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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (26 page)

También yo permanecía a la escucha... de ellos. Esta vez había cuatro príncipes, hombres que habían conducido a sus hombres al combate en muchos lugares de la Galia. Tenían mucho que decir de la situación entre las tribus, y un relato en particular fue turbador.

Mientras escuchaba me di cuenta de que la política de Dumnorix de recurrir a los germanos para que le ayudaran a conseguir el trono de los eduos había tenido unas consecuencias de largo alcance. Por miedo de los secuanos, había establecido una alianza con Ariovisto y sus suevos, la misma tribu de la que había huido el padre de Briga. Para conseguir el apoyo de Ariovisto, aparentemente Dumnorix había hecho creer a los germanos que les daría tierras célticas.

Ariovisto interpretó que esto significaba vía libre para ocupar las tierras de los helvecios, una tribu céltica, y empezó a trasladar gentes allá. Naturalmente, a los helvecios les irritó esta invasión, pero tuvo efecto positivo para ellos. Durante largo tiempo se habían quejado de que su territorio, que se extendía entre los límites naturales del río Rin y las montañas del Jura, era demasiado pequeño para su población creciente. Utilizando la incursión germana como un pretexto dos inviernos atrás su consejo tribal había decidido que toda la tribu emigraría a unos campos más amplios y unas tierras más fértiles en otra parte.

—Pregúntales adónde irán —le susurré a Rix.

—¿Adónde irán los helvecios? —preguntó él en voz alta—. Sin duda alguna, otra tribu compartirá con ellos la tierra de buen grado.

El príncipe que nos había contado la situación replicó:

—Se cree que podrían encaminarse a las tierras de los aquitanos, al norte de los Pirineos. Hay dos rutas que puede seguir una tribu tan numerosa: una difícil, a través del territorio de los secuanos, y otra algo más fácil a través del norte de la Provincia.

Ahora no tuve que pensar en Rix, pues el problema era evidente.

—¡Los helvecios no pueden hacer pasar a toda su tribu por la Provincia! Los romanos nunca lo permitirían, les atacarían incluso antes de que llegaran allí.

Con una sensación de inevitabilidad, me di cuenta de que aquél era precisamente el tipo de problema que el druida Diviciacus había previsto cuando solicitó al Senado romano ayuda contra las ambiciones de Dumnorix.

Ahora Diviciacus tenía en César a un aliado.

La Galia libre sería triturada entre las mandíbulas de los germanos y los romanos.

Le susurré esto a Rix, pero cuando él lo dijo en voz alta, el príncipe Lepontos, un hombre ancho de pecho y pelo color de sangre seca, no estuvo de acuerdo.

—El asunto no nos afecta, a menos que los helvecios intenten penetrar en nuestras tierras, cosa que no harán. Su ruta les llevará mucho más al sur. Creímos simplemente que te parecería interesante.

»Por supuesto, con la dirección apropiada podríamos descender con un ejército e interceptar a los helvecios. Semejante masa de gente en movimiento presenta una buena oportunidad de saqueo. No estarán en condiciones de defenderse adecuadamente.

—No, son celtas —le murmuré a Rix.

Él miró furibundo a Lepontos.

—Los helvecios son de nuestra sangre. No somos buitres para rebañar sus huesos y no nos cebaremos en ellos cuando atraviesen tiempos difíciles. Algún día podríamos necesitarlos a nuestro lado.

Lepontos pareció perplejo.

—¿A nuestro lado? ¿Los helvecios?

—Podríamos necesitarlos como aliados contra el romano, César..., siempre que éste no los destruya primero.

—¿Por qué habríamos de luchar contra César? —preguntó otro hombre, de más edad y con más cicatrices arrugadas que piel lisa—. Creo que estás exagerando esta pretendida amenaza de los romanos, Vercingetórix. Tenemos una larga y amistosa relación comercial con ellos. En caso de que empeoren las cosas, estoy seguro de que siempre podemos ofrecer a ese César suficiente grano para que su ejército y él nos dejen en paz, al margen de las otras cosas que él pueda...

—¡Estúpidos! —Rix se puso en pie de un salto y arrojó su copa de vino al otro lado del aposento, casi alcanzando al hombre que había hablado en último lugar. El vino manchó su túnica como si fuese sangre—. ¡Me avergüenzo de vosotros! ¡Me avergüenzo de cualquier hombre que intente apaciguar a un agresor! ¡No hemos nacido para encogernos de miedo y arrastrarnos!

Se expandió ante nuestros ojos hasta que su presencia llenó el aposento. Los demás retrocedieron. En la mirada de mi amigo había algo salvaje e indomitablemente libre.

—Lucharé hasta la muerte —dijo Vercingetórix—, pero nunca suplicaré.

Era magnífico. Me alegré de haberme quedado.

—¡Si eres tan valiente que estás dispuesto a luchar contra los romanos, nosotros lucharemos contigo! —gritó alguien al fondo.

—Seguiremos tu estandarte —gritó otro—. Dirígenos.

Los demás corearon el grito, que resonó en el alojamiento y en toda la fortaleza de Gergovia.

—¡Dirígenos, Vercingetórix!

CAPÍTULO XV

Mucho después de que los guerreros se hubieran ido, Rix permanecía sentado contemplando las llamas. Yo estaba a su lado, silencioso, pues comprendía que a veces un hombre necesita estar solo dentro de su cabeza.

Al final se volvió hacia mí.

—Los has oído.

—Así es.

—La responsabilidad de esto es tuya en parte.

Lo sabía muy bien. Tenía más responsabilidad de la que Rix se figuraba.

—Quieren que los dirija, me lo piden.

—Eso es lo que siempre has deseado, ¿no?

Me miró de una manera extraña, tan velada que no podía interpretar lo que había detrás.

—Tanto como tú deseabas ser el jefe druida de los carnutos, Ainvar.

Sus palabras me llegaron a lo más profundo. Para que yo fuese jefe druida, Menua debería haber muerto. Pero eso, me dije, pertenecía al futuro lejano. Rix conseguiría el trono mucho antes.

Entonces me recorrió un escalofrío. Mi cabeza repitió las palabras de Rix, y en ellas percibí el sonido de una profecía.

—Tengo que marcharme al amanecer —le dije bruscamente.

—No puedes —dijo él en un tono categórico que rechazaba la discusión—. Ahora te necesito aquí conmigo. Supongo que lo comprendes.

—Mi primera obligación es hacia mi tribu, y Menua me está esperando.

—¿Y si no te dejo ir? —replicó Rix en broma, sonriente, aunque la expresión de su mirada era seria.

Me sentí desgarrado. En parte quería quedarme con él y ser su compañero y consejero en los excitantes tiempos que estaban al llegar. La norma nos había unido, yo era su amigo del alma. Y, como Hanesa, deseaba participar de su gloria.

Por otro lado también era, casi, un druida.

—Si quieres que me quede aquí tendrás que matarme —le dije.

Para mi gran alivio, él se echó a reír.

—Mataría a cualquiera que intentara hacerte daño, Ainvar. ¿Cómo puedes sugerir que yo mismo te dañe? Vete, pues, si debes hacerlo. Sé que diste a Menua palabra de que regresarías. Pero... ¿me darás a mí también tu palabra?

Le miré a los ojos.

—Si puedo... ¿Qué me pides?

—Cuando tenga necesidad de ti, y la tendré, si te mando a buscar, ¿me prometes que vendrás a ayudarme? No te llamaré si no es absolutamente necesario. Ya sabes que mi cabeza no está del todo vacía, pero...

Asentí. Era un amigo del alma.

—Si me llamas, vendré —le prometí.

Cuando partí de Gergovia con mi grupo reducido, había una atmósfera de expectación en la gran fortaleza. La gente se reunía en grupos, hablaban y pronunciaban el nombre de Vercingetórix. Envidié a Hanesa, que se quedaría con él.

El aire estaba frío. Samhain se aproximaba. Cuando nos pusimos en marcha por el camino del norte, saqué un manto de repuesto del equipaje y abrigué con él a Lakutu, que tiritaba. Al tocarla, mis pensamientos volaron hacia Briga.

Apenas llevábamos media jornada en el camino cuando oímos gritos delante de nosotros. Desde toda la Galia libre, los miembros de la Orden de los Sabios eran convocados al gran bosque de los carnutos.

Pero era demasiado pronto para que se tratara de la convocatoria de Samhain.

Desde los diversos asentamientos de la Galia, los druidas fluían como afluentes para formar un río que se dirigía al bosque. Al pasar por el territorio de los bitúrigos, varios de ellos se nos unieron, incluido el jefe druida Nantua, del bosque cercano a Avaricum.

No había tantos druidas como deberían haberse presentado, no tantos como en años anteriores. Mi cabeza observaba, mi corazón se dolía. Realmente nuestro número disminuía con cada generación. ¿Era el clamor del creciente poderío romano tan intenso que nuestros jóvenes dotados no podían oír las voces sutiles del Más Allá que los llamaban a su servicio?

Ninguno de nosotros comentó los motivos por los que nos convocaban tan pronto. No podía haber más que uno y nadie quería decirlo en voz alta.

Cuando llegamos al territorio carnuto, apreté el paso. Tarvos y yo dejamos a Baroc y Lakutu detrás, para que nos alcanzaran como mejor pudieran.

No tenía intención de detenerme en Cenabum, pero cuando el fuerte de los carnutos apareció en el horizonte empezamos a encontrarnos con viajeros, los cuales nos dijeron que muchos de los druidas estaban allí.

—Han tenido que votar para la elección del rey —nos dijeron.

—¿La elección del rey? —repetí, sin comprender a qué se referían—. ¿Qué rey?

—Tasgetius, el nuevo rey de los carnutos. Por ese motivo los druidas carnutos estaban en Cenabum cuando murió el jefe druida.

Me detuve en el camino como si hubiera tropezado con una pared.

Sólo la muerte del Guardián del Bosque, el sagrado corazón de la Galia, habría bastado para convocar a los miembros de la Orden procedentes de todas las tierras. Mi espíritu lo había sabido, aunque mi cabeza se negara a pensar en ello. Y ahora teníamos también un nuevo rey...

Fui corriendo a la fortaleza. Las puertas de Cenabum estaban custodiadas por hombres a los que no reconocí.

—¿Sabes quiénes son? —le pregunté a Tarvos.

—Creo que seguidores de Tasgetius.

Cuando mostré a los centinelas mi amuleto de oro, nos abrieron las puertas.

—El juez principal querrá verte —me dijeron—. Le encontrarás con el rey.

Pero no fue así. Naturalmente, la noticia de mi llegada se extendió por todo Cenabum y Dian Cet salió a recibirme mucho antes de que pudiera llegar al aposento real. El juez tenía más arrugas en el rostro y los hombros encorvados por la preocupación, pero sonrió y me tendió las manos.

—Te saludo como a una persona libre, Ainvar.

—¿Qué ha ocurrido?

Él me cogió del codo.

—Ven conmigo a donde nadie nos oiga.

Me llevó a un aposento usado por los druidas de Cenabum y ordenó a Tarvos que se apostara en la puerta y no permitiera que nadie nos molestara.

—Mientras estabas ausente —me contó Dian Cet— Nantorus cedió por fin a la acumulación de sus heridas y admitió que ya no tenía fuerzas para dirigir a la tribu. Era preciso nombrar un nuevo rey, y el príncipe Tasgetius luchó con denuedo por conseguir el título. Menua se le opuso vigorosamente, diciendo que Tasgetius era uña y carne con los mercaderes y podría elegir los intereses de éstos por encima de los de la tribu. Casi llegaron a las manos, aunque Tasgetius no llegó al atrevimiento de golpear al jefe druida.

»La Orden y los ancianos se reunieron aquí en Cenabum para poner a prueba a los candidatos. Sólo Tasgetius logró responder a todas las preguntas que se le hicieron, y su demostración de destreza con las armas fue impresionante. Cuando se procedió a la votación, resultó elegido. Menua se puso furioso, aunque dicho sea en su honor, dirigió las ceremonias de nombramiento del rey con una puntillosa dignidad. No obstante, luego siguió criticando a Tasgetius, públicamente y con frecuencia.

Pensé que eso era muy propio de Menua, quien no aceptaría fácilmente la derrota. Elegir a un rey con la oposición del jefe druida era un hecho inaudito, un mal augurio.

La voz me tembló al hacer la siguiente pregunta.

—¿Cómo murió Menua?

—De una enfermedad estomacal. Comió demasiados dulces durante uno de los festines que siguieron al nombramiento del rey. La celebración duró toda una luna, desde luego.

—¿Menua comió demasiados dulces? —repetí estúpidamente—. ¡Tengo la absoluta seguridad de que jamás se excedía en nada!

—Te olvidas de que celebrábamos el nombramiento de un nuevo rey. Menua tenía que participar, pues lo contrario habría sido tomado como un insulto.

—Sin embargo, no vacilaba en criticar a Tasgetius públicamente.

Dian Cet frunció el ceño, como si nunca hubiese reparado en el desequilibrio.

—Supongo..., claro, un banquete es diferente, la gente está alegre y excitada... Tasgetius sirvió una sorprendente variedad de cosas importadas...

—¡Importadas! ¿Los mercaderes proveyeron la comida?

—Como un símbolo de respeto hacia el nuevo rey.

Un fuego frío se encendió en mi vientre.

—¿Dónde está ahora el cuerpo de Menua, Dian Cet?

—En el alojamiento de su pariente, el príncipe Cotuatus. Sulis está ahora allí, preparándolo. Mañana lo llevaremos al bosque.

—Llévame a él.

—Pero Sulis no debe ser molestada mientras...

—¡Llévame a él! —rugí con una fuerza que habría enorgullecido a Menua.

Dian Cet titubeó y luego asintió.

—Supongo que estás en tu derecho. Dejó su túnica con capucha para ti, ¿sabes? Tenía intención de iniciarte cuando regresaras.

En mi garganta se formó un nudo que me ahogaba.

Menua yacía en el alojamiento de Cotuatus. El príncipe en persona custodiaba la puerta, pero se hizo a un lado cuando Dian Cet le dijo que se me podía considerar un druida y, por lo tanto, estaba autorizado a entrar. Inclinada sobre el cuerpo tendido en una mesa, Sulis volvió la cabeza y entonces se enderezó, sorprendida.

—¡Ainvar! ¡La Fuente te ha traído a tiempo!

Tuve dificultades para hablar.

—¿Qué le ha matado, Sulis?

—Un dolor en el vientre. Cuando llegué a su lado estaba doblado por la cintura y muy pálido. Murió casi enseguida. Otros curanderos creen que quizá se haya debido a un intestino retorcido, pero no sabía que eso pudiera matar a un hombre tan rápidamente.

»Ven aquí, Ainvar. Agáchate y huele.

Hice lo que me pedía y me incliné sobre la cáscara vacía que había contenido a Menua. No podía verle claramente, pues las lágrimas me velaban los ojos. Me las enjugué con el puño y agradecí que Dian Cet se hubiera quedado en el exterior, hablando en voz baja con Cotuatus.

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