Win abre la puerta del coche.
Cal sorbe por la pajita y dice:
—Estoy trabajando en una serie de artículos sobre robos de cobre, un problema internacional, inmenso, como tú bien sabes. Hay una tarada, astuta en ciertos aspectos, estúpida en otros, y lo mires como lo mires, loca.
«Raggedy Ann», piensa Win.
—La he visto por ahí en lugares y situaciones que me han hecho poner las antenas, bien altas —continúa Cal—. Hay un tipo que se llama Bimbo, un auténtico malnacido en plan Alí Baba. Lo he entrevistado un par de veces. Pues bien, hace unas tres horas, me presento en su cueva de ladrones para charlar un poco más, y allí está ésa, recibiendo pasta de sus manos. La misma pirada que he visto por Harvard Square, vestida en plan raro, como una muñeca de trapo. La misma pirada que he visto rondando a Monique en más de una ocasión.
—¿Rondándola? ¿En qué sentido? —Win se apoya en el coche y se cruza de brazos.
Cal se encoge de hombros y toma un sorbo del café chocolateado.
—En sitios donde ha dado charlas, ruedas de prensa, a la salida de la facultad de Derecho, en el palacio de justicia. He visto a esa tarada al menos media docena de veces estas últimas semanas, siempre vestida con leotardos y zapatones. No le había dado más vueltas hasta que la he reconocido hoy en la chatarrería. Iba vestida de una manera completamente distinta, con ropa holgada y gorra de béisbol. Vendía cobre de desecho. He pensado que te interesaría saberlo.
—¿Le has preguntado a como se llame por ella?
—¿A Bimbo? Claro. Ha dicho lo que era de esperar. No tenía ni idea. En otras palabras, vende mercancía robada, ¿verdad?
—Y luego, ¿qué?
—La he seguido un rato. Tiene una furgoneta Volkswagen de los tiempos de Woodstock, con cortinas en las ventanas, probablemente duerme en ese maldito trasto. Ni siquiera hemos cruzado el río Mystic cuando me da el pálpito de que alguien me sigue. Otra furgoneta, ésta en plan gremio de la construcción, igual que una de las que he visto antes en el taller de Bimbo. Así que me he largado de Dodge a toda prisa y me he desviado por Charlestown.
—¿Quieres decir que el intrépido reportero ha abandonado la persecución?
—Con esos ladrones de cobre en Chelsea, ¿me tomas el pelo? —dice Cal—. Si te metes con ellos puedes acabar en el maletero de un coche con el gaznate rebanado.
Un sargento le franquea el paso a Win al espacio húmedo, estrecho y apenas iluminado donde no hay salvo viejos archivadores metálicos con cuadernos y cajas polvorientos apilados encima. La sala de archivos de la Policía de Watertown es la antigua cámara acorazada de un banco, una planta por debajo de la cárcel.
—Supongo que no hay ningún sistema de referencia para lo que hay aquí —dice Win.
—Lo siento. El archivista está hoy de baja por enfermedad y sus diez ayudantes se han ido de vacaciones. Busque lo que quiera y saque el expediente. Nada de fotocopias ni fotografías. Puede tomar notas. Eso es todo.
El aire se nota denso de polvo y olor a moho. Win ya empieza a acusar que se le obstruyen las cavidades nasales.
—¿Qué tal si busco lo que necesito y me acomoda arriba en alguna parte, tal vez en la división de detectives? —dice Win—. Me conformo con una sala de interrogatorios.
—Vaya, más malas noticias. La ONU está en la ciudad y tiene ocupada la sala de conferencias. Los expedientes tienen que quedarse aquí, lo que significa que, si quiere consultarlos, tiene que quedarse aquí.
—¿No hay más luz que ésa?
Fluorescentes, uno fundido, el otro cada vez con menos ansias de vivir.
—¿No es increíble? Todos nuestros muchachos de mantenimiento están de huelga. —El sargento desaparece con su enorme manojo de llaves.
Win enciende la linterna y barre con el haz de luz las estanterías de registros de gran tamaño, décadas de expedientes que se remontan a los años veinte. Ni pensarlo. Sin fotocopias, no conseguirá revisar esos informes, sería como abrirse paso por la jungla sin ayuda de un machete. En circunstancias habituales, con tiempo de sobra, se las arregla para revisar densas páginas de información, o, en el mejor de los casos, está tan ocupado que hace que uno de los funcionarios las lea en voz alta en un cede que luego se descarga en el ordenador como fichero de audio. Es asombroso todo lo que escucha mientras conduce, hace ejercicio en el gimnasio o sale a correr. Para cuando llega ante los tribunales, ha memorizado hasta el último detalle pertinente.
Se sube a una escalera de tijera, baja el registro correspondiente a 1962, recurre a un cajón de archivador abierto, deja el registro encima y empieza a pasar páginas, lo que hace que le entren ganas de estornudar, le escuezan los ojos y se sienta fatal. Llega al 4 de abril, y encuentra la entrada manuscrita del asesinato de Janie Brolin. Anota el lugar del crimen —lo que significa su dirección, porque fue asesinada en su apartamento— y ese dato tan sencillo cambia por completo la situación. No puede entenderlo. ¿Nadie se había dado cuenta? ¿El Estrangulador de Boston? Deben de estar de broma. Sigue hurgando en los cajones. Los casos no están ordenados alfabéticamente, sino por un número de acceso que acaba con el año. Su caso es el WT218-62. Escudriña las etiquetas en los cajones de los archivadores, abre el que supone que es el adecuado y se encuentra con expedientes tan apiñados que tiene que apartarlos por secciones para ver lo que hay.
Saca el caso Brolin y luego hojea aprisa docenas de expedientes en el mismo cajón, pues aprendió hace tiempo que no es insólito que la información de un expediente acabe accidentalmente en otro. Tras una hora de escozores y estornudos, con sabor a polvo en la boca, se cruza con un sobre encajado en el fondo del cajón que lleva escrito el número del caso Brolin. En el interior hay un recorte de prensa amarillento sobre un hombre de veintiséis años llamado Lonnie Parris, atropellado por un coche mientras cruzaba la calle cerca del restaurante Chicken Delight en la avenida Massachusetts, en Cambridge. El accidente, en el que el conductor se dio a la fuga, tuvo lugar en la madrugada del 5 de abril, el día después del asesinato de Janie Brolin. Eso es todo. Sólo un viejo recorte de prensa.
¿Por qué demonios iba a tener un accidente de tráfico en el que el conductor se dio a la fuga escrito el número del caso Brolin? No encuentra el expediente de la muerte de Lonnie Parris, probablemente porque es un caso de Cambridge. Frustrado, prueba con su iPhone, pero no puede conectarse a la Red ni hacer una llamada siquiera desde la caverna subterránea donde se encuentra. Abandona la sala de archivos, sube al trote un tramo de escaleras y se ve en la zona del calabozo donde se ficha a los detenidos. Hay cámaras, un alcoholímetro, taquillas para efectos personales y esposas que cuelgan de clavos en las paredes para garantizar que los detenidos se comporten como es debido mientras esperan su turno para que les tomen las huellas y los fotografíen.
Maldita sea, aquí tampoco hay cobertura. Accede detrás del mostrador para probar el teléfono fijo, pero no sabe el código para hacer llamadas al exterior.
—¿Stump? ¿Eres tú? —Una sonora voz lo sobresalta.
Las celdas del calabozo, algún preso. Una mujer, probablemente retenida hasta que llegue el momento de trasladarla a la cárcel en la planta superior del palacio de justicia del condado de Middlesex.
—Ya he tenido suficiente, ¿vale? —Otra vez la voz—. ¿Eres tú?
Win pasa por delante de celdas vacías con las puertas de metal abiertas de par en par y alcanza a notar el leve hedor como de amoniaco de la orina. La cuarta celda está cerrada y señalada con un cartel en el que se lee «Q5+», el código que indica riesgo de suicidio.
—¿Stump?
—Puedo ponerte en contacto con ella —dice Win, que mira por el ventanuco de malla metálica y no puede creer lo que ve.
Raggedy Ann está sentada con las piernas cruzadas en una cama que más parece una losa en el interior de una celda de ladrillo de cenizas poco más grande que un armario.
—¿Qué tal estás? —le pregunta Win—. ¿Te hace falta algo?
—¿Dónde está Stump? ¡Quiero que venga Stump!
En la pared junto a la puerta hay un teléfono para que los presos hagan llamadas a cobro revertido. Tiene línea directa con el exterior, y delante del aparato, en un alféizar, hay una botella de desinfectante para manos.
—¡Tengo hambre! —vocifera ella.
—¿Por qué te han encerrado?
—Jerónimo. Te conozco.
Ahora que oye su acento, recuerda lo que le dijo Farouk acerca de la supuesta «jamba», una blanca que hablaba en plan «negro».
—¿Me conoces? ¿Y cómo es eso? Si dejamos a un lado que de vez en cuando nos topamos —dice, en un tono bastante amable.
—No tengo nada que decirte. Lárgate de mi vista.
—Te puedo traer algo de comer, si quieres —se ofrece Win.
—Hamburguesa con queso, patatas fritas, una Coca
light
—dice ella.
—¿Postre?
—No como nada dulce.
Fresca, Coca-Cola
light
, nada dulce. Más bien raro para una yonqui, piensa. La mayoría de los drogadictos en vías de recuperación nunca tienen suficiente azúcar. Si alguna ventaja tiene mirar por una rejilla metálica es que el orificio cubierto le permite observarla sin ser descarado. Viste las mismas prendas holgadas que en la chatarrería. Las deportivas aún llevan cordones, algo insólito para alguien de quien se sospecha que podría suicidarse. Naturalmente, no hay toalleros en la celda, ni ventanas con barrotes, ni siquiera asideros en el lavabo de acero inoxidable, nada a lo que anudar un cinturón, los cordones de los zapatos o incluso una prenda si quisieras ahorcarte.
Sin su excéntrico atuendo de muñeca de trapo, parece más bien una golfilla que incluso podría resultar atractiva si no fuera por el cabello pelirrojo encrespado en todas direcciones y sus gestos nerviosos. Se tira de los dedos, se humedece los labios, taconea con uno de sus pies. A pesar de lo que le han dicho acerca de ella, no puede por menos de sentir lástima. Sabe que la gente no crece fantaseando con ser una prostituta drogadicta o una indigente que se alimenta con lo que recoge de la basura. La mayoría de las almas en pena que acaban como Raggedy Ann empezaron con una mala herencia genética, o con abusos, o ambas cosas, y los problemas que de ahí se derivan son un infierno en la tierra.
Coge el auricular del teléfono rojo de la pared, lo limpia con el desinfectante y hace una llamada a cobro revertido.
* * *
La operadora le dice a Stump que Win Garano está al aparato, y si acepta la llamada.
—¿Me llamas a cobro revertido? —le pregunta—. ¿Dónde estás?
—En tu cárcel. —La voz de Win—. No quiero decir «dentro» de la cárcel.
Ella se tensa.
—¿Qué ha ocurrido?
—Me he pasado por la sala de archivos. El móvil no tenía cobertura. Buscaba un teléfono fijo y… ¿adivina quién se aloja en tu precioso hotelito?
—¿Qué te ha dicho?
—Tiene que verte. Quiere una hamburguesa con queso. Perdona. —Evidentemente, se dirige a Raggedy Ann—. ¿Cómo la quieres? —Un murmullo—. Al punto, sin mayonesa y con abundantes pepinillos.
—Ahora mismo estoy bastante ocupada. Ya veo que probablemente has olvidado que estoy pluriempleada como empresaria de éxito. —Stump sujeta el auricular entre el hombro y la oreja y coloca una barra de queso suizo en la máquina de cortar.
Es esa hora del día en la que los clientes entran en tropel, y hay una larga cola ante el mostrador de la tienda. Una mujer impaciente espera a que le cobre, y dos más entran en ese momento. Dentro de poco —gracias a Win—, va a perder el control sobre todos y cada uno de los aspectos de su vida. Maldito sea. Va y se le ocurre entrar casualmente en la cárcel. Hay que ver qué mala suerte. Parece que Win no le trae más que mala suerte.
—Cada vez está de peor humor —añade Win.
—Ahora mismo voy —le asegura Stump. A la avasalladora delante del mostrador, le dice—: Estoy con usted en un instante.
—¿Qué vino va bien con el salmón ahumado?
—Un Sancerre seco o un Moscato d'Asti. —Otra vez a Win—. Dile que voy de camino. Sácala de allí y esperadme. Ya te lo explicaré.
—¿Por qué no me das alguna pista?
—Custodia. Tuve un problemilla después de dejarte en tu coche.
Ni se le había pasado por la cabeza, claro, que Win tuviera intención de pasarse por su comisaría para consultar la sala de archivos. Aunque lo hubiera sabido, no habría pensado que pudiera darse un garbeo por la maldita cárcel.
—Un momento, me está diciendo algo. Ah, sí. También patatas fritas, y se me había olvidado la Coca
light
. —La voz de Win.
La sensación que le produce Win. La sensación que le produce, y cada vez es peor. No sabe qué va a hacer. No tenía previsto que fuera así. Debía haber sido relativamente sencillo. Se presentaría en la comisaría, se encargaría del caso de Lamont y se largaría. Hasta el jefe dijo que esa investigación prefabricada no atañía a Stump, y que no se preocupara ni se implicara. Dios Santo. En un primer momento, todo el asunto tenía que ver con Lamont. Win no era sino un personaje secundario y ahora ha cobrado la magnitud de la mismísima naturaleza.
—Reúnete conmigo en el aparcamiento dentro de unos veinte, treinta minutos —le dice Stump.
* * *
Está en el coche de Nana, a la espera, cuando un BMW 2002 rojo se detiene a su lado.
—Estoy admirado —dice Win mientras Stump baja la ventanilla—. Mil novecientos setenta y tres, con la pintura y los parachoques originales, por lo visto. ¿Rojo Verona? Siempre he querido uno de éstos. Sólo parecen nuevos los burletes y el fieltro de la ventanilla. Al menos desde aquí. Lo has tenido desde que tenías… ¿cuántos? ¿Cinco, tal vez seis años? —Ve la bolsa de Wendy's en el asiento de atrás, y añade—: ¿Qué pasó para que tu amiguita acabara en la cárcel como medida de custodia?
—En cuanto salió de la chatarrería de Bimbo, se fue a Filene's.
—¿Cómo se desplaza? Había olvidado preguntártelo.
—En un trasto, un Mini Cooper hecho polvo. Fue a parar a Filene's y robó algo de maquillaje y un
walkman
Sony.
—¿Eso la convierte en una persona que corre riesgo de suicidarse?
—La clasificación «Q cinco más» indica al personal de comisaría que hay que tenerla vigilada, pero es inestable, estalla con facilidad. En otras palabras, es de esas que más te vale esquivar.