes somos... el Führer me trata como una aria, no creo que sospeche que somos judíos.
—¿Te trata, dijiste? —Hanussen dejó de lado su profunda pesadumbre trastocándola por el asombro que aquella revelación implicaba.
—Sí... yo te lo iba a decir, mejor dicho, él te pensaba informar, pero no sé por qué motivos se ha ido aplazando la noticia.
—¿De qué demonios estás hablando? ¿Me quieres decir que el bastardo de Hitler te hizo su mujer? ¿Es eso? —preguntó Hanussen, con fiereza.
—Papá, perdóname por haberlo ocultado. Pero no quise decirte nada por temor a que te opusieras, él y yo nos amamos.
—¡Ese hombre no es capaz de amar a nadie! ¿Cómo pudiste ser tan ingenua? Alicia, ¡a él no le importará saber si tú lo amas! Él te enviará a las jaulas que he visto en mis premoniciones. ¡Ahora más que nunca es necesario que salgas de aquí!
—Yo lo amo, padre... —Alicia estaba llorando y a la vista de sus lágrimas, Hanussen se enardeció aún más.
—Quieras o no, te irás. Alicia, él no te ama, te usó para olvidar a su sobrina Geli, de quien sí estaba enamorado, perdóname si te hiero al decirlo, pero debo ser sincero. ¿Cómo es posible que tú, que eres hija del más famoso astrólogo de Alemania, a quien el propio Führer escucha y sigue sus consejos, no me creas? —dijo iracundo Hanussen.
—Perdón padre, yo te creo, es sólo que yo...
—Siempre deseé lo mejor para ti. Incluso te previne de él y no me escuchaste, antes de que sea tarde, Alicia, debemos partir de Alemania. ¡Ah, cómo me arrepiento de haber sido el instrumento de su gloria! ¿Cómo pude engañarme tanto? Y yo que pensaba que lo sabía todo. Él me utilizó y te usó a ti para atarme de manos, a mí me usó para llegar al poder... después me desechará... si no lo ha hecho ya. Pero habrá de enfrentarse conmigo, no me iré sin presentar batalla. Por eso debes estar fuera, en Suiza. Después veré hacia dónde iremos.
—¿Por qué Suiza?
—Ese país se declarará neutral, siempre lo ha hecho.
—Podríamos ir a Inglaterra, es más lejos —arguyó Alicia, pensando que su padre tenía razón, él sabía demasiado, era peligroso para Hitler, por lo tanto ella también corría peligro. ¿Qué sería exactamente lo que querría decir su padre con atarlo de manos?
Para Alicia era imposible suponer que el amor de Adolf por ella fuese calculado. No podía creer que se valiera de ella.
—Inglaterra será atacada. —Fue la corta respuesta de Hanussen, pero la mente de Alicia estaba lejos—. No te preocupes, tengo muy buenos contactos en Suiza, ellos nos ayudarán. ¡Alicia! ¡Escucha, es importante! —gritó desesperado Hanussen.
—Sí padre, te escucho —respondió ella, tratando de concentrarse en las palabras de su padre.
—Una vez allá, te proveerán de documentación nueva, serás otra persona, y yo te daré alcance, pero no debes quedarte más tiempo aquí, pronto esto se convertirá en un infierno. Hay una importante familia que viajará mañana, te irás con ellos, son de mi absoluta confianza. En Zurich esperarás instrucciones mías, mañana temprano te diré exactamente dónde y con quién te hospedarás. No debes anotar nada, todo lo tendrás que memorizar, porque los papeles siempre dejan rastros. Mientras tanto, yo veré cómo puedo torcer el futuro antes de que sea demasiado tarde —acotó Hanussen, en tono lúgubre.
—Padre, yo lo amo, no creo poder vivir lejos de él...
—Lo harás... no permitiré que te destruya. —La voz de su padre esta vez fue una orden.
Alicia preparó las maletas esa misma noche. Lo hizo sin ayuda de la doncella, según su padre, cuantas menos personas estuviesen enteradas de sus planes, mejor. Apenas amaneció, Hanussen la llevó conduciendo el auto él en persona, hasta la casa de la familia que partiría a Suiza y se despidió de ella no sin antes darle indicaciones muy específicas.
Su habilidad innata para hacer inversiones, y su excelente olfato para los negocios aprovechando sus contactos en la banca, le habían posibilitado acumular una considerable fortuna en un tiempo relativamente corto. Al mismo tiempo, tenía la suficiente astucia para hacer de prestamista de gran cantidad de nazis, entre ellos el conde Helldorf, que llegó a ser jefe supremo de las SA de Berlín, y prefecto de la policía en Potsdam, así como también de Wimmer, Comisario General de Administración y Justicia, un hombre de comprobada reputación sanguinaria. Moviéndose en el bajo y en el alto mundo guardaba sus espaldas, y podía enterarse de secretos bien guardados. Sin embargo, como hombre previsor, la mayor parte de su fortuna la conservaba en Suiza. De ahí su deseo de enviar a Alicia a Basilea, saberla fuera de Alemania lo tranquilizaba y le permitía hacer lo que había planeado sin que ella corriera riesgos.
Hanussen veía cómo sus sospechas iban tomando forma. Hitler se había apartado ostensiblemente de él, pretextando numerosos compromisos oficiales. Asunto que a su vez agradeció Hanussen; pensaba que debido a que el Führer estaba tan ocupado no había echado en falta a su hija, sin saber que él ya había tomado la decisión de no verla más. Por otro lado, corrían rumores de que empezaba a frecuentar a una mujer llamada Eva Braun.
En El Palacio del Ocultismo, Hanussen continuó con su vida aparentando normalidad. Siguió con sus planes de inaugurar un nuevo salón y quiso aprovechar el evento para torcer el fatídico futuro que había visto. El día del acontecimiento, la flor y nata de la sociedad berlinesa había acudido al lugar; unos para conocerlo, y otros, invitados consuetudinarios de Hanussen, muchos de los cuales, eran aristócratas y militares de alto rango. Hanussen se sentía eufórico, su fiesta estaba teniendo más éxito del que había esperado para sus planes, y en medio de aquella vorágine de poder, euforia y protagonismo, decidió que era el momento.
—Señores —empezó diciendo, mientras se acallaban las últimas voces en el salón principal— hoy me autohipnotizaré. Lo haré en su honor, mis distinguidos invitados —anunció con teatralidad.
Un murmullo corrió entre los asistentes, mientras Hanussen, maestro de la oratoria y del suspense, esperaba que volviera el silencio.
Se situó en el centro del gran círculo formado por los invitados y cerró los ojos. Una palidez mortal cubrió su rostro y se sostuvo inerme, como si el alma hubiera salido de su cuerpo.
—Veo quemarse una enorme casa. Hay una multitud caminando por las calles, y el fuego, el fuego se mueve como un remolino... —dijo en tono extraño, sobresaltando a los presentes.
»Es una noche donde veo antorchas encendidas, hogueras, cruces gamadas se mueven por doquier, sin lugar a dudas, son el principal símbolo de la fuerza alemana... lenguas de fuego salen por las ventanas de la gran casa, una cúpula se viene abajo, pronto se hundirá todo el edificio, sí... es el Reichstag, ¡es la cúpula del Reichstag la que está envuelta en llamas!
»¡Ah! Veo correr a mujeres y niños perseguidos por las ciudades de Europa, gente cadavérica encerrada y maltratada, ¡Qué futuro nos depara! —exclamó— debemos parar esto.» —Pálido y con la voz convertida en un murmullo, desfalleció, cayendo al suelo.
Izmet Dzino, su ayudante, se apresuró a recogerlo. Con la ayuda de algunos de los asistentes lo llevaron a su despacho personal, y lo recostaron en un amplio diván. Hanussen lucía cadavérico a la luz de los dos globos terráqueos que hacían de lámparas, situados a ambos lados del escritorio. Su respiración era casi imperceptible. Para Hanussen, un maestro en controlar su mente y su cuerpo, aquello era rutinario. Después de unos quince minutos fingió recuperarse y su pulso se normalizó, un médico que formaba parte de los invitados y que lo había estado asistiendo le recomendó descanso, pues lo notaba demasiado ansioso. Todo había resultado según lo planeado. Hanussen sabía que lo ocurrido aquella noche quedaría grabada en la memoria de los que habían asistido, y que pronto se correría la voz.
Goebbles no simpatizaba con Hanussen, aunque respetaba sus conocimientos. Los primeros tiempos en los que necesitó su apoyo habían quedado atrás. Las revelaciones llegaron a sus oídos; precisamente hacía poco habían empezado a construir el primer campo de concentración, era un plan que conocían muy pocos. En cuanto a ventilar lo del incendio del Reichstag, enfureció a Goebbels. Deseaba acabar de una vez por todas con el mago judío que se interponía entre él y Hitler. Hablaría con el Führer, que a pesar de tener las pruebas de los orígenes de Hanussen en las manos, no se decidía a actuar en su contra.