—Estaba lloviendo, era un día oscuro, encapotado…
—Pero los ciegos no llevan gafas de sol por el tiempo. Lo acabas de decir —le recuerda.
—Igual las olvidó por alguna razón. Tal vez estaba en el dormitorio cuando apareció alguien y la interrumpió. Podría ser por múltiples razones.
—Tal vez —dice—. Tal vez no.
—¿En qué piensas?
—En que deberíamos ir a comer algo —responde Win.
Las nueve de la noche, en la delegación del FBI en Boston, la agente especial McClure se sirve del rastreador informático de la Sección Especial Cibernética para captar comunicaciones de interés en Internet.
Específicamente, datos que encajan con el perfil de los correos electrónicos enviados desde la dirección IP de Monique Lamont y recibidos en otra dirección, también en Cambridge. Ha estado ocupada de un tiempo a esta parte, y McClure tiene que navegar por todos sus mensajes, aunque no estén ni remotamente relacionados con el terrorismo y la sospecha de que Lamont lo está financiando a través de un fondo de ayuda a niños rumanos que bien podría estar relacionado con una organización no lucrativa llamada FDI. El FBI está cada vez más convencido de que se está desarrollando una célula terrorista en Cambridge, y Lamont la apoya desde el punto de vista financiero.
A McClure no le sorprendería en absoluto. Todos esos estudiantes radicales —Harvard, Tufts, MIT— convencidos de que la Constitución les permite decir y hacer prácticamente lo que les venga en gana, sobre todo si va en contra de los intereses de Estados Unidos. Por ejemplo, manifestarse en contra de la guerra de Irak, hacer campaña a favor de la separación entre la Iglesia y el Estado, faltar el respeto a la bandera, y, lo que más ofensivo le resulta al FBI a título personal, lanzar violentos ataques contra la Ley Patriótica, que autoriza con toda la razón justamente lo que está haciendo McClure en esos momentos: espiar a una ciudadana particular sin una orden judicial con el objetivo de proteger a otros ciudadanos particulares de ataques terroristas o del peligro de que lleguen a producirse. Como es comprensible, hay pasos en falso. Cuentas bancarias, informes médicos, correos electrónicos, conversaciones telefónicas que resultan ser desafortunadas violaciones de la intimidad de personas que no están en absoluto relacionadas con ninguna actividad terrorista.
En opinión de McClure, sin embargo, prácticamente todas las personas a quienes se espía son culpables de algo. Como aquel vendedor de John Deere en Iowa hace unos meses, que de repente reunió el suficiente dinero en metálico para abonar los cincuenta mil dólares que debía a diversas empresas de tarjetas de crédito. Cuando saltó automáticamente la señal de alarma de su cuenta, investigaciones posteriores reflejaron que tenía un primo segundo con un compañero de habitación de la universidad cuyo sobrino se casó con una mujer que tenía una hija adoptiva cuya hermana fue, durante una temporada, amante lesbiana de una mujer cuya mejor amiga era secretaria en la embajada de la República Islámica de Irán en Ottawa.
Tal vez el vendedor de John Deere no estuviera implicado en actividades terroristas, pero resultó que compraba marihuana, supuestamente por motivos médicos relacionados con supuestas náuseas provocadas por tratamientos de quimioterapia.
McClure lee un correo electrónico enviado a Lamont en tiempo real.
No pienso retractarme de esto sin más ni más. ¿Cómo puedes retractarte tú, después de todo lo que has invertido en la única pasión pura y auténtica que has tenido en tu vida? El problema es que lo quieres hasta que ya no te conviene, como si fuera sólo cosa tuya y pudieras dejarlo de lado tranquilamente, pero ¿sabes qué? Esta vez te has metido en algo que no puedes controlar. Soy capaz de provocar una destrucción más allá de todo lo que puedas imaginar. Es hora de demostrarte exactamente a qué me refiero. En el sitio habitual, mañana a las diez de la noche
.
YO
Lamont contesta.
De acuerdo
.
La agente especial McClure reenvía el correo a Jeremy Killien en Scotland Yard, y añade:
El proyecto FDI está alcanzando el punto de masa crítica
.
«Al carajo», McClure se lo piensa mejor. ¿A quién demonios le importa qué hora es allí? A los muchachos de Scotland Yard se les puede sacar de la cama igual que a los agentes del FBI. ¿Por qué habría de tratar a Killien con más respeto? De hecho, será un placer incordiar al subjefe de policía Sherlock. Malditos británicos. ¿Qué han hecho salvo centrarse en Lamont debido a su último numerito publicitario, lo que les ha llevado a averiguar que está siendo investigada, obligando a su vez al FBI a redoblar sus esfuerzos para que Scotland Yard no se lleve el mérito? No fueron los británicos los que la señalaron como amenaza terrorista en potencia, después de todo, y ahora se creen que pueden irrumpir en la investigación y robarles el éxito.
McClure hace la llamada.
Un par de tonos de sonoridad británica y la soñolienta voz británica de Killien.
—Lea el correo electrónico —le dice McClure.
—Un momento. —El tono de Killien no es precisamente agradable.
McClure oye cómo Killien se lleva el teléfono portátil a otra habitación. Oye teclear y una voz que masculla:
—Joder, qué lento. —Y luego—: Ya casi lo tengo. Vaya, eso no ha ido muy bien, ¿eh? Ya estamos. Dios santo. No me gusta nada cómo suena esto.
—Creo que tenemos que abordarlo de inmediato —le advierte McClure—. No creo que pueda esperar. La cuestión es si quieren estar presentes. Teniendo en cuenta que hay tan poco tiempo, es comprensible que no…
—No tenemos opción —le interrumpe Killien—. Voy a hacer los preparativos ahora mismo.
* * *
Win se disculpa por servir tomates que no son de agricultura orgánica.
—Como si no lo supiera. Resulta que soy una experta en productos agrícolas —dice Stump, sentada a cierta distancia en la sala de estar de Win—. De hecho, probablemente te parecerá una confesión horrible, pero mi auténtico trabajo es mi mercado. Mi padre lo levantó a partir de cero, y le partiría el corazón si lo dejase en la estacada. Pero por lo que respecta a tomates, un consejo de alguien que sabe de esto. Los mejores son de la granja Verrill, pero aún tendremos que esperar un par de meses, dependiendo de cuánto llueva. Me encanta ser poli, pero el mercado me produce mucha más satisfacción.
La iluminación es tenue, el apartamento está lleno del aroma incitante del beicon ahumado con nuez. Sean o no frescos los tomates, el sándwich de beicon, lechuga y tomate que ha preparado Win está a la altura de cualquier otra delicia que haya probado, y el
chablis
francés que ha abierto tiene un sabor vigorizante, limpio y perfecto. Stump contempla una típica vista de Cambridge: viejos edificios de ladrillo, tejados de pizarra y ventanas iluminadas. Cuando Win le propuso que fueran a comer algo, ella dio por supuesto que se refería a una cena a altas horas, y le produjo emoción y desconcierto cuando sugirió que fueran a su casa. Debería haber dicho que no. Lo observa comerse el sándwich y tomar el vino a sorbos. Cuando ha encendido una vela en la mesita de centro y ha apagado las luces, a ella no le ha cabido duda de que había cometido un error táctico.
Deja su plato y dice:
—Creo que debería irme.
—Qué falta de cortesía comer y marcharse.
—Me puedes llamar mañana si necesitas más ayuda, pero… —Empieza a levantarse pero es como si estuviera hecha de piedra.
—Te doy miedo, ¿verdad? —dice a la luz suave y cambiante—. Te daba miedo mucho antes de que me involucraran en este caso y te arrastrara conmigo hasta el fondo.
—No te conozco. Y tiendo a recelar de los desconocidos, sobre todo si intento encajar las piezas y no casan.
—¿Qué piezas?
—¿Por dónde empiezo?
—Por donde quieras. Luego entraré yo en lo de todas tus piezas que no encajan. —La luz de la vela chispea en sus ojos.
—Creo que me conviene otra copa de vino —se zafa Stump.
—Estaba a punto de ponértela. —Vuelve a llenar las copas y el sofá de cuero emite un leve crujido cuando se le acerca.
Ella lo huele, nota cómo su brazo le roza apenas la manga, nota su presencia igual que la fuerza de la gravedad, atrayéndola.
—Hummm, bueno. —Toma un sorbo de vino—. Para empezar, ¿por qué te llaman Jerónimo?
—No sé quiénes son «esos» que me llaman Jerónimo, pero ¿por qué no intentas adivinarlo? Seguro que es divertido.
—Un poderoso guerrero, siempre en pie de guerra, quizás una persona con capacidad para correr riesgos que podrían resultar fatales. ¿Recuerdas cuando éramos niños, cómo saltábamos del trampolín más alto y gritábamos «Jerónimo»?
—No tenía acceso a una piscina cuando era niño.
—Ah, no. No vas a soltarme una historia lacrimógena de discriminación, ¿verdad? Casualmente, sé que, cuando eras niño, la gente de color podía estudiar en colegios públicos.
—No he dicho que fuera un asunto de discriminación. Sencillamente no tenía acceso a una piscina. «Esos» de los que hablas se reducen a mi abuela. Fue ella quien me puso el apodo de Jerónimo, no por su estatus de guerrero ni por los saltos fatales, sino por su elocuencia. «No puedo creer que seamos inútiles o Dios no nos habría creado», dijo. «Y el sol, la oscuridad, los vientos, todos ellos escuchan lo que tenemos que decir».
Stump nota que algo le oprime el pecho.
—No veo la vinculación —dice.
—¿Entre esas palabras y la persona sentada a tu lado? Es posible que te lo aclare, pero te toca a ti. ¿Por qué «Stump»? Sin irte por las ramas. No se me ocurre ninguna buena razón para que te llamaran Stump.
—El destructor
Stump
de la marina estadounidense en la Segunda Guerra Mundial —responde ella.
—Ya me parecía a mí.
—En serio. Mi padre vino a Estados Unidos para huir de Mussolini, de todos los horrores que te vienen a la cabeza cuando piensas en ese monstruoso periodo de la historia, un periodo que desde luego espero que nunca se repita, o creeré que toda nuestra civilización está condenada.
—Yo me temo que ya estamos condenados. Me lo temo más cada día que pasa. Probablemente me iría si hubiese algún buen lugar adonde ir.
—Imagina cómo se sienten los veteranos. Mi padre ve las noticias tres, cuatro horas al día, y dice que no pierde la esperanza de que, si sigue viéndolas, las cosas acaben por mejorar. Está deprimido. Va al psiquiatra. Lo pago de mi bolsillo porque… Bueno, no me hagas hablar sobre la cobertura de la atención médica y todo eso. Cuando era niña, empezó a llamarme Stump por el héroe de guerra en honor al que bautizaron el barco, el almirante Félix Stump, renombrado por su valentía y su intrepidez. La nave bautizada en su honor tenía el siguiente lema: «La tenacidad: los cimientos de la victoria». Mi padre siempre decía que el secreto del éxito consiste simplemente en no darse por vencido. Un consejo bastante guay para una niña.
—Cuando tuviste el accidente de moto, ¿no se te ocurrió cambiar de apodo?
—¿Y cómo se hace eso? —Le mira, y por razones que ella misma no alcanza a comprender, lo que acaba de decir le duele—. La gente lleva toda la vida llamándote Stump y de repente vas y les dices: «Eh, ahora que me han amputado media pierna, no volváis a llamarme Stump». Sería como que dejaran de llamarte Jerónimo porque se te fue la pinza y saltaste de un balcón o algo por el estilo y te quedaste paralítico.
—No me estás dando a entender que tal vez estabas pensando en el suicidio cuando tu moto chocó contra un quitamiedos, ¿verdad?
Al tiempo que coge la copa de vino, ella dice:
—Supongo que Lamont no mencionó mi accidente, ¿verdad? Ya que, en realidad, nunca me ha mencionado a mí, según tú.
—Nunca te ha mencionado, según ella. Nunca salvo la otra mañana, cuando me dijo que iba a trabajar contigo, cosa que, por cierto, no era cierta en aquel momento, ya que no tenías la menor intención de ayudar.
—Hay una buena razón para que no hable de mí —asegura Stump—. Y hay una buena razón para que, con toda probabilidad, siempre lamente que no muriera en aquel accidente de moto.
Win guarda silencio un momento, mira por la ventana y bebe vino. Ella percibe su alejamiento, como si el aire entre los dos acabara de enfriarse, y la ansiedad y la culpa vuelven a sobrevenirle con fuerza. Lo que está haciendo está mal. Lo que ha hecho está mal. Se levanta del sofá.
—Gracias —dice—, más vale que me vaya.
El no se mueve. Se queda mirando por la ventana. La luz de la vela que se proyecta sobre el perfil de Win le produce una intensa desazón.
—Si necesitas que vuelva a echarte una mano con informes u otros documentos, por mí encantada. Cuando quieras —se ofrece.
Él vuelve la cabeza y levanta la mirada.
—¿Qué?
—Digo que no me supone ningún problema. No tiene mayor importancia. —Sus pies no quieren moverse—. Olvidas con quién estás hablando. —¿Por qué no se calla?—. Sé cuándo alguien tiene dificultades para leer. Otra de esas piezas que no encajan. Otro de los muchos aspectos en los que engañas a la gente. —De pronto se nota al borde de las lágrimas—. No sé por qué te sientes obligado a mentir al respecto. A mentirme a mí. Lo sé desde que te conozco. Todas las veces que has entrado en mi tienda y has planteado preguntas ingeniosas para disimular el hecho de que no puedes leer los ingredientes en un maldito tarro de salsa marinara…
Win se levanta y se le acerca con una actitud casi amenazadora.
—Tienes que superarlo, eso es todo —le dice ella, y se le pasa por la cabeza la posibilidad de que Win podría hacerle daño.
Igual está incitándole a que lo haga, porque Stump se lo merece, después de lo que ha hecho.
—Entonces, cojeamos los dos —dice él.
—Qué palabra tan horrible. No vuelvas a utilizarla en mi presencia. No vuelvas a utilizarla en tu presencia —le advierte.
Win la coge por los hombros, a escasos centímetros de su cara, como si estuviera a punto de besarla, y el corazón le late con tanta fuerza que lo nota palpitar en el cuello.
—¿Qué ocurrió entre tú y Lamont? —pregunta él—. Tú me hiciste esa misma pregunta. Ahora te lo pregunto yo.
—No es lo que crees.
—¿Cómo demonios sabes tú lo que creo?
—Sé exactamente lo que crees, exactamente lo que creería alguien como tú. Los tipos como tú sólo pensáis en el sexo. Así que, si ocurre algo de lo que alguien no puede hablar, tiene que estar relacionado con el sexo. Bueno, pues lo que me hizo Lamont tiene que ver con el sexo, desde luego.