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Authors: Blanca Miosi

Tags: #Drama, #Narrativa

El legado. La hija de Hitler (6 page)

Hitler dejó de ir a Berlín por sus múltiples ocupaciones, ahora era Hanussen quien viajaba a Munich y las reuniones se celebraban en su apartamento. Pasaban muchas horas conversando, estudiando los signos, los movimientos de los astros, y sobre todo, hablando de ocultismo. Fue en una de aquellas charlas cuando Hanussen se enteró que la Lanza de Longino era su más preciado deseo secreto.

—Sé que cuando la Lanza me pertenezca obtendré un poder ilimitado.

—La Lanza es un símbolo. Si para usted es un símbolo de poder, la obtendrá. Se lo aseguro.

Sabía que Hitler lograría obtenerla, y decírselo le brindó una confianza ilimitada de parte del Führer. Sus pronósticos eran muy acertados y, tal como dijera acerca de la economía alemana tiempo atrás, todos los vaticinios fueron cumpliéndose.Hanussen influía en las decisiones de Hitler, tanto en asuntos políticos como económicos, sus tentáculos abarcaban todos los niveles del poder. Utilizaba el dinero como arma ejerciendo de prestamista de hombres importantes. La economía Alemana tenía una gran brecha entre ricos y pobres. Los pobres tenían poco que perder, y en el otro extremo, los ricos tenían medios para obtener ganancias por medio de métodos que la inflación no afectaba; compraban a tiempo moneda extranjera así como hacían inversiones en el exterior, o compraban bienes raíces como fue su caso; terminó de pagar su Palacio del Ocultismo a unas cuotas risibles debido a que la hipoteca tenía tasa fija. Valía más el papel en el que estaban impresos los billetes que el valor que tenían. La gran sacrificada era la clase media. Y muchos de ellos empezaron a formar parte de las filas del nazismo.

A principios de 1929, cuando la economía parecía estabilizarse, Alemania dejó de recibir el flujo de capital extranjero; al disminuir el volumen del comercio con el exterior, aumentó en gran escala el desempleo que había bajado después de la salida de prisión de Adolf Hitler, la industria se paralizó y a medida que se agravaba la depresión mundial, la situación se mostraba cada vez más propicia para una revolución. Fue entonces cuando Hanussen intervino.

—Hable con empresarios que tengan poder, ellos colaborarán con su causa.

—Hemos tratado de hacerlo, pero siempre se han mostrado reacios.

—Según los astros, en estos días estarán receptivos a sus ideas políticas. Debe convencerlos personalmente. Le doy un nombre: Fritz Thyssen.

Hitler miró a Hanussen pensando que se había vuelto loco.

—Thyssen es el presidente del sector del acero. ¿Cómo cree que lo voy a convencer?

—Utilice los métodos que hemos ensayado largamente. Cuando se presente ante él previo aviso ostentoso de su representante, por supuesto, hágalo con toda la seguridad y fe que siente por su causa. Él le ayudará, y no sólo él. Muchos como él. ¿Sabe a lo que más le temen? Al comunismo, y ellos están aprovechando la situación para generar simpatizantes, ellos ofrecen todo lo que ya sabemos que no funciona.

—Hablaré con Thyssen —dijo Hitler convencido.

—No se arrepentirá —replicó Hanussen con absoluta seguridad. Él ya había mencionado a Thyssen la posibilidad de ayudar a Hitler, indicándole que era lo más conveniente. Fritz Thyssen era un asiduo visitante de su «palacio».

El Partido Nacionalsocialista no sólo logró la ayuda de los empresarios del acero, sino de todos los miembros descontentos de la comunidad, ganó el apoyo de miles de empleados públicos despedidos, de los comerciantes y pequeños empresarios arruinados, también de agricultores empobrecidos y trabajadores decepcionados de los partidos de izquierda. Cientos de jóvenes desencantados de la generación de la posguerra, se convirtieron en sus más recalcitrantes defensores. Lo apoyaron asimismo, los banqueros y algunos dueños de periódicos. Hanussen había tenido razón, y Hitler cada día confiaba más en él, escuchaba sus consejos atentamente, y decidió lanzarse una vez más a las elecciones del Reichstag en 1930. Obtuvo seis millones y medio de votos, y logró que su partido se convirtiera en el segundo más importante de la Cámara Baja del Parlamento Alemán, el Reichstag.

Para Hanussen, Hitler era un hombre con ideas claras que tenía un objetivo en la vida e iba tras él: hacer de Alemania una patria poderosa, y aunque sus métodos le resultaban demasiado radicales, comprendía que la infiltración bolchevique en las filas de los sindicatos creaba malestar y desordenaba la política alemana. Y a ello se le sumaba la gran cantidad de judíos que según Hitler era una raza a la que lo único que le interesaba era la acumulación de riqueza a costa de los trabajadores alemanes. En parte Hanussen le daba la razón. Los judíos dominaban la economía, estaban en la banca, en la prensa, en los comercios, en la ciencia, y hasta en el mercado prestamista. Y muchos de ellos en las filas del marxismo.

En una de las conversaciones en las que salió a relucir el tema judío, Hanussen le dio su parecer con sutileza.

—Señor Hitler, los judíos también son ciudadanos alemanes, su religión es judía, pero pertenecen a esta patria. Estoy de acuerdo en que algunos son avaros, y que no desean contribuir con su causa, pero una nación se conforma de la diversidad de religiones, razas y tendencias políticas.

Hitler impaciente, tomó el
Mein Kampf
que tenía sobre el escritorio. Lo abrió en una página y leyó en voz alta:

—«El estado judío no estuvo jamás circunscrito a fronteras materiales; sus límites abarcan el universo, pero conciernen a una sola raza. Por eso el pueblo judío formó siempre un estado dentro de otro estado. Constituye uno de los artificios más ingeniosos de cuantos se han urdido, hacer aparecer a ese estado como una religión y asegurarle de este modo la tolerancia que el elemento ario está en todo momento dispuesto a conceder a un dogma religioso. En realidad, la religión de Moisés no es más que una doctrina de la conservación de la raza judía. De ahí que ella englobe todas las ramas del saber humano convenientes a su objetivo, sean éstas del orden sociológico, político o económico.»

Cerró el libro y lo miró desafiante.

—¿Me dirá usted, señor Hanussen que lo que está escrito en este libro no es verdad? El judaísmo es una plaga que hay que erradicar. Ellos no se sienten parte de una nación: viven de ella. Sólo eso.

—¿Y de llegar a la cancillería qué piensa hacer con ellos?

—Darles una lección de patriotismo.

Y como acostumbraba hacer cuando no deseaba hablar más de un tema, cruzó los brazos y miró por la ventana.

Hanussen deseaba creer que Hitler era el hombre indicado para Alemania. No obstante las dudas corroían su alma. Lo que alimentaba su incertidumbre era el odio irracional que sentía por los judíos, aunque también hablaba de manera despectiva de los comunistas, lo que llevaba sus pensamientos a la Rusia soviética manejada por la ascensión al poder de Stalin, un hombre al que había que temer por las barbaridades y matanzas cometidas en contra de miles de
kulaks
, que se vieron obligados a abandonar sus tierras, para dar paso a su programa de colectivización, y al asesinato y envío a campos de trabajo a sus adversarios políticos. El ruso era un hombre sin escrúpulos, a quien no le temblaba el pulso a la hora de cometer genocidio. ¡Ah!, si tendría que escoger cuál de los dos era peor, entre Stalin y Hitler, él escogería sin duda al primero.

5
Munich, 1931

En 1931 Hitler gozaba de una holgada situación económica proporcionada por el partido, las ventas de su libro
Mein Kampf
, y la ayuda de muchos capitalistas de Alemania. Su cuartel general estaba ubicado en la
Brienner Strasse
en Münich, una de las calles más distinguidas de la ciudad, en el antiguo Palacio Barlow, la antigua sede de la embajada Cerdeña antes de la unificación italiana. Justamente enfrente se alzaba el palacio del Nuncio Apostólico. Había pagado quinientos mil marcos por el palacio y otra cantidad igual para reconstruirlo.

Recibía a políticos nacionales y extranjeros; en realidad, a toda clase de personajes, excepto a los periodistas. Con ellos siempre se mostraba desagradable, él reclamaba respeto y sumisión de cualquiera que tuviese enfrente; los periodistas escribían columnas satirizándolo, dando una imagen equivocada tanto de su personalidad, como de su capacidad de liderazgo. Así, los que no le conocían en persona daban poco valor a sus logros, y los que llegaban a conversar con él superficialmente, creían poder manejarlo a su antojo.

Hanussen había logrado cultivar amistades en el mundo editorial, algunas por intermedio de Hans y otras gracias a sus consultas. En una de las visitas que Hitler le hiciera en Berlín, propuso un cambio en su línea.

—Es importante que empiece usted, señor Hitler, a tender puentes hacia el grupo editorial que lo ha apoyado en su nacionalización; el
Leipziger Neuesten Nachrichten
fue el único diario que se opuso a la orden que le impedía a usted hablar en público, también se ha opuesto a la disolución de los S.A Tenemos a la persona indicada para lograr el contacto —sugirió Hanussen, previendo un acercamiento con los dueños de las demás editoriales.

—¿En qué podría beneficiarme una entrevista? —inquirió Hitler con desdén.

—En mucho. Podríamos captarlos, convertirlos en «conspiradores». Si concede una entrevista, será con la condición de que no se publique.

—¿Para qué podría servir una entrevista que no sea expuesta al público? —preguntó extrañado.

—El pueblo sabe cómo piensa usted. O mejor dicho: cree que lo sabe. Pero nosotros sabemos que no todo lo que usted les dice es verdad; usted necesita que un periodista influyente escuche sus
verdaderos pensamientos
, porque estoy seguro de que lo que se diga en esa reunión será comentado, aunque no se divulgue en su periódico. Al conceder la entrevista bajo un pacto de silencio, el señor Richard Breiting que es el redactor jefe, cumplirá su palabra de caballero pero al mismo tiempo se enterará de que sus planes para Alemania no son simples promesas socialistas. Usted apoya a la empresa privada, los capitalistas le son necesarios, entre la gente de la prensa siempre hay intercambio de comentarios —se explayó Hanussen.

—Espero que usted me acompañe.

—Si así lo desea estaré presente, pero no a la vista. No es conveniente que algunas personas sepan que acostumbro a tener tanta familiaridad con el partido —aclaró Hanussen—. El señor Breiting será invitado por el señor Otto Dietrich. Ambos sabemos quién es.

Dietrich trabajaba como corresponsal del diario en Munich, al mismo tiempo que tenía fuertes vínculos con el nacionalsocialismo.

Bajo el pálido sol primaveral de un cuatro de mayo, el Mercedes negro de seis ruedas, regalo de Hitler, aparcaba frente al palacio de la Brienner Strasse. Sobre el techo de la edificación ondeaba una bandera con la cruz gamada que se divisaba a gran distancia. Era la primera vez que Hanussen visitaba la sede del Partido de los Trabajadores. Frente a la fachada hacían guardia varios centinelas, haciendo gala de una disciplina castrense extremadamente rigurosa. Apreció las figuras altas y marciales de los soldados con rostros de apariencia granítica que, saltaba a la vista, podrían ser capaces de sacrificarse por su Führer. Uno de ellos comprobó su identidad como hacía con cada visitante y de inmediato le abrió paso. Para ser la sede de un partido llamado de los trabajadores, no era precisamente algo representativo de éstos, pues el lujo externo e interno estaba muy lejos de corresponder a la clase trabajadora, observó Hanussen. Vino a su encuentro Rudolf Hess y lo condujo por el vestíbulo de paredes marmóreas del palacio. El lugar le produjo una sensación de sombría dignidad. Había esvásticas por todos lados, incluidas las valiosas vidrieras alabastrinas del recinto.
Símbolos, símbolos..
. recordó Hanussen. El Führer se lo había tomado al pie de la letra.
Bien
. Pasaron por la sala senatorial, cuya artística decoración le causó una impresión imborrable con sus sesenta y un sillones de cuero de color rojo vivo. Ante una mesa semicircular se alzaba el sillón del primer magistrado con una esvástica dorada en frente y una gran imagen de Cristo encima. En la siguiente puerta estaba la oficina de Hitler. Era un gran despacho. Poseía un inmenso escritorio de diplomático. A un lado, una fotografía de Mussolini, y en la pared un gran óleo de Federico el Grande. Su oficina era un centro de ebullición, se recibían sin cesar llamadas telefónicas desde Berlín, Dortmund, Colonia, Oldenburg, los mensajeros no dejaban de entrar y salir, Hanussen observó la intensa actividad que rodeaba a Hitler, era la primera vez que visitaba su lugar de trabajo.

El motivo principal por el que Hitler odiaba a los periodistas, se debía a que gran parte de ellos eran detractores de las ideas autoritarias que él predicaba en sus discursos. Reclamaba la necesidad de un gobierno dictatorial para poner orden al caos político y económico de Alemania. De manera invariable se refería al pésimo gobierno que regía el país. Pasaba por alto los esfuerzos del ministro de Relaciones Exteriores fallecido dos años antes, Gustav Stresemann; gracias a él Alemania había podido vencer la hiperinflación empezada tras el final de la guerra. Muerto Stresemann, el partido popular se había debilitado y Hitler sabía sacar provecho de los débiles.

A Hanussen no le agradaba ser el foco de atención en la política, dado que jugaba para varios bandos. Insistió en quedar fuera del alcance de la vista de Breiting durante la entrevista, pero se mantuvo atento al transcurso de ésta, oculto en un estrecho gabinete aledaño, cuyo delgado tabique permitía escuchar con claridad, y la mirilla disimulada por un adorno en la pared le servía de visor.

—Su libro es sin duda, señor Hitler, una obra simbólica. Una guía para su Movimiento, y por desgracia, sus enemigos no lo toman con la seriedad necesaria. Yo he aprendido mucho de
Mein
Kampf
, y ésa es la razón de que le haya hecho esta visita —empezó diciendo Breiting en la entrevista.

—Señor Breiting —afirmó Hitler—, usted ha acentuado lo de mi Movimiento. Yo diría que
Mein Kampf
tiene trascendencia histórica para Alemania y para toda la raza aria. Tanto el francés Gobineau, como el inglés Chamberlain se han interesado vivamente por nuestras ideas ordenadoras. Se lo repito: ideas ordenadoras. O si lo prefiere: visión ideológica de la historia según el principio fundamental de la sangre: un Nuevo Orden —recalcó elevando la voz—, quiero erigir un Reich milenario, de una singular creación ideológica... yo diría casi divina —dijo en un susurro mirándolo fijamente—. Nosotros no necesitamos la administración de un jurista recto, sino el valor cívico y político de toda una generación. El derecho debe acomodarse a nuestros dictados —prosiguió elevando cada vez más la voz y gesticulando con el puño de su mano derecha—. ¡Para capitanear un pueblo y encaminarlo hacia acontecimientos grandiosos se requieren hombres inspirados por el destino y la providencia!

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