—Usted aprenderá a convertir los sentimientos de miedo, terror, envidia en... poder —prosiguió Hanussen. Luego guardó silencio.
Un aire enrarecido invadió la habitación. Hitler, pendiente de cada palabra esperaba que continuase. Hanussen sintió algo extraño.
—Prosiga... prosiga, usted —acució Hitler.
—Señor Hitler, usted ha de aprender a trabajar mentalmente con todo lo que le estoy enseñando. Debe saber visualizar el terror y el odio para transformarlo mentalmente en poder. Pero recuerde: nada en este mundo se obtiene gratuitamente. —Hanussen dijo las últimas palabras casi arrastrándolas. Sentía que empezaba a traspasar terrenos vedados.
—Si es por dinero, no se preocupe. Puedo pagarle lo que me...
—No me malinterprete. Me refiero estrictamente a las leyes espirituales, primigenias y sagradas. El valor del poder no tiene precio en oro. Es otro el precio que se debe pagar.
—Creo que le comprendo —Hitler temblaba de emoción, trémulo, esperaba impaciente las explicaciones de Hanussen.
Éste guardó silencio. Bajó los ojos como acostumbraba hacer para ordenar sus ideas. Hitler esperaba ansioso sin atreverse a interrumpir su aparente concentración. Hanussen sintió que era el momento de elegir. ¿Sería Hitler de quien habría de cuidarse? No parecía ser demasiado peligroso. Y si lo fuera, estaba seguro de poder manejarlo. Retomó con ánimo su disertación.
—Para obtener el poder, es necesario que sepa que debe pagarlo sacrificando lo que más ame —prosiguió, pensando al mismo tiempo que él así lo había hecho—, por ejemplo, puede ser una mujer, o su propia descendencia, que es lo único propio que se tiene. El amor obnubila la mente, pero aparte de eso, alimenta el fuego del deseo por la persona amada. Su sacrificio será evitarlo. ¿Comprende? —calló y lo observó. Vio que sus palabras eran literalmente absorbidas por Hitler—. Por ese motivo, existen pocas personas en el mundo, por no decir ninguna, que obtuviera el poder total absoluto, sostenido en el tiempo. Aun Jesucristo, el gran líder de los judíos, cuando fue tocado por el amor, diluyó su poder como el agua entre los dedos.
Amare et sapere vix deu conceditur —
recalcó Hanussen.
—Incluso un dios encuentra difícil amar y ser sabio a la vez —tradujo Hitler— ¿Me está usted diciendo que Jesucristo se enamoró alguna vez? —preguntó con suspicacia.
—Creo que usted sabe, al igual que yo, que la Iglesia oculta verdades, en eso, son unos maestros —respondió Hanussen con ambigüedad—, su poder se basa en verdades ocultas o mentiras no develadas, como desee verlo. Pero usted no necesita creer en dogmas cristianos, lo importante es que utilice los métodos de la religión para sus fines políticos. Creará su propia doctrina, en la que usted será la cabeza.
—Lo comprendo —recalcó Hitler—, pero mi amor por Alemania no tiene que ver con un deseo egoísta. Me dedicaré a la grandeza de mi patria, creo que usted sabe cuáles son mis planes, no los oculto, para ello, necesito obtener el poder —replicó vivamente Hitler. Era un hombre apasionado, impetuoso y vehemente. Y en ese momento, delirante.
—Veo que usted tiene buenas intenciones,
Herr Führer
. Por otro lado, correría peligro la persona objeto de su amor —prosiguió Hanussen— pues si llegase a suceder que usted se involucrase sentimentalmente con alguien, ella podría morir. Es así como usted conservará el poder. De no ser así, entonces, será usted quien perderá. Pero tenga en cuenta algo: lo más preciado es la descendencia. Piénselo.
—Creo que estoy preparado para todo. No me enamoraré. Mi amor es Alemania, los hijos de la patria serán mis hijos —repitió con más énfasis esta vez.
—¿Nunca se le ha pasado por la cabeza la idea de ser padre? —insistió Hanussen.
—No. No tengo tiempo para tener una familia. Le repito que deseo servir a mi pueblo, aún a costa de mi sacrificio —dijo estoicamente Hitler—. Deseo prosperidad para Alemania, ¿sabe usted que en 1923 un dólar valía cuatro billones de marcos alemanes? Y la cabeza del actual gobierno fue uno de los firmantes del infame Tratado de Versalles... no, señor Hanussen, tener familia e hijos no están entre mis prioridades.
—Bien pensado —asintió Hanussen.
—Pero dígame algo: ¿Qué me depara el futuro?
—Mi estimado amigo, un futuro muy brillante. Pocas personas en el mundo tienen una estrella como la suya, llegará lejos, muy lejos. Alemania será suya y gran parte del mundo.
—¿Triunfaré? ¿Llegaré a la cancillería? —preguntó Hitler, ansioso.
—Mucho más que eso —afirmó Hanussen. No pudo evitar un sentimiento de pesadumbre al emitir las últimas palabras.
Quedó en silencio de improviso. Sintió como si una nube negra se paseara delante de sus ojos, un oscuro presentimiento casi le impedía seguir hablando. Welldone apareció en su mente y sin poder evitarlo sintió un escalofrío. Fue algo fugaz, casi imperceptible, pero que caló hondo en su ánimo. Miró a Hitler, quiso creer que no era peligroso, pero sabía que sí lo era, y mucho.
—¿Más que canciller de Alemania? —Interrumpió Hitler— ¡Ah, señor Hanussen, si eso ocurriera, usted sería mi mano derecha!
Era el empujón que Hanussen necesitaba para vencer sus escrúpulos. Se vio a sí mismo como el poder detrás del trono y desechó el peligro. Una vez más, su ambición ganó.
—Por supuesto, señor Hitler. Está escrito que usted será el hombre que instaurará el nuevo orden en el mundo —replicó Hanussen—. Con respecto a sus próximos movimientos políticos: debe usted organizar mejor sus fuerzas partidistas. Utilice a los SA únicamente para el trabajo sucio. Los camisas pardas le prestan un gran servicio, pero sus componentes son personas de baja ralea. Usted necesita rodearse de la excelencia. Un cuerpo de fuerzas de choque, me parece que serían ideales unos militantes con uniformes característicos, con símbolos, símbolos por todos lados, nunca olvide los símbolos.
—Sí... —respondió entusiasmado Hitler— me gustan los símbolos.
Sig:
la runa del poder, el rayo del dios de las tempestades será el símbolo de las SS, dos eses en forma de rayos. Las llevarán mis más fieles soldados. Controlarán y vigilarán a todos los miembros del partido, y a las mismas SA. Serán las
Schutz Staffel
.
Hitler tomaba nota mental, debía hablar con Julius Schreck. Él se haría cargo de crearlas.
—Es una época muy propicia. Pronto le llegará a usted el momento para proclamarse como la mejor opción que tendrá Alemania para salir de la crisis. Porque si de algo estoy seguro, es que se acerca una gran crisis económica, y es a escala mundial. Y esa será su hora.
—Sí... mi hora... Pero dígame señor Hanussen, algo más específico.
—¿Más específico? Bien, se lo diré a su tiempo, señor Hitler,
Mein Führer
—respondió Hanussen con una sonrisa.
Sentado tras su escritorio, Adolf Hitler recordaba su primera visita a Hanussen. «Usted posee una extraordinaria fuerza psíquica. Conseguirá lo que se proponga», había dicho. Aquellas palabras le quedaron grabadas. Necesitaba hombres como él, que lo rodearan con un halo de magia que le hicieran parecer sobrenatural. Sonrió, pensativo. «Le espera un gran futuro», recordó, deleitándose. Dio un suspiro y miró a su alrededor satisfecho. La vida había cambiado mucho a su favor. Tan sólo hacía dos años estuvo en prisión por un intento de golpe de estado. Hasta eso le había favorecido; aprovechó el tiempo de reclusión para escribir
Mein Kampf
, y aunque la condena había sido por cinco años, salió en libertad antes del año, pero encontró su partido prácticamente disuelto. Hombres de poca fe... cavilaba. Para empeorar las cosas, las mejoras en las condiciones económicas en el país, en comparación con las que reinaban antes de su detención, generaron una atmósfera más propicia para los partidos políticos moderados, de manera que reorganizar el suyo le llevó un esfuerzo mayor del que en un principio había calculado. El problema con la gente, es que es hipócrita. Tiene miedo de decir lo que piensa, especulaba con desprecio. Él estaba convencido de que para alcanzar sus fines era necesaria la violencia. Alemania estaba anarquizada, los partidos de izquierda deseaban sacar provecho de los desastrosos resultados de la firma del Tratado; los comerciantes judíos especulaban con el hambre del pueblo. Pero él se había fijado una meta: sería quien salvaría a Alemania del caos y de la pobreza. A costa de lo que fuera.
Hitler presentía que Hanussen lo ayudaría en la consecución de sus planes; sabía que era un hombre conocido en los círculos empresariales, y había captado su ambición desmedida. Lo utilizaría mientras fuese necesario, después vería qué hacer con él. Miró el calendario sobre su escritorio, un círculo rojo marcaba el día. Era su cita para ir a Berlín, una ciudad que le había sido bastante esquiva. Berlineses... pensó con desdén. Se encontraba ante un dilema, le hacía falta un hombre que se hiciera cargo de reunir las fuerzas suficientes para el partido nazi en Berlín, corrompido por aquella Babilonia pecadora. ¿A quién poner en lugar de Heinz Hauenstein? Necesitaba un hombre que supiera combatir a los socialdemócratas y comunistas que en esa plaza eran mayoría, que utilizara el cerebro, no como el salvaje de Hauenstein, que lo único que hacía era aterrorizar a los demás miembros del partido sacándoles dinero.
Dio un suspiro y se preparó para salir, le esperaba un largo viaje. Acudiría al Palacio del Ocultismo. Sonrió con desprecio al recordar el nombre rimbombante. Llegaría el tiempo en que él le enseñaría a utilizar los nombres. Mientras, aprovecharía sus conocimientos, era evidente que los tenía, y sabía que no debía menospreciarlo. Hanussen era un hombre de cuidado.
Un Mercedes enorme, negro, aparcó frente a la residencia de Hanussen. De inmediato, el chofer bajó y abrió la puerta trasera para dar paso a Hitler y su fiel acompañante, Hess. Un mayordomo abrió la puerta y los condujo al salón principal, donde esperaron a que apareciera Hanussen, que no tardó en presentarse.
—Buenas tardes, señor Hanussen, hoy quisiera hablar con usted de política. —Adelantó Hitler—. Tal vez tenga ideas renovadoras, y pueda ayudarme a tomar una decisión.
—Usted sabe, señor Hitler, que puede contar conmigo.
—No es necesario que estés presente, Rudolf —dijo, dirigiéndose a Hess.
Hess volvió a sentarse tras haberse incorporado. Estaba acostumbrado a las decisiones inesperadas de Hitler, cogió una revista y se dispuso a esperar. De todos modos, al final se enteraría.
Hanussen y Hitler pasaron a una estancia contigua.
—Señor Hanussen, mi visita a esta ciudad obedece a dos razones: una es nuestra cita, naturalmente. Pero la segunda es la existencia de un puñado de miembros del partido nazi en esta ciudad, comandados por Heinz Hauenstein, un antiguo jefe de las secciones de asalto. Es un hombre que fue expulsado pero sigue actuando como si nada, he venido, pues, a poner orden.
—No me parece adecuado que sea usted quien tome decisiones de esa índole. Debe tomarlas un subordinado. A usted no le conviene ser desobedecido, en el caso de que Hauenstein no se diese por aludido, cuando usted regrese a Munich, volverá a hacer de las suyas.
—Pero no tengo una persona apropiada, de confianza, en esta ciudad. ¿Qué haría usted en mi lugar?
—Buscaría a la persona que me haya demostrado más fidelidad y la traería para hacerse cargo. Dejaría en sus manos la responsabilidad del éxito o del fracaso de la misión.
Hitler bajó los ojos y se acarició la barbilla. Dio unos cuantos pasos y lo miró.
—Tengo muchos en mente, todos me son fieles, creen en mí.
—¿Y usted cree en ellos?
—¡Ah, querido amigo! Yo no creo en nadie. Y usted lo sabe.
—Hay un hombre que podría ser idóneo para el cargo...
—¿Quién? —preguntó Hitler con curiosidad.
—Joseph Goebbels.
—Había pensado dejarlo en Munich como jefe de propaganda del partido.
—Es un hombre inteligente, astuto, y le admira más que a nadie en el mundo. Puede nombrar a Gregor Strasser, jefe de propaganda, tal vez más adelante ese puesto pueda ocuparlo Goebbels. Pero ahora, nómbrelo
Gauleiter
de Berlín.
—Habrá problemas, Strasser ha estado siempre en contra de Goebbels...
—Eso es conveniente para usted. Cuanta más envidia se tengan unos a otros, menos probabilidades habrá que se unan en su contra.
—No le falta razón, señor Hanussen. Creo que es lo que haré. Espero que no se equivoque.
—Usted recordará que Joseph Goebbels será su más fiel aliado —aseveró Hanussen cerrando los ojos. De manera inexplicable vinieron a su mente imágenes extrañas. Vio a Goebbels extendiendo la mano. Vio a Hitler avejentado. Un cuadro lejano, fúnebre.
Hitler miró las facciones relajadas de Hanussen. Cuando estaba en estado de trance, sabía que no debía interrumpirlo, era la parte que más admiraba de él, siempre parecía estar seguro de lo que afirmaba, y hasta ese momento no se había equivocado.
Hess los vio acercarse, la sesión había durado menos que otras veces, tenía enorme curiosidad por saberlo todo.
—Nos vamos de Berlín —dijo Hitler.
—¿No iremos a la Potsdamerstrasse? —preguntó, refiriéndose al cuartel general.
—Es preferible que nadie sepa que estamos aquí. Ya te explicaré.
A finales de octubre de 1926, Joseph Goebbels fue transferido a Berlín, con poderes extraordinarios. Los SA estarían bajo sus órdenes, y sólo sería responsable ante el Führer. De todas las ciudades de Alemania, era el lugar en el que a un nazi más había de costarle triunfar, pero Hanussen no se había equivocado, ese pequeño y delgado hombrecillo, con una cojera que decía haber contraído en una guerra en la que nunca participó, asumió la misión encomendada sin nada que pudiera servirle de asidero para empezar, aparte de un maloliente sótano de un edificio en la Potsdamerstrasse.
De vez en cuando visitaba a Hanussen, siempre en horas nocturnas, y salía de allí con renovados ánimos. Para Goebbels su Biblia era
Mein Kampf
, donde Hitler había expuesto con claridad los pasos a seguir para inculcar ideas: «...Cuando la propaganda ya le ha inculcado a todo un pueblo una idea, la organización, con ayuda de un puñado de hombres, puede recoger sus frutos». Únicamente los más capacitados... Un puñado de hombres... Goebbels tenía un largo trabajo por delante. Y lo logró. Expulsó a cuatrocientos miembros de los mil que formaban el partido, y empezó desde abajo con los seiscientos restantes.