—Shizuka debe sentir lástima por la pérdida de Arai —observó Shigeko con voz pausada mientras se alejaban del puente. Durante unos minutos Maya y Miki caminaron una junto a la otra; los transeúntes se arrodillaban al paso de Shigeko, pero apartaban la mirada de las gemelas.
—Siento lástima por el amor que una vez nos tuvimos —respondió Shizuka—, y también por mis hijos, quienes con sus propios ojos vieron morir a su padre. Pero para entonces Arai ya me había convertido en su enemiga y había ordenado asesinarme. Su propia muerte no fue más que un justo final al modo en que decidió vivir.
—¡Cuánto sabes sobre aquellos tiempos! —exclamó Shigeko.
—Sí, probablemente más que nadie —admitió Shizuka—. A medida que me hago mayor, me acuerdo del pasado con más claridad. Ishida y yo hemos estado escribiendo mis recuerdos, a petición de vuestro padre.
—¿Conociste al señor Shigeru?
—Cuyo apellido vosotras lleváis. Sí, le conocía muy bien. Compartimos secretos durante años y confiamos uno en el otro hasta su muerte.
—Debió de ser un gran hombre.
—Jamás he conocido a ninguno como él.
—¿Era mejor que mi padre?
—¡Shigeko! Yo no soy quién para juzgar a tu padre.
—¿Por qué no? Eres su prima. Le conoces mejor que la mayoría de la gente.
—Takeo se parece mucho a Shigeru: es una gran persona y un gran gobernante.
—¿Pero...?
—Todo hombre tiene fallos —respondió Shizuka—. Tu padre intenta dominar los suyos; pero su naturaleza está dividida de una manera en que no lo estaba la de Shigeru.
De pronto, Shigeko sintió un escalofrío, aunque seguía apretando el calor.
—¡No sigas! Lamento haberte preguntado.
—¿Qué ocurre? ¿Has tenido una premonición?
—Las tengo continuamente —respondió Shigeko con un susurro—. Sé que mucha gente busca la muerte de mi padre —hizo un gesto a las gemelas, que aguardaban a las puertas del santuario—. Nuestra familia está dividida de la misma forma: somos un reflejo de su naturaleza. ¿Qué será de mis hermanas en el futuro? ¿Qué lugar ocuparán en el mundo?
Sintió otro escalofrío e hizo un esfuerzo por cambiar el curso de la conversación.
—¿Ha regresado tu marido de su último viaje?
—Le esperamos cualquier día de estos. Puede que haya llegado a Hofu; no he tenido noticias.
—Mi padre está ahora en Hofu. Tal vez se hayan visto; quizá regresen juntos —Shigeko se dio la vuelta y dirigió la vista a la bahía—. Mañana subiremos a la colina a ver si divisamos su barco.
Se adentraron en el recinto del santuario una vez que hubieron franqueado la enorme cancela, cuyo arquitrabe estaba tallado con aves y animales mitológicos como el
houou,
el
kirin
y el
shishi.
El lugar estaba envuelto por una frondosa vegetación. Enormes sauces bordeaban la orilla del río, y por los tres extremos restantes crecían robles perennes y cedros, así como los últimos vestigios del bosque que antaño cubriera la tierra desde la montaña hasta el río. El clamor de la ciudad se había desvanecido y ahora reinaba el silencio, únicamente interrumpido por los cantos de los pájaros. La luz sesgada que llegaba del oeste iluminaba con sus rayos dorados las partículas de polvo que flotaban entre los troncos gigantescos.
Un caballo blanco que se hallaba encerrado en un establo ornamentado con hermosos relieves relinchó ávidamente al ver llegar a la comitiva. Las gemelas se acercaron a ofrecer zanahorias al animal sagrado, le acariciaron el fornido cuello e hicieron todo tipo de aspavientos.
Apareció un hombre de avanzada edad desde la parte posterior de la nave principal. Era el sacerdote del templo. Desde niño se había dedicado al servicio del dios del río, después de que su hermano falleciese ahogado en la presa. El anciano se llamaba Hiroki y era el tercer hijo del domador de caballos de los Otori, Mori Yusuke. Su hermano mayor, Daisuke, había sido el mejor amigo del señor Shigeru y había sucumbido en la batalla de Yaegahara.
Hiroki sonreía mientras se aproximaba. Compartía con los habitantes de Hagi la unánime aprobación de Shigeko, y mantenía con la joven un vínculo especial por el amor que ambos profesaban a los caballos. Continuando la tradición familiar, Hiroki se había hecho cargo de los establos de los Otori después de que su padre se marchara al otro extremo del mundo, en busca de los veloces caballos de las estepas. El propio Yusuke jamás regresó, pero envió un semental que engendró a
Raku
y a
Shun,
ambos domados y entrenados por el hermano menor de Shigeru, Takeshi, en los meses anteriores a la muerte de éste.
—¡Bienvenida, señora!
Como la mayoría de las personas, Hiroki hizo caso omiso de las gemelas, como si la existencia de ellas fuera demasiado vergonzante para admitirla. Las niñas se apartaron unos pasos y se colocaron a la sombra de los árboles; con ojos opacos, observaron fijamente al sacerdote. Shigeko se percató de que se habían enojado. Miki en particular tenía un temperamento fogoso que aún no había aprendido a controlar; Maya era de carácter más frío, aunque también más implacable.
Una vez que intercambiaron expresiones de cortesía y Shigeko presentó las ofrendas, el sacerdote tiró de la cuerda de la campana con objeto de despertar al espíritu y la joven elevó la plegaria habitual para que los caballos fueran protegidos, mostrándose a sí misma como intermediaria entre el mundo físico y el espiritual a favor de los seres que carecían de habla y, por tanto, de capacidad de orar.
Un gato de corta edad llegó correteando por la veranda en persecución de una hoja caída. Hiroki lo levantó en brazos y le acarició la cabeza y las orejas. El felino empezó a ronronear. Las pupilas de sus ojos inmensos, del color del ámbar, se le contraían a causa de la intensa luz del sol; tenía un pelaje de tono cobrizo pálido, con manchas negras y pelirrojas.
—¡Tienes un nuevo amigo! —exclamó Shigeko.
—Sí, vino buscando refugio una noche lluviosa y aquí sigue desde entonces. Es un buen compañero; los caballos lo aprecian y atemoriza a los ratones, manteniéndolos en silencio.
Shigeko nunca había visto un gato tan hermoso; los contrastes de color resultaban sorprendentes. Se dio cuenta de que el anciano sacerdote se había encariñado con el animal y se alegró por ello. Todos los familiares de Hiroki habían fallecido; él mismo había vivido la derrota de los Otori en Yaegahara y la destrucción de la ciudad a causa del terremoto. Ahora su único interés residía en el servicio al dios del río y el cuidado de los caballos.
El gato se dejó acariciar unos instantes y luego forcejeó hasta que Hiroki lo depositó en el suelo. Salió despedido, con la cola en alto.
—Se avecina una tormenta —comentó el sacerdote con una risa ahogada—. Nota los cambios del tiempo en el pelaje.
Maya, que había recogido una ramita, se agachó y removió las hojas del suelo con ella. El gato se quedó inmóvil, con ojos atentos.
—Vayamos a ver los caballos —propuso Shigeko—. Acompáñame, Shizuka.
Miki salió corriendo tras ellas, pero Maya permaneció agachada en la sombra, incitando al gato para que se acercara. La doncella aguardaba pacientemente en la veranda.
Un rincón del pequeño campo de cultivo estaba cercado con bambú, y allí se hallaba encerrado un potro de color negro. El terreno se notaba deteriorado y lleno de hendiduras por donde pisaba el caballo. Cuando el animal los vio, relinchó con estridencia y luego se encabritó. Los dos potrillos que lo acompañaban relincharon en respuesta. Se mostraban asustadizos e inquietos, y ambos exhibían mordeduras recientes en el cuello y los flancos.
Un mozo de cuadra estaba rellenando un cubo de agua.
—Lo derrama a propósito —explicó con un gruñido. Uno de los brazos del muchacho tenía marcas de dentadura y varios cardenales.
—¿Te ha mordido? —preguntó Shigeko.
El chico asintió con la cabeza.
—Y también me da coces —les mostró otro cardenal en la pantorrilla.
—No sé qué hacer con él —admitió Hiroki—. Siempre ha sido difícil, y ahora se ha vuelto peligroso.
—Es una preciosidad —comentó Shigeko, admirando las largas patas y la espalda musculosa del animal, su cabeza perfecta y sus ojos enormes.
—Sí, es muy bonito, y también de gran estatura; es el caballo más alto que tenemos. Pero tiene un temperamento tan impetuoso que no sé si podremos llegar a domarlo alguna vez. También dudo si deberíamos utilizarlo para cubrir a las yeguas.
—¡Pues parece bien preparado para reproducirse! —observó Shizuka, y todos se echaron a reír, pues el animal mostraba todos los signos de un ansioso semental.
—Me temo que al juntarlo con las yeguas empeorará —argumentó Hiroki.
Shigeko se acercó al potro, que puso los ojos en blanco y echó las orejas hacia atrás.
—Ten cuidado —advirtió el sacerdote, y en ese mismo momento el caballo hizo amago de morder a la joven.
El mozo de cuadra dio un manotazo al animal mientras Shigeko se apartaba de la dentadura del equino. En silencio, lo examinó unos instantes.
—Al estar encerrado se pone más nervioso —opinó—. Llévate a los dos potrillos más jóvenes para que éste pueda moverse a sus anchas. ¿Y si trajeras un par de yeguas viejas, estériles? Tal vez lo apaciguarían y podrían enseñarle a comportarse.
—Buena idea; lo intentaré —respondió el anciano, y acto seguido ordenó al mozo que se llevase a los dos potrillos a una pradera más alejada.
—Dentro de uno o dos días traeremos las yeguas. Al encontrarse solo, apreciará más su compañía.
—Vendré a diario para comprobar si es posible amansarlo —anunció Shigeko, resolviendo que escribiría a Hiroshi para pedirle consejo.
"Puede que incluso se decida a volver y a ayudarme a domarlo..."
Mientras regresaban al santuario, Shigeko, ilusionada, sonreía para sí.
Maya se encontraba sentada en la veranda junto a la doncella, con los ojos bajos en apariencia de docilidad. El gato estaba tumbado lánguidamente en el suelo, hecho un ovillo de pelo, con su belleza y vitalidad desvanecidas.
El anciano soltó un grito y se acercó corriendo, tambaleándose, hasta el animal. Lo levantó y se lo apretó contra el pecho. El gato se movió ligeramente, pero no se despertó.
Shuzika se dirigió a Maya de inmediato.
—¿Qué has hecho?
—Nada —replicó la niña—. Me miró, y luego se quedó dormido.
—Despierta,
Mikkan —
imploró el sacerdote en vano—. ¡Despierta!
Shizuka observaba fijamente al animal, alarmada. Con un visible esfuerzo por controlar sus impulsos, dijo con voz calmada:
—No se despertará hasta dentro de mucho, si es que llega a hacerlo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Shigeko—. ¿Qué le ha hecho?
—No hice nada —se defendió Maya de nuevo; pero cuando levantó la mirada los ojos de la gemela se mostraban duros y brillantes, con un cierto matiz de entusiasmo. Cuando dirigió la vista al anciano, quien lloraba en silencio, hizo un mohín de desdén con los labios.
Entonces, Shigeko cayó en la cuenta de lo ocurrido y le atacaron las náuseas.
—Es uno de esos poderes secretos, ¿no es verdad? —desaprobó—. Algo que ha aprendido en la aldea de la Tribu. ¡Alguno de esos espantosos encantamientos!
—No hablemos de ello aquí —advirtió Shizuka con un murmullo, pues los sirvientes del santuario se habían congregado alrededor y miraban boquiabiertos, aferrando sus amuletos e invocando la protección del espíritu del río—. Tenemos que regresar. Hay que castigar a Maya; pero acaso sea demasiado tarde.
—Demasiado tarde, ¿para qué? —preguntó Shigeko.
—Después te lo diré. Yo sólo entiendo a medias estas dotes de los Kikuta. Ojalá tu padre estuviera aquí.
* * *
Shigeko anheló todavía más el regreso de su padre cuando tuvo que hacer frente a la indignación de Kaede. Era la noche de ese mismo día. Shizuka se había llevado a las gemelas para imponer un castigo a Maya, y las niñas habían sido enviadas a dormir en habitaciones separadas. Los truenos resonaban en la distancia y ahora, desde donde Shigeko se encontraba arrodillada con la cabeza inclinada ante su madre, podía ver la trémula luz reflejada en las paredes repujadas en oro mientras los relámpagos centelleaban en dirección al mar. La predicción del gato acerca del cambio del tiempo había sido del todo acertada.
—¡No deberías haberlas llevado al santuario! Sabes que no quiero que las vean juntas en público —la reprendió Kaede.
—Perdóname, Madre —susurró Shigeko. No estaba acostumbrada a los reproches por parte de su madre y le dolían profundamente. Al mismo tiempo, sentía preocupación por las gemelas y consideraba que Kaede se mostraba injusta con ellas—. Hacía calor, llevaban tiempo estudiado. Necesitaban que les diera el aire.
—Pueden jugar aquí mismo, en el jardín —replicó su madre—. Maya tendrá que marcharse otra vez.
—Es el último verano que pasaremos juntos en Hagi —suplicó Shigeko—. Permite que se quede hasta que nuestro padre regrese a casa.
—Miki es dócil aún, pero Maya empieza a escaparse de todo control —protestó Kaede—. Y ningún castigo parece afectarle. La separación de su hermana, de ti y de su padre podría ser la mejor forma de doblegar su voluntad. También nos traería un poco de paz durante el verano.
—Madre... —empezó a decir Shigeko, si bien fue incapaz de continuar.
—Sé que piensas que soy demasiado severa con tus dos hermanas —observó Kaede tras unos instantes de silencio. Se acercó a su hija y tras levantarle la cabeza, le miró a la cara. Luego, la atrajo hacia sí y le acarició la larga y sedosa melena—. ¡Qué cabello tan hermoso! El mío era igual.
—Las gemelas echan en falta tu cariño —osó decir Shigeko al notar que el enfado de su madre disminuía—. Creen que las odias por no haber nacido varones.
—No las odio —rebatió Kaede—. Me avergüenzo de ellas. Tener gemelos es algo terrible, como una maldición. Siento que es alguna clase de castigo, una advertencia que procede del Cielo. Cuando ocurren incidentes como este del gato, tengo miedo. A menudo pienso que habría sido mejor si hubieran muerto al nacer, como la mayoría de los gemelos. Tu padre no quiso ni oír hablar de ello. Les permitió seguir con vida; pero ahora, me pregunto: ¿con qué propósito? Son hijas del señor Otori, no pueden marcharse a vivir con la Tribu. Pronto tendrán edad de esposarse. ¿Quién, entre la casta de los guerreros, se casaría con ellas? ¿Quién tomaría por esposa a una hechicera? Si sus poderes extraordinarios quedaran al descubierto, podrían incluso sentenciarlas a muerte.