Read El hombre unidimensional Online
Authors: Herbert Marcuse
Para cualquier conocimiento y conciencia, para cual- quier experiencia que no acepte el interés social predominante como ley suprema del pensamiento y de la conducta, el universo establecido de necesidades y satisfacciones es un hecho que se debe poner en cuestión en términos de verdad y mentira. Estos términos son enteramente históricos, y su objetividad es histórica. El juicio sobre las necesidades y su satisfacción bajo las condiciones dadas, implica normas de
prioridad
; normas que se refieren al desarrollo óptimo del individuo, de todos los individuos, bajo la utilización óptima de los recursos materiales e intelectuales al alcance del hombre. Los recursos son calculables. La «verdad» y la «falsedad» de las necesidades designan condiciones objetivas en la medida en que la satisfacción universal de las necesidades vitales y, más allá de ella, la progresiva mitigación del trabajo y la miseria, son normas universalmente válidas. Pero en tanto que normas históricas, no sólo varían de acuerdo con el área y el estado de desarrollo, sino que también sólo se pueden definir en (mayor o menor)
contradicción
con las normas predominantes. ¿Y qué tribunal puede reivindicar legítimamente la autoridad de decidir?
En última instancia, la pregunta sobre cuáles son las necesidades verdaderas o falsas sólo puede ser resuelta por los mismos individuos, pero sólo en última instancia; esto es, siempre y cuando tengan la libertad para dar su propia respuesta. Mientras se les mantenga en la incapacidad de ser autónomos, mientras sean adoctrinados y manipulados (hasta en sus mismos instintos), su respuesta a esta pregunta no puede considerarse propia de ellos. Por lo mismo, sin embargo, ningún tribunal puede adjudicarse en justicia el derecho de decidir cuáles necesidades se deben desarrollar y satisfacer. Tal tribunal sería censurable, aunque nuestra repulsa no podría eliminar la pregunta: ¿cómo pueden hombres que han sido objeto de una dominación efectiva y productiva crear por sí mismos las condiciones de la libertad?
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Cuanto más racional, productiva, técnica y total deviene la administración represiva de la sociedad, más inimaginables resultan los medios y modos mediante los que los individuos administrados pueden romper su servidumbre y alcanzar su propia liberación. Claro está que imponer la Razón a toda una sociedad es una idea paradójica y escandalosa; aunque se pueda discutir la rectitud de una sociedad que ridiculiza esta idea mientras convierte a su propia población en objeto de una administración total. Toda liberación depende de la toma de conciencia de la servidumbre, y el surgimiento de esta conciencia se ve estorbado siempre por el predominio de necesidades y satisfacciones que, en grado sumo, se han convertido en propias del individuo. El proceso siempre reemplaza un sistema de precondicionamiento por otro; el objetivo óptimo es la sustitución de las necesidades falsas por otras verdaderas, el abandono de la satisfacción represiva.
El rasgo distintivo de la sociedad industrial avanzada es la sofocación efectiva de aquellas necesidades que requieren ser liberadas —liberadas también de aquello que es tolerable, ventajoso y cómodo— mientras que sostiene y absuelve el poder destructivo y la función represiva de la sociedad opulenta. Aquí, los controles sociales exigen la abrumadora necesidad de producir y consumir el despilfarro; la necesidad de un trabajo embrutecedor cuando ha dejado de ser una verdadera necesidad; la necesidad de modos de descanso que alivian y prolongan ese embrutecimiento; la necesidad de mantener libertades engañosas tales como la libre competencia a precios políticos, una prensa libre que se autocensura, una elección libre entre marcas y
gadgets.
Bajo el gobierno de una totalidad represiva, la libertad se puede convertir en un poderoso instrumento de dominación. La amplitud de la selección abierta a un individuo no es factor decisivo para determinar el grado de libertad humana, pero sí lo es
lo que
se puede escoger y lo que
es
escogido por el individuo. El criterio para la selección no puede nunca ser absoluto, pero tampoco es del todo relativo. La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de esfuerzo y de temor, esto es, si sostienen la alienación. Y la reproducción espontánea, por los individuos, de necesidades súperimpuestas no establece la autonomía; sólo prueba la eficacia de los controles.
Nuestra insistencia en la profundidad y eficacia de esos controles está sujeta a la objeción de que le damos demasiada importancia al poder de adoctrinamiento de los
mass-media
, y de que la gente por sí misma sentiría y satisfaría las necesidades que hoy le son impuestas. Pero tal objeción no es válida. El precondicionamiento no empieza con la producción masiva de la radio y la televisión y con la centralización de su control. La gente entra en esta etapa ya como receptáculos precondicionados desde mucho tiempo atrás; la diferencia decisiva reside en la disminución del contraste (o conflicto) entre lo dado y lo posible, entre las necesidades satisfechas y las necesidades por satisfacer. Y es aquí donde la llamada nivelación de las distinciones de clase revela su función ideológica. Si el trabajador y su jefe se divierten con el mismo programa de televisión y visitan los mismos lugares de recreo, si la mecanógrafa se viste tan elegantemente como la hija de su jefe, si el negro tiene un Cadillac, si todos leen el mismo periódico, esta asimilación indica, no la desaparición de las clases, sino la medida en que las necesidades y satisfacciones que sirven para la preservación del «sistema establecido» son compartidas por la población subyacente.
Es verdad que en las áreas más altamente desarrolladas de la sociedad contemporánea la mutación de necesidades sociales en necesidades individuales es tan efectiva que la diferencia entre ellas parece puramente teórica. ¿Se puede realmente diferenciar entre los medios de comunicación de masas como instrumentos de información y diversión, y como medios de manipulación y adoctrinamiento? ¿Entre el automóvil como molestia y como conveniencia? ¿Entre los horrores y las comodidades de la arquitectura funcional? ¿Entre el trabajo para la defensa nacional y el trabajo para la ganancia de las empresas? ¿Entre el placer privado y la utilidad comercial y política que implica el crecimiento de la tasa de natalidad?
De nuevo nos encontramos ante uno de los aspectos más perturbadores de la civilización industrial avanzada: el carácter racional de su irracionalidad. Su productividad y eficiencia, su capacidad de incrementar y difundir las comodidades, de convertir lo superfluo en necesidad y la destrucción en construcción, el grado en que esta civilización transforma el mundo-objeto en extensión de la mente y el cuerpo del hombre hace cuestionable hasta la noción misma de alienación. La gente se reconoce en sus mercancías; encuentra su alma en su automóvil, en su aparato de alta fidelidad, su casa, su equipo de cocina. El mecanismo que une el individuo a su sociedad ha cambiado, y el control social se ha incrustado en las nuevas necesidades que ha producido.
Las formas predominantes de control social son tecnológicas en un nuevo sentido. Es claro que la estructura técnica y la eficacia del aparato productivo y destructivo han sido instrumentos decisivos para sujetar la población a la división del trabajo establecida a lo largo de la época moderna. Además, tal integración ha estado pérdida de medios de subsistencia, la administración de acompañada de formas de compulsión más inmediatas: justicia, la policía, las fuerzas armadas. Todavía lo está. Pero en la época contemporánea, los controles tecnológicos parecen ser la misma encarnación de la razón en beneficio de todos los grupos e intereses sociales, hasta tal punto que toda contradicción parece irracional y toda oposición imposible.
No hay que sorprenderse, pues, de que, en las áreas más avanzadas de esta civilización, los controles sociales hayan sido introyectados hasta tal punto que llegan a afectar la misma protesta individual en sus raíces. La negativa intelectual y emocional a «seguir la corriente» aparece como un signo de neurosis e impotencia. Este es el aspecto socio-psicológico del acontecimiento político que caracteriza a la época contemporánea: la desaparición de las fuerzas históricas que, en la etapa precedente de la sociedad industrial, parecían representar la posibilidad de nuevas formas de existencia.
Pero quizá el término «introyección» ya no describa el modo como el individuo reproduce y perpetúa por sí mismo los controles externos ejercidos por su sociedad. Introyección sugiere una variedad de procesos relativamente espontáneos por medio de los cuales un Ego traspone lo «exterior» en «interior». Así que introyección implica la existencia de una dimensión interior separada y hasta antagónica a las exigencias externas; una conciencia individual y un inconsciente individual
aparte de
la opinión y la conducta pública.
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La idea de «libertad interior» tiene aquí su realidad; designa el espacio privado en el cual el hombre puede convertirse en sí mismo y seguir siendo «él mismo».
Hoy en día este espacio privado ha sido invadido
y
cercenado por la realidad tecnológica. La producción y la distribución en masa reclaman al individuo
en su totalidad
, y ya hace mucho que la psicología industrial ha dejado de reducirse a la fábrica. Los múltiples procesos de introyección parecen haberse osificado en reacciones casi mecánicas. El resultado es, no la adaptación, sino la
mimesis
, una inmediata identificación del individuo con
su
sociedad y, a través de ésta, con la sociedad como un todo.
Esta identificación inmediata, automática (que debe haber sido característica en las formas de asociación primitivas) reaparece en la alta civilización industrial; su nueva «inmediatez» es, sin embargo, producto de una gestión y una organización elaboradas y científicas. En este proceso, la dimensión «interior» de la mente, en la cual puede echar raíces la oposición al
statu quo
, se ve reducida paulatinamente. La pérdida de esta dimensión, en la que reside el poder del pensamiento negativo —el poder crítico de la Razón—, es la contrapartida ideológica del propio proceso material mediante el cual la sociedad industrial avanzada acalla y reconcilia a la oposición. El impacto del progreso convierte a la Razón en sumisión a los hechos de la vida y a la capacidad dinámica de producir más y mayores hechos de la misma especie de vida. La eficacia del sistema impide que los individuos reconozcan que el mismo no contiene hechos que no comuniquen el poder represivo de la totalidad. Si los individuos se encuentran a sí mismos en las cosas que dan forma a sus vidas, lo hacen no al dar, sino al aceptar la ley de las cosas; no las leyes de la física, sino las leyes de su sociedad.
Acabo de sugerir que el concepto de alienación parece hacerse cuestionable cuando los individuos se identifican con la existencia que les es impuesta y en la cual encuentran su propio desarrollo y satisfacción. Esta identificación no es ilusión, sino realidad. Sin embargo, la realidad constituye un estadio más avanzado de la alienación. Ésta se ha vuelto enteramente objetiva; el sujeto alienado es devorado por su existencia alienada. Hay una sola dimensión que está por todas partes y en todas las formas. Los logros del progreso desafían tanto la denuncia como la justificación ideológica; ante su tribunal, la «falsa conciencia» de su racionalidad se convierte en la verdadera conciencia.
Esta absorción de la ideología por la realidad no significa, sin embargo, el «fin de la ideología». Por el contrario, la cultura industrial avanzada es, en un sentido específico,
más
ideológica que su predecesora, en tanto que la ideología se encuentra hoy en el propio proceso de producción.
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Bajo una forma provocativa, esta proposición revela los aspectos políticos de la racionalidad tecnológica predominante. El aparato productivo, y los bienes y servicios que produce, «venden» o imponen el sistema social como un todo. Los medios de transporte y comunicación de masas, los bienes de vivienda, alimentación y vestuario, el irresistible rendimiento de la industria de las diversiones y de la información, llevan consigo hábitos y actitudes prescritas, ciertas reacciones emocionales e intelectuales que vinculan de forma más o menos agradable los consumidores a los productores y, a través de éstos, a la totalidad. Los productos adoctrinan y manipulan; promueven una falsa conciencia inmune a su falsedad. Y a medida que estos productos útiles son asequibles a más individuos en más clases sociales, el adoctrinamiento que llevan a cabo deja de ser publicidad; se convierten en modo de vida. Es un buen modo de vida —mucho mejor que antes—, y en cuanto tal se opone al cambio cualitativo. Así surge el modelo de
pensamiento y conducta
unidimensional en el que ideas, aspiraciones y objetivos, que trascienden por su contenido el universo establecido del discurso y la acción, son rechazados o reducidos a los términos de este universo. La racionalidad del sistema dado y de su extensión cuantitativa da una nueva definición a estas ideas, aspiraciones y objetivos.
Esta tendencia se puede relacionar con el desarrollo del método científico: operacionalismo en las ciencias físicas, behaviorismo en las ciencias sociales. La característica común es un empirismo total en el tratamiento de los conceptos; su significado está restringido a la representación de operaciones y conductas particulares. El punto de vista operacional está bien ilustrado por el análisis de P. W. Bridgman del concepto de extensión:
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Es evidente que, cuando podemos decir cuál es la extensión de cualquier objeto, sabemos lo que entendemos por extensión, y el físico no requiere nada más. Para hallar la extensión de un objeto, tenemos que llevar a cabo ciertas operaciones físicas. El concepto de extensión estará por lo tanto establecido una vez que lo estén las operaciones por medio de las cuales se mide la extensión; esto es, el concepto de extensión no implica ni más ni menos que el conjunto de operaciones por las cuales se determina la extensión. En general, entendemos por cualquier concepto nada más que un conjunto de operaciones;
el concepto es sinónimo al correspondiente conjunto de operaciones.