—Tu magia druida no...
—Lo hará. Sacrificaremos los fuertes.
Rix se me quedó mirando fijamente.
—Tenemos que prender fuego a todos los fuertes que no sean inexpugnables por sus propias fortificaciones o por su situación. Podemos dispersar a sus habitantes en el campo circundante. Será duro para ellos ver que las antorchas encienden sus fortalezas, pero no tanto como verse y ver a sus hijos esclavizados. Así los romanos carecerán de fuentes centralizadas de suministros y saqueo. Tendrán que enviar partidas de forrajeo, a las que nuestros guerreros podrán atacar un día tras otro.
—Los pueblos no fortificados y algunas de las granjas más grandes tienen suministros de grano en sus almacenes, Ainvar.
—Entonces también debemos quemarlos. Eso significará un año duro para la Galia..., pero seremos libres y los ejércitos romanos no permanecerán aquí para morirse de hambre. Si nuestro pueblo está dispuesto a hacer un sacrificio lo bastante grande, Rix, ahora podemos derrotar a César.
* * * * * *
Nunca vacilaba. Convocó a los jefes militares de las tribus y les explicó el objetivo. Cotuatus fue su primer y más entusiasta seguidor.
—Si Cenabum ya hubiera sido quemada cuando César llegó allí, mi familia habría estado a salvo en alguna granja amistosa, lejos de los muros, y el romano no habría tenido suficientes suministros para alimentar a los hombres contra los que hoy luchamos. En cambio, ahora ya ha incendiado Cenabum... tras haberla saqueado. Y se llevan a la gente para esclavizarla.
El acuerdo fue unánime. Fueron enviados jinetes en todas las direcciones, y cuando el sol volvió a ponerse no había un solo pueblo a un día de marcha donde los romanos pudieran encontrar provisiones. Con sus propias manos los bitúrigos privaron a César de veinte de sus ciudades.
Hanesa entonó una espléndida canción que celebraba el valor de los bitúrigos.
Cuando César envió partidas de forrajeo desde su campamento cerca de Noviodunum, nuestra caballería acabó con ellas. Los romanos se apresuraron a levantar el campamento, preparándose evidentemente para ir a algún lugar que tuviera más que ofrecerles. El lugar más cercano era Avaricum.
El valor de los bitúrigos no llegaba a tal extremo que se avinieran a destruir la fortaleza tribal que era su mayor orgullo. Acudieron a Rix y le rogaron que les permitiera conservarla.
—Avaricum es la ciudad más bella de la Galia —insistieron—, y es posible defenderla con facilidad. Está rodeada por un río y marismas, con sólo un paso estrecho para llegar a ella. ¿Por qué habríamos de destruirla? César nunca podrá conquistarla.
Rix se reunió en privado conmigo y yo lo hice mucho más privadamente con los espíritus.
—El sacrificio debe ser total, Rix —le dije—. No podemos permitirnos excusar a éste o aquél porque son especiales. Todo lugar es especial para quienes viven en él. Los hombres de César están hambrientos y le presionan, el plan funciona. Prívale de Avaricum y tendrá que retirarse de la Galia libre a algún lugar donde pueda abastecer a su ejército. ¡Piensa en ello! ¡Imagina la satisfacción de ver su retirada!
Rix estuvo de acuerdo, pero por desgracia los demás se dejaron persuadir por los argumentos de los bitúrigos. Los príncipes empezaron a acusar a Rix de ser demasiado duro con quienes le apoyaban, de exigir sacrificios cuando no eran necesarios. Varios parientes de Ollovico insinuaron que el arvernio simplemente quería destruir Avaricum puesto que así le sería más fácil establecer Gergovia como la capital de la Galia libre.
Vercingetórix accedió a la petición de los bitúrigos. Avaricum no sería destruida antes de que llegara el ejército de César. Le dije que estaba cometiendo un error y creo que también él lo sabía, pero se gritó el mensaje. Los mejores guerreros de los bitúrigos avanzaron a toda prisa por delante de nosotros para ocuparse de las defensas de Avaricum. Cuando César se puso en marcha, nuestro ejército lo hizo con el suyo, pisándoles los talones.
Al llegar a las proximidades de Avaricum, Rix levantó el campamento en una región protegida por bosques y marismas. A indicación mía, envió una red de patrullas para trasmitir información sobre los movimientos de los romanos. Cada vez que el enemigo enviaba partidas en busca de avituallamiento, nuestra caballería las atacaba y destruía. César empezó a enviar mensajes desesperados a los eduos y los boios, pidiéndoles que le facilitaran víveres. Pero aunque hubiéramos dejado pasar a los mensajeros habría sido inútil, pues los eduos ya no eran los infalibles aliados de César. Al observar el tamaño que tenía el ejército de la Galia libre, se mantenían a la espera para ver de qué lado soplaba el viento. En cuanto a los boios, era una tribu tan reducida a la que ya le resultaba bastante difícil abastecerse a sí misma.
El hambre empezaba a ser un problema muy grave para el ejército romano.
—Puedo saborear la victoria de la misma manera que otros hombres saborean el vino —se jactó Rix en un momento expansivo—. Tu plan ha derrotado a César.
—Todavía no —le advertí—. No has seguido mi plan al pie de la letra. Avaricum sigue en pie, y en ella está almacenado todo lo que los romanos necesitan.
—Los romanos nunca podrán capturarla, está tan protegida como cualquier fuerte de la Galia. Ya empiezan a estar debilitados por falta de alimento adecuado. Les dejaremos que se agoten en un inútil ataque contra Avaricum, entonces ordenaré que entren nuestros ejércitos y los destruiremos.
Lo dijo con una perfecta confianza, como si ya estuviera realmente viendo el futuro.
Pero a Rix no le había sido otorgado el don de la profecía. Era un guerrero.
Las primeras lluvias de la primavera eran tan persistentes como lo habían sido las tormentas invernales, y el agua tamborileaba incansable sobre nuestra tienda de cuero hasta que Hanesa y yo tuvimos dolor de cabeza.
Ansiaba el contacto de Briga, me preguntaba qué efecto tendría tanta lluvia sobre nuestros viñedos y deseaba estar en casa para ayudar a cuidarlos.
A pesar del mal tiempo, César parecía dispuesto a sitiar Avaricum.
—No podrán hacerlo —dijo Rix, confiado—. Están demasiado debilitados por el hambre.
Pensé para mis adentros que el hambre podía ser el acicate que les llevaría al éxito.
Cuando estuvimos instalados en nuestro nuevo campamento, César había trasladado torres de asedio hasta las murallas de Avaricum. Al amanecer, Rix formó a la mayor parte de la caballería y partieron en un amplio despliegue para atacar a los grupos de aprovisionamiento de César. El día se oscureció, con negras nubes que se amontonaban como viejos remordimientos. Los romanos parecieron abandonar sus esfuerzos en las murallas. Cuando oscureció y Rix aún no había regresado, supimos que había preferido acampar en alguna parte antes que poner en peligro las patas de los caballos cabalgando de noche.
Bajo la cobertura de la oscuridad nocturna, Cayo César se aproximó a nuestro campamento con una fuerza de ataque.
Alertados por nuestras patrullas, no fuimos tomados por sorpresa como él había esperado. Ocultamos las carretas de los víveres en un bosque espeso y luego reunimos a nuestras fuerzas en un terreno alto casi totalmente rodeado de marismas. Cuando César se encontró con los guerreros de la Galia a la luz del alba vio a unos hombres valientes y libres, erguidos en el campo abierto y desafiándole.
Más adelante Hanesa compondría un poema épico sobre aquellos guerreros.
Nuestra posición nos fue de gran ayuda. Yo la sugerí, musitándola en los oídos de varios príncipes tribales, cada uno de los cuales creyó que era su propia idea. Como no confiaba del todo en ninguno de ellos, Rix no había nombrado a un comandante que le sustituyera durante su ausencia. Por supuesto, nadie había previsto un ataque romano contra nuestro campamento y creíamos que César estaba ocupado por completo con su asedio.
Sin embargo, fuimos más listos que él. Si sus soldados intentaban avanzar hacia nosotros a través de la marisma, los atacaríamos desde el terreno alto mientras se abrieran penosamente por el agua fría y el barro pegajoso.
Podríamos haberles hecho un gran daño. Al darse cuenta de ello, los oficiales romanos consultaron entre sí y luego ordenaron una retirada, sabedores de que los superábamos en táctica.
¡Qué júbilo sentimos al verles las espaldas!
Cuando Rix regresó, estábamos ansiosos de contarle nuestra victoria. Pero algunos príncipes, a los que se les había negado la satisfacción de una batalla, estaban de mal humor. El éxito de la jornada les parecía defectuoso. Incluso acusaron a Rix de traición por haber abandonado el ejército sin dar a uno de ellos el mando supremo.
—En cuanto te marchaste los romanos vinieron como si hubiera sido planeado —dijeron los perturbadores—. ¿Fue así? ¿Creíste que César te daría el reino de la Galia por traicionar a tu pueblo y dejarnos sin defensa, sin caballería?
Una cólera fría se apoderó de Rix, el cual respondió primero a la última acusación.
—¿De qué sirve la caballería en un terreno pantanoso? Aunque todos nuestros jinetes hubieran estado aquí, no habrían podido ayudaros, mientras que han sido de gran ayuda para mí y hemos destruido a todos los grupos de avituallamiento que hemos encontrado.
»No le entregué el mando a nadie en mi ausencia porque no hay nadie entre vosotros que no pusiera los intereses de su tribu por encima de los intereses de la Galia. En cuanto a que yo buscaba el poder de César, no hay necesidad. Pronto le derrotaremos y, gracias a mis propios logros, tendré todo el poder que deseo en la Galia, todo el que he buscado..., que es el de ser rey de los arvernios.
Les avergonzó al revelar su mezquindad y sus celos. Los príncipes no hicieron más acusaciones. Regresaron a sus propios campamentos y empezaron a entonar cánticos de victoria alrededor de las fogatas con sus hombres.
Pero yo era quien conocía mejor a Rix y no pude evitar preguntarle:
—Quieres algo más que el trono de los arvernios, ¿no es cierto?
Él no lo negó y se limitó a decir:
—No quiero nada de la mano de César.
—¿Y qué me dices de esas yeguas africanas que te envió? Creo recordar que te las quedaste.
—Un caballo no es lo mismo que un trono, y César no me compró con ese regalo, Ainvar, lo sabes bien.
Sí, lo sabía, pero habíamos sido muchachos al mismo tiempo y todavía me gustaba gastarle bromas. A veces, en privado, incluso le llamaba Rey del mundo.
Al verle cabalgar al frente del ejército, ese título ya no parecía ridículo.
Rix había hecho varios prisioneros al atacar a los grupos de avituallamiento y les obligó a revelar a nuestro ejército el hambre y las privaciones que imperaban en el campamento romano, la desesperación que les había llevado a apoderarse de una vaca extraviada o a saquear un granero solitario.
Cuando concluyeron su relato, Rix añadió:
—Algunos de vosotros me habéis acusado de traición. Sin embargo, gracias a mí los invasores se están extenuando sin que se vierta una sola gota de nuestra sangre. Cuando los romanos estén lo bastante debilitados los derrotaremos y expulsaremos de la Galia desacreditados.
Los guerreros gritaron y golpearon sus armas, proclamando a Vercingetórix el más grande de todos los jefes.
Pero si César estaba debilitado, no podía decirse lo mismo de su intención. El asedio de Avaricum continuaba.
Dentro de la fortaleza los bitúrigos llevaban a cabo una defensa impresionante, y los miembros de su tribu que figuraban en nuestras filas empezaron a afirmar que aquélla estaba ganando por sí sola y no necesitaba a nadie más. Vercingetórix ordenó enseguida que una gran fuerza formada por miembros de cada tribu de la confederación acudiera en ayuda de la fortaleza sitiada.
—No tengo intención de dejar que los bitúrigos se lleven toda la gloria —me explicó—. Además, quiero estudiar más de cerca las técnicas romanas de asedio. Tu Goban Saor nos ayudará a imitarlas.
—¿He de enviar jinetes al Fuerte del Bosque?
—¿Por qué no?
De inmediato despaché mensajeros, no sólo para que regresaran con el Goban Saor, sino también para que se informaran de la seguridad de mi familia y la del bosque.
Los romanos lanzaron ganchos de asedio para agarrarse a los muros de madera de Avaricum. Los defensores en lo alto de los muros cogieron los ganchos con lazos corredizos y los arrastraron al interior por medio de cabestrantes. Los romanos levantaron torres de asedio para permitir que sus lanceros y arqueros disparasen por encima de los muros, pero los galos levantaron sus propias estructuras dentro del fuerte, oponiendo una torre a cada una de las torres romanas, de manera que los sitiadores no tuvieron ninguna ventaja. Entretanto, los atacantes eran continuamente atacados con lanzas, piedras y pez hirviendo..., así como por un clima brutal.
Cada mañana, en vez de entonar la canción del sol, cantaba la de la lluvia y sacrificaba gallos rojos.
Con un gran coste de vidas, finalmente los romanos lograron construir una enorme terraza de asedio que casi tocaba los muros. Su plan consistía en enviar una oleada tras otra de guerreros por aquella rampa, protegidos por medio del llamado «caparazón de tortuga», que consistía en escudos entrelazados y sujetos por encima de las cabezas. Pero entre los galos había mineros procedentes de las minas de hierro de la región, los cuales sabían practicar túneles. Abrieron un túnel por debajo de la terraza de asedio y prendieron fuego a ésta, haciendo que el armazón se viniera abajo. Mientras los romanos trataban de apagar el fuego, los bitúrigos salían por las puertas de Avaricum para atacarlos, junto con las fuerzas que Vercingetórix había enviado.
Al principio parecía que íbamos a ganar. César en persona, como tenía por costumbre, había supervisado los grupos de acción, y algunos de los guerreros tribales se impusieron la tarea de darle alcance y matarle personalmente, pero él logró eludirlos... y pedir refuerzos al campamento romano.
Alrededor de las murallas de Avaricum se libró una batalla terrible.
Los romanos llevaron una gran torre de asedio hasta las puertas principales de Avaricum, y la utilizaron para arrojar una serie de mortíferas andanadas que mantuvieron a los defensores encerrados en el interior. Uno de nuestros propios hombres, un parisio, según supimos luego, se situó delante de las puertas y lanzó una antorcha a la base de la torre. Entonces permaneció serenamente allí, arrojando trozos de sebo y brea a las llamas. Cuando le mató una flecha disparada desde una catapulta romana, otro galo pasó por encima de su cuerpo y ocupó su lugar. Cuando éste murió, lo hizo otro, y luego otro más. Murieron como hombres libres pero continuaron la imposible defensa de su posición hasta que los romanos lograron extinguir el fuego de la terraza de asedio e hicieron retroceder a los galos en todos los puntos de ataque.