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Authors: Herbert Marcuse

El hombre unidimensional (9 page)

¿Puede uno asumir que el sistema comunista, en sus formas establecidas, desarrollará (o más bien se verá
obligado
a desarrollar en virtud de la pugna internacional) las condiciones que harán posible tal transición? Hay fuertes argumentos contra estas suposiciones. Uno de ellos subraya la poderosa resistencia que ofrecería la atrincherada burocracia —una resistencia que halla su
raison d'être
precisamente en los mismos fundamentos que provocan el impulso para crear las precondiciones para la liberación, esto es, la competencia de vida o muerte con el mundo capitalista.

Cabe renunciar a la noción de una «voluntad de poder» innata a lanaturaleza humana. Éste es un concepto psicológico altamente dudoso y totalmente inadecuado para el análisis del desarrollo social. La cuestión no es si las burocracias comunistas «abandonarán» su posición privilegiada una vez que el nivel de cambio cualitativo posible sea alcanzado, sino si serán capaces de evitar que se alcance este nivel. Para hacer esto, tendrán que detener el crecimiento material e intelectual en un punto en el que la dominación sea todavía racional y beneficiable, en el que la población pueda ser atada todavía a su empleo y al interés del estado u otras instituciones establecidas. De nuevo, el factor decisivo aquí parece ser la situación global de coexistencia, que desde hace mucho ha llegado a ser un factor en la situación
interna
de las dos sociedades opuestas. La necesidad de una utilización total del progreso técnico y de la supervivencia gracias a un nivel de vida superior puede resultar más fuerte que la resistencia de las burocracias establecidas.

Me gustaría añadir algunos comentarios acerca de la repetida opinión de que el nuevo desarrollo de los países atrasados pueda no sólo alterar las perspectivas de los países industrialmente avanzados, sino incluso constituir una «tercera fuerza» capaz de crecer hasta convertirse en un poder relativamente independiente. Dentro de los términos de la discusión anterior: ¿hay alguna evidencia de que las antiguas áreas coloniales o semi-coloniales puedan adoptar una forma de industrialización diferente de la del capitalismo y el comunismo de hoy? ¿Hay algo en la tradición y la cultura autóctona de estas áreas que pueda indicar tal alternativa? Limitaré mis comentarios a los países atrasados que están ya en proceso de industrialización, esto es, aquellos en que la industrialización coexiste con una cultura pre y anti-industrial que no ha sido rota todavía (India, Egipto).

Estos países abordan el proceso de industrialización con una población no formada en los valores de la productividad autopropulsada, de la eficacia y de la racionalidad tecnológica. En otras palabras, con una vasta mayoría de población que no ha sido transformada todavía en una fuerza de trabajo separada de los medios de producción. ¿Favorecen estas condiciones una nueva confluencia de la industrialización y la liberación, un modo esencialmente diferente de industrialización que construirá el aparato productivo no sólo de acuerdo con las necesidades vitales de la población subyacente, sino también dentro del propósito de pacificar la lucha por la existencia?

La industrialización, en estas áreas retrasadas, no tiene lugar en el vacío. Acontece dentro de una situación histórica en la que el capital social requerido para la acumulación primitiva debe ser obtenido principalmente del exterior, del bloque capitalista o el comunista, o de ambos. Más aún, existe una extendida suposición en el sentido de que permanecer independiente requerirá una
rápida
industrialización y alcanzar un nivel de productividad que asegure, al menos, una relativa autonomía en la competencia con los dos gigantes. En estas circunstancias, la transformación de sociedades subdesarrolladas en industriales debe descartar tan rápidamente como sea posible las formas pretecnológicas. Esto es especialmente cierto en los países donde incluso las necesidades más vitales de la población están lejos de ser satisfechas, donde el terrible nivel de vida pide antes que nada cantidades
en masse
y una producción y una distribución masivas, mecanizadas y generalizadas. Y en estos mismos países, el peso muerto de costumbres y condiciones pretecnológicas e incluso «preburguesas» ofrecen una fuerte resistencia a tal desarrollo superimpuesto. El proceso mecanizado (como proceso social) requiere la obediencia a un sistema de poderes anónimos; la total secularización y destrucción de valores e instituciones cuya desacralización apenas ha empezado. ¿Cabe admitir razonablemente que, bajo el impacto de los dos grandes sistemas de administración tecnológica total, la disolución de esta resistencia procederá mediante formas liberales y democráticas? ¿Que los países subdesarrollados pueden dar el salto histórico desde la sociedad pretecnológica hasta la
post-
tecnológica en la que el aparato tecnológico dominado proporcione las bases para una genuina democracia? Por el contrario, más bien parece ser que el desarrollo superimpuesto de estos países traerá consigo un período de administración total más violento y más rígido que el recorrido por las sociedades avanzadas que pueden contar con las realizaciones de la era liberal. En suma, es muy probable que las áreas retrasadas sucumban ya sea a una de las diversas formas de neocolonialismo o a un sistema más o menos terrorista de acumulación primitiva.

Sin embargo, otra alternativa parece posible.
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Si la industrialización y la introducción de la tecnología encuentran una fuerte resistencia por parte de las formas de vida y trabajo autóctonas y tradicionales —una resistencia que no es abandonada incluso ante la muy tangible perspectiva de una vida mejor y más fácil—, ¿puede llegar a ser esta misma tradición pretecnológica la fuente del progreso y la industrialización?

Este progreso natural exigiría una política planificada que, en vez de superimponer la tecnología a las formas tradicionales de vida y trabajo, las extendiese y mejorase en sus propios términos, eliminando las fuerzas opresivas y explotadoras materiales y religiosas que las hicieron incapaces de asegurar el desarrollo de una existencia humana. La revolución social, la reforma agraria y la reducción de la superpoblación serían los prerrequisitos, y no la industrialización sobre el modelo de las sociedades avanzadas. El progreso autónomo parece posible en realidad en las áreas donde los recursos naturales, de ser liberados de la usurpación supresiva, son todavía suficientes no sólo para la subsistencia, sino también para una vida humana. Y donde no lo son, ¿no pueden ser hechos suficientes mediante la ayuda gradual y fragmentaria de la tecnología, dentro del marco de las formas tradicionales?

Si este es el caso, prevalecerán condiciones que no existen y que nunca han existido en las viejas sociedades industriales y avanzadas, esto es, los mismos «productores inmediatos» tendrán la oportunidad de crear, mediante su propio trabajo y su ocio, su propio progreso y determinar su grado y dirección. La autodeterminación procedería de la base, y el trabajo para satisfacer las necesidades podría trascenderse hacia el trabajo por la gratificación.

Pero incluso dentro de estas suposiciones abstractas, los límites brutales de la autodeterminación deben ser reconocidos. La revolución inicial que, aboliendo la explotación mental y material, estableciera los requisitos para el nuevo desarrollo, es difícilmente concebible como una acción espontánea. Más aún, el progreso natural presupondría un cambio de la política de los dos grandes bloques de poder industrial que configuran actualmente al mundo: el abandono del neocolonialismo en todas sus formas. En el momento actual, no hay ninguna indicación de tal cambio.

El estado de bienestar y de guerra

Resumiendo: las perspectivas de la contención del cambio, ofrecidas por la política de la racionalidad tecnológica, dependen de las perspectivas del Estado de bienestar. Tal Estado parece capaz de elevar el nivel de la vida
administrada
, capacidad inherente a todas las sociedades industriales avanzadas donde el aparato técnico dinámico —establecido como poder separado que actúa sobre y por encima de los individuos— depende para su funcionamiento del desarrollo y la expansión intensificada de la productividad. Bajo estas condiciones, la decadencia de la libertad y la oposición no es un asunto de deterioración, o corrupción moral o intelectual. Es más bien un proceso social objetivo en la medida en que la producción y distribución de una cantidad cada vez mayor de bienes y servicios hace de la sumisión una actitud tecnológica racional.

Sin embargo, a pesar de toda su racionalidad, el Estado de bienestar es un Estado sin libertad, porque su administración total es una sistemática restricción de:
a
) el tiempo libre «técnicamente» disponible;
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b
) la cantidad y calidad de los bienes y servicios «técnicamente» disponibles para las necesidades vitales individuales; c) la inteligencia (consciente e inconsciente) capaz de aprehender y realizar las posibilidades de la autodeterminación.

La reciente sociedad industrial ha aumentado antes que reducido la necesidad de funciones parasitarias y alienadas (para la sociedad como totalidad, si no para los individuos). La publicidad, las relaciones públicas, el adoctrinamiento, la obsolescencia planificada, ya no son gastos generales improductivos, sino más bien elementos de los costes básicos de la producción. Para ser efectiva, tal producción de despilfarro socialmente necesario requiere una continua racionalización: la incansable utilización de la técnica y de la ciencia avanzada. En consecuencia, un constante aumento del nivel de vida es el subproducto casi inevitable de la sociedad industrial políticamente manipulada, una vez que un cierto nivel de retraso ha sido superado. La creciente productividad del trabajo, un creciente producto excedente que, ya sea apropiado y distribuido privada o centralmente, permite un consumo cada vez mayor —sin olvidar la creciente diversificación de la productividad. En tanto que este sistema prevalece, reduce el valor de uso de la libertad; no hay razón para insistir en la autodeterminación, si la vida administrada es la vidamás cómoda e incluso la «buena vida». Ésta es la base racional y material para la unificación de los opuestos, para la conducta política unidimensional. Sobre esta base, las fuerzas políticas trascendentes
dentro
de la sociedad son detenidas y el cambio cualitativo sólo parece posible como un cambio desde
el exterior.

El rechazo del Estado de bienestar en nombre de las ideas abstractas de libertad parece poco convincente. La pérdida de las libertades económicas y políticas que fueron el verdadero logro de los dos siglos anteriores, puede verse como inconveniente menor de un Estado capaz de hacer segura y cómoda la vida administrada.
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Si los individuos están satisfechos hasta el punto de sentirse felices con los bienes y servicios que les entrega la administración, ¿por qué han de insistir en instituciones diferentes para una producción diferente de bienes y servicios diferentes? Y si los individuos están precondicionados de tal modo que los bienes que producen satisfacción también incluyen pensamientos, sentimientos, aspiraciones, ¿por qué han de querer pensar, sentir e imaginar por sí mismos? Es verdad que los bienes materiales y mentales ofrecidos pueden ser malos, inútiles, basura, pero
Geist
y conocimiento no son argumentos convincentes contra la satisfacción de las necesidades.

La crítica del Estado de bienestar en términos de liberalismo y conservadurismo (con o sin el prefijo «neo»), descansa, para su validez, en la existencia de las mismas condiciones que el Estado de bienestar ha superado; esto es, un nivel más bajo de riqueza social y de tecnología. Los aspectos siniestros de esta crítica se muestran en la lucha contra una legislación social amplia o los gastos públicos adecuados para servicios que no sean los de la defensa militar.

Así, la denuncia de las capacidades opresivas del Estado de bienestar sirve para proteger las capacidades opresivas de la sociedad
anterior
al Estado de bienestar. En la fase más avanzada del capitalismo, esta sociedad es un sistema de pluralismo sojuzgado, en el que las instituciones competidoras ayudan a consolidar el poder de la totalidad sobre el individuo. Sin embargo, para el individuo administrado, la administración pluralista es mucho mejor que la administración total. Una institución puede protegerlo contra la otra; una organización puede mitigar el impacto de la otra; las posibilidades de escape y reforma pueden calcularse. El imperio de la ley, no importa cuan restringido, es todavía infinitamente más seguro que el imperio sobre la ley y sin ella.

Sin embargo, ante las tendencias dominantes, cabe preguntarse si esta forma de pluralismo no acelera la destrucción del pluralismo. La sociedad industrial avanzada es en realidad un sistema de poderes compensatorios. Pero estas fuerzas se cancelan entre sí como resultado de una mayor unificación: el interés común de defender y extender la posición establecida, de combatir las alternativas históricas, de contener el cambio cualitativo. Los poderes compensatorios no incluyen aquellos que contrarrestan la totalidad.
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Tienden a hacer inmune a la totalidad contra la negación desde dentro tanto como desde fuera; la política exterior de contención aparece como una extensión de la política interior de contención.

La realidad del pluralismo se hace ideológica, engañosa. Parece extender antes que reducir la manipulación y coordinación, promover antes que neutralizar la inevitable integración. Las instituciones libres compiten con las autoritarias para hacer del Enemigo una fuerza mortal
dentro
del sistema. Y esta fuerza mortal estimula el crecimiento y la iniciativa, no gracias a la magnitud y el impacto económico del «sector» de defensa, sino gracias al hecho de que la sociedad como totalidad llega a ser una sociedad defensiva. Porque el Enemigo es permanente. No está presente en la situación de emergencia, sino en el estado de cosas normal. Amenaza tanto en la paz como en la guerra (y quizá más que en la guerra); es así introducido en el sistema como poder cohesivo.

Ni la creciente productividad, ni el alto nivel de vida, dependen de la amenaza exterior, pero su utilización para la contención del cambio social y la perpetuación de la servidumbre, sí. El Enemigo es el común denominador de todo lo que se hace y deshace. Y el Enemigo no debe identificarse con el comunismo actual o el capitalismo actual; es, en ambos casos, el espectro de la liberación.

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