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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (52 page)

BOOK: El Druida
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Adopté mi expresión más severa, un fruncimiento del ceño como el de Menua que había usado otras veces con ella... siempre sin resultado. Tampoco esta vez surtió ningún efecto.

—Voy a ir contigo —insistió.

Cuando estaba distraída con la niña, llevé a Lakutu aparte.

—Briga es una mujer testaruda —le dije—. Me desobedece y estoy preocupado, pues el sitio adonde voy no es lugar para mujeres.

Lakutu asintió.

—Es mala cosa que la mujer desobedezca al hombre.

—¿Puedes convencerla?

Sus ojos negros brillaron.

—Haré algo mejor, la mantendré aquí.

—¿Cómo?

—No se marcharía si no pudiera encontrar a la niña. Cuando duerma, ocultaré al bebé, sólo hasta que te hayas ido. —Sus labios trazaron una ancha sonrisa—. Le gastaré una pequeña broma que te permitirá irte sin ella.

Pensé que en la siguiente festividad de Beltaine debía casarme con aquella mujer. Tenía una cabeza inteligente...

Ya no reparaba en su aspecto, no me fijaba en su delgadez y el cabello gris. Veía a la auténtica Lakutu que brillaba con una belleza suave y generosa. Cuando llegas a conocer y apreciar a alguien, la morada que lo contiene carece de importancia. Uno va a ver a sus amigos, no los alojamientos en los que viven.

Definitivamente me casaría con mi amiga Lakutu. Sería el primer jefe druida de los carnutos que tendría dos esposas.

El cambio flotaba en el aire, pero algunas tradiciones de la Galia estaban siendo abandonadas, con infortunadas consecuencias.

A instigación de César, los eduos habían abolido la monarquía en favor de magistrados electos e instaban a otras tribus a que siguieran su ejemplo. César no quería que las tribus estuvieran gobernadas por reyes. Aquellos a los que no pudo matar de inmediato trataba de comprarlos con sobornos y promesas de amistad, pero yo sabía que su objetivo final era destruirlos a todos. A los romanos no les gustaban los reyes.

Sin embargo, los necesitábamos. Durante muchas generaciones habíamos desarrollado el estilo de vida más adecuado a la naturaleza de los celtas. Los reyes dirigían a los nobles guerreros en las batallas que definían nuestro territorio tribal y permitían a los hombres alimentar su orgullo. La gente común menos agresiva cultivaba la tierra y hacía el trabajo necesario para la tribu. Los druidas eran responsables de los aspectos esenciales intangibles de los que dependía todo lo demás. De esta manera el hombre, la tierra y el Más Allá se mantenían en equilibrio... hasta la llegada de César, el cual quería destruir a nuestros guerreros y nuestros druidas a fin de poder convertir a los demás en esclavos.

Debía concentrar mis pensamientos en derrotarle, por lo que aprobé el plan de Lakutu, que era sencillo y no requería ningún esfuerzo mental por mi parte. Lo único que debía hacer era deslizar una poción en la taza de Briga cuando estuviera a punto de partir, a fin de lograr que se durmiera pronto.

Tras hacerlo así, le dije a Lakutu:

—Esconde bien a la niña para que Briga tarde largo tiempo en encontrarla cuando despierte. Necesito por lo menos una ventaja de media jornada.

Satisfecha por formar parte de una pequeña conspiración, Lakutu sonrió como una niña.

Mi guardia personal y yo partimos al encuentro de Vercingetórix. Por el camino nos encontramos con los príncipes de la Galia en los valles umbríos que yo prefería, y les conté la cruel muerte de Acco. Todos se mostraron airados.

—Cualquiera de vosotros podría encontrarse con un destino igual si las legiones de César invaden la Galia libre —les advertí—. Roma no concede a sus enemigos una muerte digna. Pero si estáis de parte del príncipe arvernio, podemos derrotar a César. ¡Podemos obtener una victoria que será conmemorada durante mil años!

Inflamados por la perspectiva, apretaron los puños, golpearon sus escudos y gritaron el nombre de Vercingetórix.

Pero los celtas se excitan fácilmente. Hasta que encontráramos a César en el campo de batalla, era difícil decir cuántos de ellos estarían realmente con nosotros.

El romano tenía talento para crearse partidarios poderosos. Diviciacus de los eduos, que como druida debería estar por encima del poder de persuasión de César, era un ejemplo. César podía ser generoso o severo alternativamente, sin pensar en la humanidad o la justicia, con sólo un deseo implacable de vencer. Tenía unos recursos inagotables para seducir a los aliados y atacar ferozmente a quienes se le oponían. Esto constituía para nosotros una lección, como le había señalado a Rix.

César había establecido una poderosa influencia personal casi independiente de Roma. Indudablemente era brillante, y en un mundo diferente me habría gustado aprender de él y enseñarle.

En cambio éramos enemigos mortales.

Rix y yo nos reunimos al sur de Avaricum, al otro lado de las colinas que formaban el límite del territorio de los boios. Los poderosos boios, instados por los eduos, habían aceptado la dominación de César. Sólo unos pocos príncipes resistían, y Rix había venido con la esperanza de ganarlos para la confederación gala.

Nos encontramos en un bosquecillo que había crecido alrededor de una granja destruida en alguna guerra olvidada. Poco quedaba de ella excepto unas pocas piedras roídas por la intemperie y las paredes que la lluvia había desnudado.

Acompañado por un grupo de jinetes bien armados, Rix llegó a lomos de su semental negro. El animal ya era plenamente maduro, lo mismo que su jinete, aunque todavía joven de acuerdo con la edad humana. El próximo invierno sería el trigésimo para los dos, si ambos vivíamos para verlo.

La memoria es un túnel oscuro con cuevas brillantemente iluminadas en sus lados. En una de ellas veo a Rix tal como apareció aquel día. Su cuerpo se ha hecho más musculoso, sus carrillos sobresalen como cantos rodados por encima del espeso bigote. En su rostro orgulloso están equilibradas las cualidades contradictorias del buen humor y la ferocidad.

Un hombre a la altura del César.

Tal vez es sólo la memoria lo que reviste a Rix de esplendor. En realidad era humano, terroso, tenso y probablemente frío, pues soplaba un viento intenso. Pero nada más descabalgar me dirigió su deslumbrante sonrisa de siempre, aunque no corrió a mi encuentro como un muchacho. Avanzó con paso majestuoso, el viento alzándole el manto de piel que colgaba de sus hombros.

—Ainvar.

—Rix... Vercingetórix —me corregí.

No nos abrazamos ni nos dimos palmadas en la espalda. Con el tiempo habíamos perdido esa costumbre. Nuestras miradas se trabaron y luego, con un acuerdo tácito, nos alejamos un trecho de nuestros séquitos y nos sentamos en el tronco cubierto de musgo de un árbol caído, junto al edificio derruido.

Rix señaló a Crom Daral, que aguardaba con el resto de mi guardia.

—Veo que has traído al jorobado.

—No es un verdadero jorobado. Exagera la desviación de su espina dorsal para inspirar simpatía.

—Compasión —dijo Rix desdeñosamente, llamando al deseo de Crom Daral por su verdadero nombre—. Es la más repugnante de las emociones. Me sorprende que permitas acercarse a ti a semejante persona.

—Me parece más juicioso que postergarle. Me temo que es un buscador de líos consumado y es mejor que le tenga donde pueda ver lo que hace.

Rix dirigió una segunda y más larga mirada a Crom Daral.

—¿Crees que es un espía?

—No, eso no. A pesar de sus defectos, no creo que estuviera dispuesto a traicionar a su tribu. Pero sólo ve las cosas en relación consigo mismo, lo cual le hace indigno de confianza. Cuando estábamos a punto de abandonar el Fuerte del Bosque nos hizo esperar en nuestros caballos mientras él iba a ocuparse de algún asunto personal que no quiso explicar. Actuaba como si los problemas de Crom Daral fuesen más importantes que la defensa de la Galia.

—Degüéllale —me aconsejó Rix. No tuve la certeza de que estuviera bromeando—. Una vez te advertí acerca de Crom Daral, ¿recuerdas?

—Sí, lo recuerdo. Y no dejo de vigilarle.

—Y los romanos te vigilan a ti —me recordó.

—Así es. —Entonces le hablé de Cayo Cita, y no intenté reprimir la indignación de mi voz al decir—: Está presionando a Nantorus a fin de que éste le ceda nuestro grano para alimentar a las legiones romanas durante el próximo período de lucha... ¡en la Galia libre!

Mis ojos no se desviaban de Rix mientras hablaba. Ni un solo músculo se movió de su rostro, ni siquiera parpadeó. Sin embargo, recordé mi primera impresión de él, la sensación de que podría estallar en cualquier momento.

Con una uña de pulgar cuadrada levantó una sección de musgo intensamente verde del tronco en que nos sentábamos, y le dio vueltas y más vueltas como si reflexionara sobre su naturaleza. Entonces la arrojó a un lado y me miró. Sus ojos eran claros y fríos. En la voz más suave me dijo:

—En lugar de tu grano les daremos lanzas a comer, Ainvar, y su propia sangre como bebida. Ha llegado el momento.

—Sí. —Noté que se me aceleraba el corazón—. Ha llegado el momento.

Las palabras habían sido pronunciadas, los árboles las habían oído. El viento se las llevó y las cantó a través de la Galia en una voz delgada y amarga.

Éramos un pueblo que disfrutaba del ruido y la exhibición, pero ahora debíamos ser de lo más cautelosos. Enviamos mensajeros que se desplazaron tan silenciosamente como búhos, para que convocaran a los líderes de las tribus aliadas a fin de que se reunieran con Rix en una fecha determinada, en lo más profundo del bosque.

Se presentaron. Senones, parisios, pictones, helvecios, gábalos y otros... acudieron a la convocatoria de Vercingetórix.

Permanecí a su espalda mientras ellos alzaban sus estandartes ante él. Algunos a los que no habíamos esperado estaban allí. Otros que sí esperábamos no se presentaron. Algunos querían luchar a su manera y sólo aceptaron a Vercingetórix como jefe en el calor del momento. Estaba seguro de ello. Pero mientras el arvernio estuviera al frente de ellos, alto, orgulloso y desbordante de energías, serían suyos. Lo mismo que yo.

—Mis carnutos se ofrecen voluntarios para asestar el primer golpe —les anuncié—. Creemos que la guerra contra César debería empezar en la tierra del gran bosque.

Los príncipes de las demás tribus vitorearon el valor de los carnutos.

—César se encuentra en el Lacio —les dijo Rix—, lo cual nos da ventaja. Cogeremos a los romanos por sorpresa. No están acostumbrados a emprender una guerra cuando su jefe está tan lejos de ellos. Atacarlos en su ausencia los sumirá en la confusión.

Por lo menos así lo esperaba.

—Vercingetórix tiene la cabeza de un anciano —oí decir aprobadoramente a alguno.

Rix tenía la espada de su padre y la blandió para que todos la vieran.

—Esta espada perteneció a Celtillus, que fue un hombre valiente. Cada uno de vosotros tiene guerreros que le han jurado lealtad sobre sus espadas. Sobre esta espada también yo os juro lealtad a todos. Lucharé por vuestra libertad hasta que no quede aliento en mi cuerpo. Ahora Vercingetórix os pertenece. Usadlo bien.

Los vítores de los reunidos resonaron en el bosque. Todavía puedo oírles, a través del largo y oscuro túnel de la memoria.

Al finalizar la asamblea, todos los presentes hicieron un juramento, comprometiéndose por su tribu a no abandonar a los demás una vez comenzara la guerra. Colocados en círculo, cada uno se hizo un corte con su daga en un brazo y luego juntó la herida sangrante con la de los demás.

La confederación de la Galia era una realidad, jurada sobre el hierro y la sangre.

Me volví para compartir el momento de triunfo con mi guardia... y sorprendí en Crom Daral una expresión que me inquietó. Parecía culpable. Pero ¿culpable de qué? Traté de eliminar esa impresión de mi mente. No quería que nada estropeara la ocasión.

Aquella noche llevé a cabo rituales de adivinación a fin de determinar cuál sería el mejor momento para que los carnutos atacaran a la poderosa Roma. Rix se mostró escéptico.

—El mejor momento es cuando estás preparado, Ainvar. No es necesario que consultes a las estrellas y las piedras.

No le repliqué, pero sonreí para mis adentros, recordando la manera en que había contemplado un trozo de musgo como si contuviera un mensaje para él. «Con el tiempo te recuperaremos —pensé—. La conversación no ha terminado.»

CAPÍTULO XXXI

Los jefes guerreros de la Galia partieron para hacer sus preparativos y yo me despedí de Rix.

—La próxima vez que nos encontremos estaremos luchando contra César —le dije.

—Quiero que estés a mi lado cuando nos enfrentemos a él —replicó Rix.

Sus ojos brillantes reflejaban la ansiedad por encontrarse con el romano. Estaba deseoso de luchar con César de hombre a hombre, lanzarse contra el más peligroso de sus adversarios en una lucha física. Mi deber era adelantarme al pensamiento del romano.

En cierta ocasión intenté mantenerlos separados. Ahora veía que desde el principio era inevitable que se enfrentaran como dos ciervos en el bosque, entrechocando sus cornamentas.

Yo me iba al norte, a Cenabum. Rix, tras haber obtenido promesas de ayuda de por lo menos algunos boios, regresaba a Gergovia con cierta renuencia.

—Mi tío Gobannitio ha regresado a Gergovia —me explicó—, ha envenenado el aire. ¿Te he dicho que César había encontrado tiempo para enviarme otro «regalo de amistad»? Cuatro excelentes yeguas africanas. Gobannitio enseguida empezó a pregonar lo deseable que sería para los arvernios aceptar una alianza romana y lo necio que yo era al intentar la unión de los galos. Alianza... —añadió soltando un bufido—. Dominio, aunque Gobannitio se niega a verlo así.

—¿Le devolviste los caballos a César? El cuatro es un número débil.

—¿Estás loco? Me los quedé. ¡Y entregué las yeguas a mi semental negro como prueba de mi amistad! Pero eso, naturalmente, no ha resuelto el problema de Gobannitio.

—Degüéllale —le sugerí.

Rix se echó a reír.

Cuando avistamos las murallas de Cenabum, ordené a mis hombres que acamparan en un lugar oculto del bosque, desde donde envié los mensajes necesarios. Entonces aguardé, dedicándome a dirigir los rituales de poder y protección mientras vigilaba a Crom Daral.

Había algo muy extraño en Crom Daral, pero yo estaba demasiado preocupado por César para poder concentrarme y adivinar qué era.

Aquellos a quienes había llamado convergieron en Cenabum la noche señalada. Poco antes del alba vimos una viva luminosidad en el cielo, por encima de la ciudad fortificada, y corrimos en busca de los caballos.

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