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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (17 page)

—¿Qué sabe Zenko del asunto?

—Conoce la existencia de tu hijo; se encontraba en la aldea de los Muto cuando llegó la noticia de la muerte de Yuki. Durante semanas enteras apenas se habló de otra cosa. Pero no creo que Kenji hablase sobre la profecía en ninguna otra ocasión, salvo en aquélla.

—Entonces, seguirá siendo un secreto entre nosotros —decretó Takeo.

El joven asintió con un gesto.

—Me quedaré aquí, con ellos, como sugieres —indicó—. Observaré con atención y me aseguraré de que Chikara emprenda viaje junto a Ishida. Con suerte, lograré descubrir más sobre las auténticas intenciones por parte de sus padres.

Mientras se separaban, Taku añadió:

—Sólo una reflexión más. Si en efecto adoptas a Sunaomi y se convierte en hijo tuyo...

—En ese caso, optaré definitivamente por no dar crédito a la profecía —replicó Takeo, fingiendo una ligereza que no sentía.

12

Takeo emprendió viaje alrededor de la hora de la Serpiente. En un primer momento la lluvia se resistió, pero a última hora de la tarde empezó a caer a raudales. Sunaomi se mostraba callado, deseoso de comportarse de manera apropiada y valerosa, pero se le notaba un tanto atemorizado por abandonar a sus padres y al resto de su familia. Dos de los lacayos de Zenko le custodiaban, mientras Takeo era acompañado por Jun y Shin, además de Minoru y un contingente de veinte guerreros. La primera noche se alojaron en una pequeña aldea, donde varias posadas se habían establecido en estos últimos años de prosperidad en que los comerciantes y sus productos viajaban a menudo entre las ciudades de Hofu y Hagi. La carretera, adoquinada o cubierta de grava en su integridad, se mantenía en buen estado. Todas las pequeñas poblaciones se hallaban vigiladas por patrullas y los desplazamientos resultaban rápidos y seguros. A pesar de la lluvia, hacia el atardecer de la tercera jornada llegaron a la confluencia de los ríos, donde les esperaba Miyoshi Kahei, a quien los mensajeros habían alertado de que el señor Otori se dirigía hacia el norte.

Por su lealtad hacia Takeo, Kahei había sido recompensado con la ciudad de Yamagata y el territorio que la rodeaba: los frondosos bosques que conformaban el corazón del País Medio y las fértiles tierras de cultivo a ambos lados del río. Tras la derrota de los Otori en la batalla de Yaegahara, la ciudad de Yamagata había sido cedida a los Tohan, y su devolución al País Medio había sido ocasión de prolongadas y eufóricas celebraciones. Los Miyoshi constituían una de las principales familias del clan de los Otori, y Kahei era un gobernante eficaz que gozaba de gran popularidad. También era un excelente líder militar, un experto en estrategia y táctica castrense que, en opinión de Takeo, lamentaba en secreto los años de paz y anhelaba algún nuevo conflicto bélico en el que poder probar la validez de sus teorías y la fortaleza y pericia de sus soldados. Su hermano Gemba, quien sentía más inclinación por la idea de Takeo de poner fin a la violencia, se había convertido en discípulo de Kubo Makoto y seguidor de la Senda del
houou.

—¿Tienes intención de ir a Terayama? —preguntó Kahei una vez que hubieron intercambiado los saludos correspondientes y cabalgaban hombro con hombro hacia el norte, en dirección a la ciudad.

—Aún no lo he decidido —respondió Takeo—. Me encantaría, pero no quiero retrasar la llegada a Hagi.

—Si quieres, puedo mandar aviso al templo y acudirán a visitarte al castillo.

Takeo no veía manera de evitar una cosa o la otra sin ofender a sus viejos amigos. Sin embargo, Kahei tenía varios hijos pequeños muy bulliciosos que no parecían temer a su poderoso padre y esa noche, mientras Sunaomi se iba abriendo a aquel ambiente afectuoso y festivo, Takeo reflexionó que al niño no le vendría mal visitar el lugar más sagrado para los Otori, ver las tumbas de Shigeru, Takeshi e Ichiro y conocer a Makoto y a los demás guerreros de gran madurez espiritual que hacían del templo su centro y su hogar. Sunaomi parecía un crío inteligente y sensible; la Senda del
houou
podría ser la disciplina adecuada para él, de la misma forma que lo había sido para Shigeko, la hija de Takeo. Éste sintió una inesperada punzada de emoción. Sería maravilloso tener un hijo varón al que criar y educar de aquel modo; el entusiasmo que le embargó le dejó sorprendido. Se hicieron las disposiciones necesarias para partir a primera hora de la mañana siguiente. Minoru se quedaría en Yamagata con objeto de inspeccionar datos relativos a la administración y redactar atestados que podrían tener que presentarse ante los tribunales.

La lluvia había dado paso a la niebla y el rostro de la tierra se cubría con un manto gris. El sol plomizo despuntaba por encima de las montañas y los blancos jirones de nubes que flotaban sobre las laderas parecían banderas mecidas por el viento. Los cedros, con sus troncos empapados por el agua, despedían humedad; el paso de los caballos quedaba amortiguado por la tierra encharcada. Cabalgaban en silencio. Takeo, cuyos dolores no eran menores de lo que había previsto, ocupaba su mente con recuerdos de su primera visita al templo y de aquellos que le habían acompañado tanto tiempo atrás. Se acordaba sobre todo de Muto Kenji, el nombre más reciente de los anotados en el censo de los muertos. Kenji, quien en aquel viaje en particular se había hecho pasar por un anciano necio, aficionado al vino y a la pintura; quien aquella noche había abrazado a Takeo. "Debo de estar tomándote cariño. No quiero perderte." Kenji, quien había traicionado a Takeo y al mismo tiempo le había salvado la vida; quien había jurado protegerle mientras estuviera vivo y había mantenido su palabra a pesar de la apariencia contraria. Takeo percibió una dolorosa sensación de desamparo, pues la muerte de su maestro había dejado en su vida un hueco que nunca podría volver a llenar. También volvió a notarse vulnerable, tanto como cuando el enfrentamiento con Kikuta Kotaro le había dejado lisiado. Fue Kenji quien le enseñó a defenderse con la mano izquierda, quien le ofreció apoyo y consejo en sus primeros años de autoridad sobre los Tres Países, quien había dividido a la Tribu en bien de Takeo, había puesto a las cuatro o cinco familias de la organización bajo el mando de éste —con la excepción de los Kikuta— y había mantenido la red de espionaje que hacía permanecer a salvo al señor Otori y sus territorios.

Después, Takeo volvió sus pensamientos al único descendiente vivo de Kenji: el nieto de éste, retenido por los Kikuta.

"Mi hijo", pensó con la habitual mezcla de remordimiento, añoranza y rencor. "Nunca ha conocido a su padre ni a su abuelo. Nunca elevará las plegarias necesarias a sus antepasados. No hay nadie más para honrar la memoria de Kenji." ¿Y si Takeo intentase recuperarle?

Pero tal extremo supondría revelar la existencia del muchacho a su esposa, a sus hijas, al país entero. El secreto llevaba tanto tiempo oculto que Takeo no encontraba la manera de desvelarlo. Ojalá los Kikuta estuvieran dispuestos a negociar de alguna forma, a hacer alguna concesión. Kenji lo había creído posible; había decidido ir a ver a Akio y su determinación le había costado la vida. Como resultado, dos jóvenes también morirían. Al igual que Taku, Takeo se preguntaba cuántos asesinos les quedarían a los Kikuta; pero al contrario que al hijo de Shizuka, la idea de que el número de homicidas pudiera estar disminuyendo no le reconfortaba.

El sendero por el que avanzaban era estrecho y el reducido grupo (Sunaomi y sus dos lacayos, los dos guardas de la Tribu a cargo de Takeo y otros tres guerreros Otori, además de dos hombres de Kahei) cabalgaba en fila india. Una vez que hubieron dejado los caballos en la posada situada a los pies de la montaña sagrada, Takeo llamó a Sunaomi para que caminara junto a él. Le habló brevemente de la historia del templo y los héroes Otori que allí estaban enterrados; del pájaro sagrado que anidaba en las profundas arboledas a espaldas del santuario, y de los guerreros que consagraban su existencia a la Senda del
houou.

—Puede que te enviemos a Terayama cuando crezcas; mi hija mayor acude todos los inviernos desde que tenía apenas nueve años.

—Haré todo lo que mi tío desee —respondió el niño—. ¡Ojalá pudiera ver un
houou
con mis propios ojos!

—Nos levantaremos temprano por la mañana e iremos a la arboleda antes de regresar a Yamagata. Seguro que ves alguno, porque ahora son muchos los que anidan por los alrededores.

—Chikara va a viajar con el
kirin —
observó Sunaomi—, y yo voy a ver al
houou.
Es justo. Pero dime, te lo ruego, ¿qué hay que hacer para seguir la Senda del
houou?

—Te lo explicarán las personas que hemos venido a ver. Son monjes, como Kubo Makoto; o guerreros, como Miyoshi Gemba. La base de su doctrina es la renuncia a la violencia.

Sunaomi se mostró decepcionado.

—Entonces, ¿no voy a aprender el uso del arco y la espada? Eso es lo que nos enseña nuestro padre, y en lo que quiere que destaquemos.

—Continuarás tu adiestramiento con los hijos de los guerreros en Hagi o en Inuyama, cuando nos instalemos en aquella ciudad. Pero la Senda del
houou
exige más dominio sobre uno mismo que ninguna otra disciplina, así como mayor fortaleza física y mental. Puede que no sea un método adecuado para ti.

Takeo percibió un destello de luz en los ojos del niño.

—Confío en que sí lo sea —repuso Sunaomi con sólo un murmullo.

—Mi hija mayor te hablará de ello más detenidamente cuando lleguemos a Hagi.

Takeo apenas soportaba mencionar el nombre de la ciudad, tal era su deseo de reunirse allí con Kaede. Sin embargo, ocultaba sus sentimientos de la misma manera en la que había enmascarado el dolor físico y el desconsuelo por la pérdida de Kenji durante todo el día. A las puertas del templo fueron recibidos con tanto asombro como placer, y uno de los monjes se apresuró a informar de su llegada a Matsuda Shingen —el abad— y a Kubo Makoto. Luego les escoltaron hasta la residencia para invitados. Tras dejar allí a Sunaomi y a sus hombres, Takeo caminó solo a través del jardín. Dejó a un lado los estanques donde las carpas rojas y doradas daban vueltas y chapoteaban, se dirigió hacia la arboleda sagrada situada a espaldas del templo y, finalmente, ascendió la empinada ladera de la montaña donde estaban enterrados los señores Otori.

Allí la niebla era más densa y envolvía las linternas de piedra gris y las lápidas, oscurecidas por la humedad y moteadas de liquen blanco y verdoso. El musgo, de un verde más intenso, envolvía la base de los sepulcros. Una nueva cuerda de paja centelleaba alrededor de la tumba de Shigeru, frente a la que se hallaba un grupo de peregrinos. Con la cabeza inclinada, rezaban al hombre que se había convertido en un héroe y una deidad, en el espíritu mismo del País Medio y del clan de los Otori.

Los presentes eran campesinos en su mayoría, según le pareció a Takeo; posiblemente entre ellos se encontraba algún comerciante procedente de Yamagata. Cuando le vieron aproximarse le identificaron de inmediato por el blasón de su túnica y por la mano enfundada en un guante negro. Se arrojaron al suelo pero, tras saludarles, Takeo les pidió que se levantaran. Luego solicitó que le dejaran a solas junto a la tumba. Él mismo se arrodilló y contempló las ofrendas que allí habían colocado: un manojo de flores escarlata, pastelillos de arroz y frascas de vino.

El pasado yacía a su alrededor, con sus dolorosos recuerdos y sus exigencias. Takeo le debía a Shigeru la vida, la cual había desempeñado conforme a la voluntad de los muertos. Notaba el rostro húmedo a causa de las lágrimas y de la niebla.

Escuchó un movimiento a sus espaldas y al girarse vio que Makoto se dirigía hacia él, llevando en una mano una lámpara y en la otra, un pequeño recipiente con incienso. El monje se hincó de rodillas y colocó ambos objetos junto al sepulcro. El humo gris se elevaba lenta y pesadamente, mezclándose con la bruma, perfumando el aire. La lámpara ardía de forma constante y su llama resultaba más luminosa por la opacidad del día.

Se mantuvieron en silencio durante un largo rato. Luego, el sonido de una campana llegó desde el patio del templo y Makoto sugirió:

—Ven a comer. Debes de estar hambriento. Me alegro de verte.

Ambos se levantaron y se contemplaron mutuamente. Se habían conocido en aquel mismo lugar diecisiete años atrás y durante un breve periodo habían sido amantes a la manera de los jóvenes apasionados. Makoto había combatido junto a Takeo en las batallas de Asagawa y Kusahara, y durante largos años había sido su mejor amigo. Ahora, con el sutil discernimiento que le caracterizaba, el monje preguntó:

—¿Qué ha ocurrido?

—Te lo resumiré. Muto Kenji ha muerto. Se fue a negociar con los Kikuta y no volvió. Me dirijo a Hagi a comunicar la noticia a mi familia. Mañana regresaremos a Yamagata.

—Lamento mucho su pérdida; Kenji fue un amigo fiel durante muchos años. Me parece lógico que quieras estar con la señora Otori en un momento como éste pero, ¿es necesario que te marches tan deprisa? Perdóname, pero no tienes buen aspecto. Quédate con nosotros unos días para recuperar fuerzas.

Takeo esbozó una sonrisa, tentado por la idea y envidiando la salud física y espiritual de Makoto, aparentemente perfectas. El monje pasaba ahora de los treinta años, pero su rostro se veía tranquilo y carente de arrugas; sus ojos transmitían calidez y alegría; su actitud en general destilaba serenidad y autocontrol. Takeo sabía que Miyoshi Gemba, su otro amigo, tendría el mismo aspecto, al igual que todos los seguidores de la Senda del
houou.
Le embargó un cierto malestar por el hecho de que el sendero que él mismo había sido llamado a recorrer fuera tan diferente. Como solía ocurrir cuando Takeo visitaba Terayama, contempló la fantasía de retirarse al templo y dedicarse a la pintura y al diseño de jardines, como el gran artista Sesshu. Donaría su sable
Jato —
que siempre llevaba consigo pero que no había utilizado desde mucho tiempo atrás— al templo y abandonaría la vida de guerrero y gobernante. Renunciaría a matar, abdicaría del poder sobre la vida y la muerte de todos cuantos habitaban aquellas tierras, se liberaría de las angustiosas decisiones que comportaba la autoridad que ostentaba.

Los familiares sonidos del templo y de la montaña le envolvieron. De manera consciente, abrió la puerta a su capacidad auditiva y dejó que el ruido le inundara: el distante chapoteo de la cascada; el murmullo de las plegarias que se elevaban en la nave principal; la voz de Sunaomi, que llegaba desde la residencia para invitados; las cometas, que silbaban desde las copas de los árboles. Dos golondrinas remontaron el vuelo desde una rama; sus plumajes color gris azulado resaltaban bajo la macilenta luz del día y entre la oscura hojarasca. Imaginó cómo las plasmaría en un dibujo.

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