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Authors: Brian Lumley

El origen del mal

 

La invasión de la Tierra por un ejército de seres monstruosos podría producir espeluznantes reacciones. Sin embargo, sería muchísimo peor si esos invasores fueran, además…, ¡vampiros! El nigromante Harry Keogh ha descubierto que los científicos soviéticos han abierto, sin querer, una puerta hacia la peor de las pesadillas que puede imaginar la humanidad. La fuente de todas las Leyendas Negras se hace accesible para todo aquel que se atreva a cruzar la Puerta. Y también para algunos que no se atreven…, pero que no tienen más remedio que cruzarla.

Brian Lumley

El origen del mal

Crónicas Necrománticas - 3

ePUB v1.0

elchamaco
03.09.12

Título original:
The Source

Brian Lumley, 1989.

Traducción: Roser Berdagué Costa

Diseño/retoque portada: elchamaco

Editor original: elchamaco (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo 1

Simonov

El agente estaba tendido en una mancha de nieve, sobre un montón de piedras blancas, en la cresta oriental de lo que había sido en otro tiempo el paso de Perchorsk, en el centro de los montes Urales. A través de unos prismáticos de visión nocturna observó una zona de casi una hectárea de tierras onduladas y de un gris plateado que se extendía sobre el barranco abierto a sus pies. Vista a la luz de la luna, aquella superficie podía ser tomada fácilmente por hielo, pero Mijaíl Simonov sabía que no se trataba de un glaciar ni de un río helado, sino de una plancha de metal de unos ciento veinte metros de longitud por algo menos de sesenta de ancho. A todo lo largo de los bordes irregulares que la recorrían en el sentido longitudinal, donde su bóveda suavemente curvada se juntaba con las paredes rocosas del desfiladero, y a ambos extremos, donde el arqueado metal se elevaba en línea recta hacia unas macizas barreras de masa pétrea o diques, «sólo» tenía quince centímetros de grueso, pero en su centro la plancha moldeada era de sesenta centímetros. Esto, por lo menos, es lo que habían registrado los instrumentos de observación de los satélites espías americanos, como también el hecho de tratarse de la mayor reserva de plomo acumulada en toda la superficie del globo.

Mijaíl Simonov pensó que era como mirar desde arriba una gigantesca botella que estuviera enterrada en sus tres cuartas partes y que tuviera el cuello recubierto de plomo, una botella mágica, en verdad, aunque en este caso el tapón ya se había retirado y el genio que la habitaba había salido volando por los aires. Simonov estaba allí para descubrir cuál era la naturaleza de tan dudoso fugitivo. Lanzó un suspiro, refrenó el ramalazo de fantasía en lo más recóndito de su mente y concentró la mirada y la atención en la escena que tenía a sus pies.

El fondo del desfiladero había sido un lecho de agua sujeto a fuertes inundaciones estacionales. Río arriba, por encima de la «húmeda» pared del dique, había un lago artificial cuya superficie parecía de plomo…, pero sólo su superficie. Canalizada por debajo del gran tejado de plomo a través de invisibles conductos, el agua reaparecía en forma de cuatro grandes y esplendentes surtidores procedentes de canales de la pared inferior. El agua de los chorros se elevaba en el aire, se helaba y caía en forma de escarcha, o volvía a ser arrastrada al fondo del desfiladero bajo la apariencia de nieve o hielo, donde a pesar del aparente volumen de agua ahora sólo había un arroyuelo que seguía el antiguo curso. Debajo de la coraza de plomo había cuatro grandes turbinas que permanecían inactivas, sorteadas por las impetuosas aguas procedentes del lago. Ya hacía dos años que estaban paradas, desde el día en que los rusos pusieron a prueba su arma por primera y última vez.

A pesar de todas las medidas de camuflaje tecnológico empleadas por la URSS, los satélites espías americanos también detectaron aquella prueba. Lo que vieron
exactamente
fue algo que no salió nunca a la luz pública, ni siquiera fue objeto de alusiones fuera de las elevadas esferas del gobierno y de los correspondientes departamentos subalternos, si bien fue suficiente para poner en marcha, en los Estados Unidos, el SDI o «Guerra de las Galaxias». En círculos castrenses muy restringidos, pero muy poderosos y altamente secretos del mundo occidental, se habían iniciado apresuradamente conversaciones sobre los «escudos» de APB, Accelerated Particle Beam (Haz de Partículas Aceleradas), sobre láseres impulsados por energía nuclear o por plasma e incluso sobre algo llamado «Motor Magma», que en teoría podía restaurar la energía del pequeño agujero negro que algunos científicos creen que existe en el núcleo de la Tierra, consiguiéndose al mismo tiempo alimentar y proveer de combustible al planeta. Sin embargo, todas estas discusiones se habían quedado en meras conjeturas. Era un hecho que desde Rusia no se había filtrado nada realmente importante, dejando aparte las pruebas aportadas por los satélites, es decir, no se había filtrado nada que no pudiese calificarse de informes habituales. En efecto, en lo que se refería a la región de Perchorsk en los montes Urales, durante un tiempo había existido una reserva muy superior incluso a la del Centro Espacial de Baikonour en los días de los Sputniks. Aquella reserva, en los tiempos de las secuelas de la espantosa y única prueba, parecía haberse cuadruplicado repentinamente.

Simonov temblaba, arrebujado en su blanco anorak forrado de piel, y con mucho cuidado limpió sus prismáticos, se aplastó materialmente en el suelo cubierto de hielo como amparándose entre las piedras, mientras las nubes que cruzaban el espacio se entreabrían y él quedaba iluminado por la luna llena. Hacía frío allí arriba durante la época que ellos llamaban «verano», pero a finales de otoño podía decirse que aquello era una especie de infierno glacial. Ahora era otoño y, por poca que fuese la suerte que acompañara a Simonov, esperaba que podría escapar a los rigores de otro invierno. Sin embargo, Simonov hubo de corregirse mentalmente y considerar que debería contar con
muchísima
suerte. ¡Una suerte loca!

Bajo los rayos de la luna que se derramaban a raudales, la escena que divisaba abajo parecía bañada en plata, si bien las lentes especiales de Simonov se adaptaron automáticamente a ella. Las dirigió ahora hacia el paso propiamente dicho o lo que había sido el paso hasta que el Perchorsk Projekt se puso en marcha hacía cinco años.

Aquí, en el costado oriental del desfiladero, el paso se había ido erosionando por la parte del flanco de la montaña a consecuencia de la acción de una de las fuentes del río Sosva en su curso descendente hacia Berezov, mientras que por la parte oeste se había dinamitado hasta quedar convertido en una profunda depresión. El camino, que bajaba en forma muy accidentada desde las montañas, seguía de forma más o menos paralela al curso del río Kama por espacio de cuatrocientos kilómetros hasta Berezniki y Perm, en el tramo del ferrocarril Kirov-Sverdlovsk.

En los cuarenta años anteriores al Projekt, el paso lo utilizaban principalmente madereros, tramperos y buscadores de minas, y para el transporte de herramientas y productos agrícolas en ambas direcciones a través de la cordillera. En aquellos tiempos la estrecha carretera se abrió literalmente con explosivos en la dura roca y así permaneció hasta época reciente: un camino accidentado, pero expedito, a través de las montañas. Sin embargo, el Perchorsk Projekt había aportado drásticos cambios.

Con la construcción del tramo del ferrocarril Zapadno-Serinskaya por la parte este y la prolongación del ferrocarril de Utja a Vorkuta en dirección norte, aquel puerto tan elevado había dejado de gozar del favor de la gente como ruta de tránsito a través de las montañas y únicamente conservaba su importancia para un puñado de agricultores locales y gente parecida, cuyos medios de subsistencia contaban muy poco en el campo más amplio de las cosas importantes. Lo que se había hecho era trasladarlos a otro lugar. Esto ocurrió hace cuatro años y medio, pero después con toda la celeridad, el ingenio y los músculos que una superpotencia es capaz de reunir, se volvió a abrir el paso, se ensanchó y mejoró, dotándolo de carreteras bien asfaltadas, provistas de dos carriles. No se trataba, sin embargo, de una autopista pública o accesible a las comunidades locales, por cierto muy diseminadas; es más, el uso del paso les estaba estrictamente prohibido.

En resumen, el proyecto había tardado casi tres años en realizarse; durante este tiempo los servicios secretos soviéticos sólo habían dejado transparentar inocuos detalles acerca de «un paso en los Urales que está siendo sometido a reparaciones y mejoras». Aquélla había sido la actitud oficial, encaminada a interceptar o a confundir el intento de reconstruir el verdadero cuadro tal como era visto desde el espacio por los Estados Unidos. Y por si todavía se requerían más pruebas de la inocencia del Perchorsk Projekt, se habían tendido conducciones de gas y de petróleo en el paso comprendido entre Ujta y los yacimientos de gas de Ob. Lo que los rusos no podían ocultar ni enmascarar era la construcción de los diques y el movimiento de la pesada maquinaria utilizada para ello, el increíble macizo blindaje de plomo, construido en capas, sobre el antiguo lecho del poderoso torrente de un desfiladero, y quizá, lo más importante, el gradual crecimiento de un movimiento de tropas en la zona hasta llegar a una presencia militar permanente. Había habido gran cantidad de explosiones, excavaciones y formación de túneles, además del traslado de muchos miles de toneladas de rocas por camiones al lugar, a veces simplemente arrojadas a los precipicios locales, aparte de la instalación de un gran contingente de complicados equipos eléctricos y otros aparatos. Todo esto había sido vigilado desde el espacio y había intrigado e irritado a los servicios secretos y de seguridad de Occidente hasta la exasperación. Como siempre, los soviéticos ponían las cosas difíciles a los demás. Sea lo que fuere lo que se llevaban entre manos, actuaban de una manera que resultaba prácticamente inescrutable, en un desfiladero de laderas escarpadas y a casi trescientos metros de profundidad, lo que exigía que, para ver lo que hacían, fuera necesario disponer de un satélite colocado directamente sobre el lugar de los hechos.

En Occidente seguían haciéndose conjeturas y las alternativas eran muchas. ¿Estaban los rusos realizando una operación disimulada encaminada a la detección de minas? ¿Habrían descubierto importantes yacimientos de mineral de uranio de alta calidad en la región de los Urales? ¿Se dedicaban quizás a la construcción de instalaciones nucleares experimentales bajo las montañas? ¿No estarían preparándose para hacer pruebas de algo totalmente nuevo y radicalmente diferente? Cuando al fin se supo de qué se trataba, es decir, dos años después, resultó que aquellos que se habían inclinado por la tercera alternativa fueron los que estaban en lo cierto.

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