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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (25 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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—Lo sé, señora, al menos es lo que afirma la Iglesia, y no seré yo quien desdiga la palabra de la Iglesia. Pero, como dicen en París,
adieu
, debo partir inmediatamente para Gadolfo.

Se levantó y se encogió de hombros en tono de disculpa, pero Prunella lo tomó de la mano.

—Puedes partir mañana —susurró—. Podrías hipnotizarme a mí para que me tumbe patas arriba.

Giuseppe sacudió la cabeza, soltó un sonoro suspiro y se rascó la nuca, pero siguió a la posadera, que subía la escalera con una sonrisa tenue.

—La función empieza arriba —dijo ella.

Giuseppe asintió en silencio.

—Los que han entrado gratis —murmuró— son siempre los primeros en silbar al artista.

19

Acerca de la cura milagrosa de Del Sarto,
y del cretino de la cripta

Los mariscadores caminaban junto a la orilla, recogiendo lo que encontraban después de bajar la marea. Había allí mujeres y hombres, niños y ancianos. Llevaban todos unos pequeños delantales verdes, en los que depositaban la captura. Cuando el delantal se llenaba, los berberechos se descargaban en cinco carros de caballos, preparados a tal efecto.

Tiziano se tumbó en la arena, cerró los ojos y pensó en el viaje desde Mirandola hasta la ciudad portuaria de orillas del Adriático. Había seguido un rastro pintado en el rostro de la gente. Estando tan lejos, la gente no temía al obispo de Lucca, tampoco a un soldado solitario; pero al sombrío Del Sarto lo veían en sueños, y el rumor de sus fechorías se había extendido como un delta por toda la zona costera. Tiziano oyó varias versiones de la historia de aquel hombracho que sucumbió al yugo de la peste para después volver a levantarse. La más inequívoca se la contó una mujer que limpiaba berberechos.

—¿Has visto a Del Sarto por la costa?

—No; pero está aquí,
signore.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque los niños no se separan de nosotros —respondió.

Sólo era cuestión de esperar, y por lo que atañía a Tiziano, no tenía ninguna prisa. Cuando cerraba los ojos, siempre veía la misma imagen: desciende a caballo el camino de montaña, va algo ladeado en la silla y saluda con la mano a una chica que está de pie junto al río, en el lugar convenido. Todo es cierto en esa escena, todo menos una cosa, que es un profundo secreto. Incluso para él. Sobre todo para él. Todo lo demás es tan cierto y sencillo como el golpe de las olas contra la playa y la luna nueva en el firmamento. Si hubiera estudiado esa imagen con más detalle, si no hubiera estado cegado de felicidad… entonces lo habría visto en la sonrisa de ella. Cuando recordaba aquel día, utilizaba la imagen como un cuchillo que cuidadosamente retorcía en su corazón.

Los pescadores habían desaparecido con sus carros, el viento había amainado, y las olas embestían con fuerza contra la playa. Por encima del agua, el cielo había adquirido un tono gris que anunciaba cambio de tiempo.

Tiziano se puso en pie, fue en busca de su cantimplora con agua, y estaba a punto de montar cuando divisó un caballo negro que se acercaba. Junto al caballo caminaba una figura alta y oscura.

Tiziano se quitó la arena de la ropa a manotazos.

—Comprendo a los niños de Gadolfo —murmuró.

Del Sarto se tomó su tiempo; lanzaba a las olas ramitas para que su flaco acompañante fuera a buscarlas. Era una imagen perfecta: el hombre, el lobo y el jamelgo flaco. Se parecían entre ellos. Ropa, pellejo, piel y pelo, largas greñas negras, deshilachadas y gastadas; descoloridos, despiadados y sin hogar, pues servían al reino de la muerte.

—¡Un saludo de Mirandola! —gritó Tiziano—. De parte de su excelencia, que ha oído hablar de tu cura milagrosa.

Del Sarto no respondió. Montó en la silla y dio unas vueltas en torno a él.

—¿Qué ves, capitán?

—¿Qué veo?

—¿Ves alguna señal de epidemia en mi rostro? ¿Ves la peste en mi piel? No, no la ves, porque no se ve nada. Puedes volver a Lucca y comunicar al obispo que mi búsqueda no ha sido en vano: he hecho mi primera captura en Gadolfo.

—¿Cómo, la primera captura?

—Ya me has oído, capitán. Tengo enjaulado ni más ni menos que al Hombre de los Milagros. Así es como lo llaman por aquí. Un pobre discípulo del hereje Pagamino, que tanto tiempo llevo buscando. ¿No crees que es una captura? Espera y verás. Porque ahora dejaremos correr la voz, y pronto… pronto aparecerá el viejo; y esta vez no dejaré que esquive el anzuelo. Lucca puede estar contenta.

Tiziano empuñó las bridas.

—Pero ¿tenías realmente la peste?

—Sí, era peste, y cuando ese supuesto curandero fue a mis aposentos, yo estaba en las últimas. Pero recuerdo con toda claridad que el Hombre de los Milagros mencionó a su maestro, el buen maese Pagamino, que estuvo encerrado en las mazmorras de Lucca. Allí debía haber seguido hasta morir quemado en la hoguera, pero no fue así. Aunque el Hombre de los Milagros no tiene nada que temer; no es más que un arrapiezo, un muchacho al que ha instruido Pagamino. Todos sus conocimientos los ha adquirido del viejo, y en su carro lleva ungüentos y hierbas, fórmulas y aceites para todas las enfermedades que pueden aquejar a una persona. Encontré hasta un sapo. ¿Hace falta que diga más, capitán?

—No, no hace falta que digas más —murmuró Tiziano—. ¿Cómo lo has localizado?

Del Sarto elevó la mirada al cielo desvaído.

—Seguí un rastro que estaba dibujado con llamas, porque ha obrado milagros y portentos, y desafiado a Dios desde Lucca hasta Ferrara y desde Ferrara hasta Gadolfo. Está excomulgado, y es buscado, venerado y odiado, porque los crímenes han ido de la mano de los milagros.

—Pero a ti te curó la peste bubónica.

Del Sarto tiró de la brida y el caballo se encabritó.

—¡No existe cura para la peste bubónica! —gritó—. ¡La peste es un castigo de Dios, creía que ya lo sabías, soldado! El Todopoderoso se apiadó de mí, porque lo que me dio el Hombre de los Milagros era rábano picante. ¡Rábano picante! Pero se acabó el juego. El chico está encerrado en una cripta bajo la iglesia del lugar, custodiado por mis hombres. Y esta vez no van a escapar ni él ni Pagamino. Es una promesa que he hecho. Tomo al cielo por testigo. Pero ven, soldado, acompáñame a presenciar el milagro de Gadolfo.

La iglesia se alzaba junto al camino de acceso a la ciudad, y cuando Tiziano y Del Sarto llegaron allí, la lluvia caía en tupidos velos. Fue el propio cura, un hombre alto y delgado con una gran barba blanca, quien los recibió. La iglesia era un edificio modesto, encalado, que tenía problemas con un tejado cuyos agujeros habían causado que la estancia se inundara debido a la lluvia repentina.

—¡Aquí terminan todos los milagros! —gritó Del Sarto—. En la casa de Dios el demonio se torna visible y se prepara para la hoguera. Un día grande para la Iglesia, un día grande para Lucca. El día de la victoria para Del Sarto.

Tiziano avanzó hacia la losa que cubría la cripta.

Del Sarto echó su capote sobre el banco más cercano y ordenó salir al clérigo.

—Toda captura —le susurró a Tiziano— depende del cebo; y lo que vas a ver ahora, soldado, es el cebo perfecto. Ni demasiado grande ni demasiado pequeño, justo el adecuado para el anzuelo.

El capitán se agachó y agarró la enorme piedra, grande y maciza. Ayudándose uno al otro, lograron arrastrarla a un lado, y Del Sarto introdujo la mano en la oscuridad.

—¡Toma mi mano! —gritó—. Vas a subir a la luz de Dios. ¿Me oyes?

No se oyó ninguna respuesta, pero de la oscuridad surgió un chico de tez lechosa, cubierto del polvo de la cripta. Miró alternativamente a Del Sarto y a Tiziano, con un aspecto que era cualquier cosa menos milagroso.

—Como te decía —dijo el verdugo sonriendo—, no es gran cosa.

El chico bajó la mirada y preguntó si podía beber algo.

—Primero el soldado quiere comprobar que sabes hablar. —Se sentó en el banco más cercano y cruzó una pierna sobre la otra—. ¿Cómo te llamas?

—Arturo,
signore.

—¿Qué más, aparte de Arturo?

—Nunca me han llamado otra cosa que Arturo, señor.

—¿Dónde naciste?

—Fui a Florencia de niño,
signore.

—¿A qué te dedicabas en Florencia?

—Era sirviente y jardinero, pero mi familia murió de peste el año pasado.

—¿Cómo es posible que no enfermaras?

—Creo que es porque comimos
Armoracia rusticana.

—¿Quiénes?

—Yo y el jardinero mayor,
signore.

—Ya veo. Pero dime, Arturo, ¿te han llamado cretino alguna vez?

—Sí, señor, el maese me llamaba siempre cretino.

Del Sarto miró a Tiziano y sonrió.

—¿El maese? ¿Te refieres a Pagamino?

—Sí, señor.

El chico estaba con los hombros levantados y mirando al suelo mientras juntaba y separaba las yemas de los dedos, como hacen algunos roedores.

Del Sarto se inclinó y bajó la voz.

—¿Te habló Pagamino alguna vez de un chico?

—¿De un chico,
signore
?

El verdugo se irguió y de pronto dio rienda suelta a la tensión acumulada.

—¡Un chico que podía proporcionar a Pagamino lo último que le faltaba! —dijo a gritos—. La última pizca para completar una antiquísima fórmula herética.

—A veces hablábamos de ello,
signore.

Del Sarto miró al techo, de donde caían gotas de lluvia de todos los tamaños. Parecía excepcionalmente contento.

—Soldado —susurró—: vuelve a donde Agostino y cuéntale lo que has visto. Di al venerable padre que me quedo en Gadolfo, donde he puesto el cebo en el anzuelo.

Tiziano se acercó al muchacho y le levantó la barbilla para mirarlo a los ojos.

—¿Eres ese a quien llaman el Hombre de los Milagros?

—No, señor, es mi maese el Hombre de los Milagros, pues yo sólo empleo sus ungüentos y polvos.

—¿Qué milagros hace tu maestro?

—Oh, muchos, señor, hipnotiza a las moscas y convierte a enanos en gigantes.

—¿En serio?

—Tiene polvos y ungüentos para todo tipo de enfermedades, señor.

—También un ungüento para mi ojo ciego —susurró Del Sarto, llevando a Tiziano a un rincón—. Te das cuenta de que el chico es tonto, ¿no?

—Me doy cuenta.

—Pero valdrá como cebo, ¿no te parece? Por cierto, ¿no ibas a casarte?

—Se ha suspendido la boda.

—¿Suspendido? ¿Por qué?

—No creo que te interese.

El verdugo volvió a Arturo, que no se había movido de su sitio.

—Puedes bajar a tu agujero.

—¿Puedo beber algo,
signore
?

—No has venido a beber. Abajo, al agujero, que es donde tienes que estar.

Arturo desapareció. Del Sarto arrastró la losa hasta su lugar.

—¿Ves, capitán? El verdugo de Lucca siempre logra su presa. Es sólo cuestión de tiempo.

Tiziano no respondió, y se quedó mirando al agua de lluvia, que se había juntado hasta formar un pequeño río brillante que caía desde las filas de bancos hacia la cripta.

En el transcurso de la noche la tormenta arreció. La lluvia se había convertido en un temporal, y Tiziano decidió pernoctar en la fonda local, donde se hablaba del temporal como el peor que recordaban.

Le dieron un cuarto en el primer piso, y se alegró por la buena cama y una vela de sebo nueva, que apagó antes de acostarse. Estando ya medio dormido, oyó pasos en la escalera. El posadero estaba abriendo la puerta de la habitación contigua. No parecía contento de que lo hubieran despertado.

—Te pagaré —dijo una voz.

—Bien, porque hace tiempo que hemos cerrado, y yo estaba bien caliente en la cama.

—Te agradezco la amabilidad.

—Hagamos las cuentas ahora, son las reglas de la casa.

—Podría pagarte también con un raro elixir que poseo casualmente…

—Ya me parecía a mí, nada de dinero.

—Pero tal vez pueda serte de ayuda de algún otro modo.

—Si no hay dinero, no hay habitación.

—Piensa en la lluvia, posadero. Además, no hay trabajo que me sea extraño.

—Hay que limpiar toda la casa. También la escalera, las letrinas y la bodega.

—Como ordene el señor.

Inmediatamente se hizo el silencio.

Tiziano continuó tumbado un rato, pero después se levantó, encendió la vela, salió al pasillo y llamó a la puerta de la habitación de al lado.

20

Alberto el Venerable juega a un juego arriesgado y
razona acerca de las mujeres y las sardinas

Cerró la puerta de un portazo y pisoteó el suelo.

—Esto es lo que se logra cuando es noche avanzada
y
están cayendo chuzos. Al diablo con todo. Y existen mujeres —añadió mientras colocaba la ropa mojada en el respaldo de la silla— que no conocen la moderación ni los buenos modales; al fin y al cabo no es culpa mía que esté desatendida, porque eso es responsabilidad de su marido. Y en cuanto a mi espalda, si alguien tiene interés en saberlo, ahora llevo el nombre Prunella escrito en el lomo, porque la señora no se contentaba con que se la metieran sin más, sino que exigía más ejercicios gimnásticos que no eran convenientes para el lumbago ni el reuma. Pero por si fuera poco, llamó a su marido en cuanto logró su voluntad conmigo. De modo que los miembros que no estaban descoyuntados por el revolcón con la mujerona me los ha roto el posadero a bastonazos.

Giuseppe se sentó en el camastro y se examinó las estrías de espalda y hombros.

—Ésta es la recompensa por hipnotizar a una mosca —murmuró—; y en cuanto a las mujeres y las sardinas, las prefiero pequeñitas. Ahora estoy en Gadolfo, donde Cristo dio las tres voces. Y yo digo que al diablo con todo. Pero bueno, ¿qué pinto aquí?

—Has vuelto por amor a
Bonifacio,
¿no?

—No deposito mi confianza en un borrico. Y en cuanto al asno cojo que acabas de mencionar, mi nariz bien puede prescindir de su olor.

—Oigamos qué pretexto tiene el viejo para encontrarse aquí, donde se encuentra también el verdugo de Lucca. ¿No deberías estar camino de Nápoles si apreciaras en algo tu vida?

—Si no fuera por la fortuna que trabajosamente he ido apilando en la vieja carreta, estaría en Nápoles, o mejor aún, en Capri, pero no he reunido toda una universidad en ungüentos y aceites para dejar que un cretino los esparza a los cuatro vientos. Voy a calentarle las costillas, ya lo creo. Lo que hay que ver: el idiota le ha dado a Del Sarto el extracto de rábano picante y lo ha curado de la peste. ¡Qué ironía!

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