La decoración estaba casi intacta. Gruesos tapices y gobelinos genuinos adornaban las paredes, y las cortinas de terciopelo y raso ocultarían con elegancia cualquier evento que se llevase a cabo dentro de la mansión. Los cuadros y los muebles tapizados en brocado trasladaron a Hanussen a un momento crucial en su vida, años atrás. Un
déjà vu
fugaz vino a su mente. Por un instante perdió la noción del presente, y mientras la voz de Hans se hacía más distante, Hanussen pensaba en lo ajeno que su amigo era a todo aquello, a pesar de enfatizar con disimulada jactancia los pormenores de la residencia, haciendo alusión al autor de un cuadro, una antigüedad, o la autenticidad de alguno de los objetos que los anteriores propietarios habían dejado en la mansión, Hans no podría saber que antes de conseguir esa casa, ya él la había visitado y sabía que era suya, pues Welldone se la había mostrado.
Se adaptó con facilidad a su nueva vida, familiarizándose con el lujo y con la presencia de los criados; accesorios indispensables para crear el ambiente adecuado. La mansión fue conocida como «El Palacio del Ocultismo».
Hanussen sentía acrecentar día a día sus facultades clarividentes. La magia que había aprendido de Welldone le proporcionaba admiración ilimitada de parte de sus seguidores, pero más que eso, sus consejos empezaban a tener un peso importante. Había aprendido a evaluar a la gente, a observar, a recordar los detalles que otros ni siquiera sabía que existían. Sabía jugar con la vanidad de sus semejantes, conocer sus secretos, intuir sus miedos y valerse de ellos. Pensaba que su enigmático maestro estaba cumpliendo su parte con creces, pues el dinero llegaba a manos llenas, y más rápido de lo que creyó en un principio. «Encontrarás quien te ayude, pero nunca pienses que la ayuda es gratuita», había dicho y, en efecto, sabía que Hans lo ayudaba porque le convenía. Y como en todo convenio, tenía que cumplir su parte.
Alicia fue ubicada en el ala opuesta de la casa, alejada de donde su padre acostumbraba a recibir a clientes, visitantes y discípulos. Ella en contadas ocasiones visitaba los salones principales, no porque lo tuviera prohibido; prefería ver a su padre como siempre, fuera de la máscara con la que se cubría para actuar ante los demás. La vida de Alicia había dado un giro notable. Bajo la tutela de una rigurosa institutriz francesa, su formación consistía ahora en lecciones de piano, clases de historia, geografía, francés, inglés, pues los berlineses consideraban su ciudad, «la más americana del continente», y empezó a cultivar el hábito de la lectura. Su profesor de música la sumergía en autores tan densos como Richard Wagner y Gustav Mahler. De la chiquilla asustada y sucia que pisó por primera vez el lejano gabinete en el barrio antiguo de Praga, no quedaba sino una rubia cabellera que acostumbraba a llevar recogida y prólijamente cuidada.
Pero Alemania atravesaba por un período político convulso. Había hecho aparición el extremismo, por un lado encabezado por el Partido Comunista, que predicaba la eliminación de toda propiedad privada en bien de la comunidad, como fórmula para solucionar los problemas que había dejado la posguerra en Alemania; por el otro, se encontraba el Partido Nacionalsocialista, cuya prédica era claramente antisemita, y anticomunista; según sus adeptos, eliminando aquellos dos flagelos, Alemania podría repuntar y ser un país próspero, pero tenía que utilizar métodos drásticos, que incluían una fuerza uniformada, llamada los SA, encargada de causar estragos entre la población judía y los demás partidos. Eran tiempos en los que existía un gran descontento entre la población, debido al Tratado de Versalles, y el gobierno conservador presidido por el anciano Paul von Hindenburg, nada podía hacer para poner orden al caos. Hanussen había aprendido a moverse con la facilidad de un pez en el agua entre todos los sectores, en una época en la que
tirios y troyanos
recurrían a la ayuda esotérica como única oportunidad de consejo y salvación.
Cierto día, Hans se presentó a la mansión con dos personajes bastante conocidos en la política.
—Señor Hanussen, le presento al señor Adolf Hitler y al señor Rudolf Hess.
Hanussen se quedó observando a ambos hombres. Uno de ellos sobresalía, a pesar de que su apariencia física no era imponente. Aparentaba la misma edad que él. Al estrechar su mano lo miró a los ojos.
—Usted posee una extraordinaria fuerza psíquica. Conseguirá todo lo que se proponga —dijo en tono firme.
—¡Magnífica noticia! —exclamó Hitler, sin dar importancia a las palabras de Hanussen—. ¿Y sabe usted cuándo sucederá?
Hanussen sabía que a pesar de la aparente trivialidad con la que Hitler reaccionaba, había despertado su interés. Miró fijamente los ojos de su interlocutor.
—Eso depende de usted, señor Hitler. Tiene que encontrar el modo de proyectar esa fuerza, no sólo sobre los que lo rodean, sino también sobre las multitudes. Cuando lo consiga, triunfará —contestó sin titubeos.
La expresión del rostro de Hitler le indicó que había dado en el blanco. Un incómodo silencio que Hanussen no interrumpió, se prolongó por largos segundos.
—¿Hace mucho tiempo que está usted en Alemania? —preguntó Rudolf Hess rompiendo su mutismo.
Hanussen escrutó con la mirada a Hess antes de contestar. Pudo captar desconfianza, sospecha, temor. No contestó a su pregunta, sino a sus pensamientos.
—¿Cree que soy un charlatán señor Hess? ¿Qué interés podría tener yo en engañarles? Hasta hace cinco minutos no conocía del señor Hitler más de lo que todo el mundo sabe. Si dudan de mí, no comprendo el motivo de su visita.
Hans carraspeó nervioso. Pensaba que Hanussen estaba yendo demasiado lejos para ser la primera entrevista. Él conocía a Hitler y también a Hess. Y sabía que eran hombres de cuidado.
—Me gustan las personas que dicen lo que piensan. Es usted, señor Hanussen, un hombre franco y directo; además, de un
Landsmann
—interrumpió Hitler en tono amable, pero al mismo tiempo evidenciando que lo había investigado—. Sobre lo que dijo antes, ¿qué más sabe?
Hanussen se relajó. Sonrió con levedad al saberse aceptado. Una vez más había dado en el clavo; no se había equivocado al observar a aquel hombre delgado, de mirada penetrante, en el que había podido entrever el fuego que se ocultaba detrás del azul glacial de sus ojos. Por supuesto que sí sabía de él. Conocía bastante bien sus pensamientos, leía el periódico
Völkischer Beobachter
que editaba su partido, así como también había leído su famoso
Mein Kampf
, pero no tenía pensado admitirlo. Simplemente, aquello formaba parte de su trabajo.
—Mucho, señor Hitler —entornó los ojos y prosiguió—: le espera un gran futuro. Uno muy importante. Sólo debe hacer lo correcto para llegar a él —terminó diciendo en un tono que a Hans se le antojó sombrío.
La conversación siguió por ese rumbo, la visita estaba sirviendo para que ambos, Hitler y Hanussen se estudiasen, y mientras uno sopesaba al otro, cada cual delimitaba sus aspiraciones.
Después de despedirse de sus nuevos clientes, Hanussen se retiró al estudio privado que había instalado en la mansión, seguido por Hans.
—Erik, el señor Hitler es un hombre que tiene un partido que va en crecimiento. Ten cuidado con él —reiteró.
Hanussen se le quedó mirando, quiso confiarle sus inquietudes, pero calló, y sólo dijo:
—Lo sé.
El hombre llamado Adolf Hitler lo había impresionado. Pensó que él y Hitler eran hombres parecidos, ambos necesitaban tener dominio sobre los demás. Pero el recuerdo de Welldone oscurecía su ánimo. ¿Sería Hitler el hombre al que se había referido?, se preguntó. No lo parecía. Su aspecto no encajaba, por lo menos no con la idea que él se había formado. Lo cierto es que había entrado en un círculo de poder que difícilmente podría evadir.
Rudolf Hess, Hermann Goering, y Heinrich Himmler, se convirtieron en asiduos visitantes de Hanussen, hasta el punto de no ejecutar ningún plan antes de consultarle. Pero el que más creía en él, era Adolf Hitler.
—Estimado señor Hitler, en primer lugar, usted debe aprovechar al máximo sus dotes de orador, pero ahora no sólo habrá de dirigirse al pueblo, sino formar parte de él; hacer que cada uno de ellos sienta que usted conoce sus más recónditos deseos. Ese será su principal poder. Debe hipnotizar a su audiencia con emociones, no es tan importante lo que diga, sino cómo lo diga —dijo Hanussen en una de las primeras sesiones que llevaba a cabo con Hitler.
—Comprendo, señor Hanussen, pero yo siempre he tenido muy buena comunicación con el pueblo. Dígame a qué se refiere exactamente.
—Debe rodearse de símbolos. No deben faltar en su estrategia. Únicamente con la violencia de sus camisas pardas, no logrará ganarse al pueblo. Debe encantarlos, decirles lo que ellos esperan escuchar, pero con la suficiente capacidad comunicativa, y por qué no, histriónica, como para que ellos se involucren emocionalmente con usted. Los símbolos son usados por las religiones para obtener poder, su prédica ha de parecerse a la de una doctrina, donde cada gesto, cada imagen, queden grabados en el subconsciente de los que le siguen.
Ernst Röhm, su antiguo compañero del ejército, había creado las
Sturm Abteilung
, conocidas como las SA, o los camisas pardas. Para Hitler fue una de las ideas más brillantes; su función principal era crear caos, generar insatisfacción; y sobre todo, hacerse notar. Y era lo que le interesaba.
—¿Símbolos? Mi símbolo es mi bandera —dijo Hitler con orgullo. El partido por iniciativa suya había adoptado una bandera roja con un círculo blanco, en cuyo centro había una svástica negra—. Es mi mayor símbolo. —Dijo Hitler, mientras recordaba al monje Joseph Lang de la Abadía de Lamback, donde había estudiado. Había sido su más fiel oyente cuando era niño, y las cruces gamadas que existían en el monasterio habían dejado una huella indeleble en su memoria. También recordó la Lanza de Longino. Era su símbolo secreto.
—Los símbolos no son únicamente banderas. También lo son las antorchas, la música; los himnos, especialmente —prosiguió diciendo Hanussen, sin evidenciar la momentánea distracción de Hitler— el podio donde usted vaya a dar su discurso debe situarse a una determinada altura, precedido por marchas rítmicas, las marchas suelen contagiar el optimismo; luego, un himno solemne, una postura convincente, con ademanes estudiados, la inflexión de la voz con la adecuada entonación para captar la atención del más distraído... en fin, hablar al pueblo, como usted lo llama, es un arte.
—¿Por ejemplo?
—Empecemos por darle a usted un título —prosiguió Hanussen como si estuviera en trance—, un gran nombre aparte del que ya tiene que será recordado eternamente por todo el mundo. ¿Qué le parece... «El Führer»?
—El Führer... Sí. Me gusta —afirmó Hitler—, ¡el Führer! —repitió en voz alta levantando la barbilla.
Él siempre había pensado en la importancia de un líder para instaurar su revolución. Una que removiera los cimientos del estado decadente en el que se había convertido Alemania. Pero de ahí a que le llamasen El Führer, (El líder), había una clara diferencia no sería un líder más, sería el Führer, el único, el que llevaría a Alemania a la gloria. Inspiró profundamente y se sintió totalmente compenetrado con Hanussen.
—También debe instaurar un saludo, específico para su persona y su partido. Los romanos acostumbraban a saludar al César con un: Ave César, y un ademán muy reconocible: el brazo en dirección a su persona. Algo así como esto.
Hanussen se situó delante de Hitler y después de juntar los talones de sus zapatos produciendo un ruido seco, levantó el brazo hacia él y dijo en voz alta:
—¡Heil Hitler! —Retomó su postura anterior y preguntó, sabiendo que lo había impresionado—: ¿Qué le parece?
—Me gusta. Es usted un genio. ¡Heil Hitler! —exclamó con excitación— ¡Ese será el saludo!
—Y deben hacerlo todos, no sólo al dirigirse a usted, sino entre ellos. Y cuando la multitud que lo aclame se reúna frente a usted, ¿se imagina cómo se verán esos millones de brazos levantados en su dirección? No es sólo un saludo, no. —Enfatizó Hanussen—. Arrastra una fuerza detrás, y toda la energía proveniente de cada uno de esos fervorosos brazos, lo transformarán en el Führer que tanto desea ser para su patria. Usted contestará al saludo con un movimiento del brazo, muy ligero, algo echado hacia atrás, como atrapando la fuerza. No debe otorgar ese poder a nadie.
—Comprendo perfectamente. En cuanto a cómo hacer para captar la atención de la gente, lo puedo aprender.
—Ensaye usted frente a un espejo. Es importante saber actuar, y que cada gesto suyo se vea tan convincente que parezca real.
—Señor Hanussen, yo amo a Alemania. No hago ni digo cosas por decir, todo lo que digo lo siento desde lo más profundo —dijo Hitler tocándose el corazón con el puño derecho.
—Le repito que no sólo es importante lo que se dice sino cómo se dice.
—Ya. Por supuesto. Seguiré sus consejos. Pero deseo que esto que acabamos de hablar quede entre nosotros. Yo seré quien se lo diga a mis más allegados. ¿Comprende?
—Absolutamente —respondió Hanussen con una sonrisa de complicidad, admirando los conocimientos de Hitler. Sabía que el poder del ocultismo radicaba justamente en eso, en mantenerlo oculto. Los conocimientos debían darse sólo a las personas iniciadas, y estaba seguro de que él también lo sabía—. Tan pronto como usted se apodere de la voluntad de aquella masa que le otorgue su voluntad de manera incondicional —prosiguió—, empezará la transmutación de los sentimientos.
Los ojos de Hitler brillaban de impaciencia, deseaba conocer a fondo todos los secretos que vislumbraba en Hanussen.
—¿Transmutación? —preguntó exaltado.
—Es exactamente lo que quiero decir. Usted generará muchos sentimientos, no solamente el éxtasis por quienes lo siguen, también generará odio, envidia, y el más poderoso de todos los sentimientos: el miedo.
—Prosiga usted... —dijo Hitler con un ligero temblor en la voz.
—El miedo es un sentimiento oscuro, muy fácil de producir pero difícil de erradicar. Una vez que alguien lo experimenta, se aloja en lo profundo del subconsciente y le hace actuar por reflejo. Se puede hacer mucho con él, es fácil de condicionar.
Hitler esperaba ansioso cada una de las palabras que brotaban de los labios de Hanussen. Cuando lo escuchaba sentía un calor inusitado en el cuerpo, era tal su concentración, que su respiración se entrecortaba.