Lakutu me dirigió una débil sonrisa. Su delgadez y fragilidad eran alarmantes.
—Mi pueblo no hace estas cosas —observó.
—Dime lo que hace tu pueblo. Me gustaría aprender nuevos rituales que pueden ser útiles.
Ella miró vagamente a su alrededor y luego de nuevo a mi rostro mientras el bebé le succionaba ferozmente el pezón.
—En mi tierra es muy diferente. Ningún hombre estaría presente en el parto.
—En la mía consideramos que el hombre es por lo menos en parte responsable —le dije.
Briga se rió entre dientes. Sulis lo hizo a carcajadas.
—Entre mi gente ahora habría muchos lamentos, por los pesares que el niño conocerá en la vida.
—Aquí cantaremos para que conozca la alegría —le aseguré.
Ella cerró los ojos y suspiró satisfecha.
—Hacedlo todo a vuestra manera. Ahora ésta es mi tierra, vosotros sois mi gente..., nuestro clan —añadió, apretando al niño contra su seno.
Decidí que, después de todo, no se la daría a Crom Daral.
Menua me había enseñado la conveniencia de la simplicidad, pero yo tenía un gran talento para complicarme la vida.
Durante las estaciones siguientes los carnutos nos acostumbramos, aunque no nos resignamos, a la visión de las patrullas romanas en nuestras tierras. Sin embargo, no volvió a repetirse un acto como el ataque contra nuestro viñedo. Algunos de nuestros príncipes más temerarios clamaban a gritos para que atacáramos a los intrusos, pero Nantorus y mis druidas pedíamos precaución y ellos se reprimían a regañadientes.
—Todo el caldero debe hervir a la vez y destruir a César —decía yo a mi pueblo repetidamente—. Unas pocas gotas quemantes no harán más que encolerizarle y le estimularán a aplastar a los carnutos como ha hecho con tantas otras tribus.
Nos encontramos con un aliado inesperado. La atención de César estaba ahora desviada de la Galia central por las tribus germánicas de los usipetes y los tencterios, los cuales cruzaban el Rin en gran número cerca de la costa. Una vez más, tribus menos potentes huían de las salvajes depredaciones de los suevos.
Nada más iniciarse la estación apropiada para la batalla, César se reunió con su ejército y recibió a los enviados germanos que supuestamente buscaban la paz. Hubo las acostumbradas acusaciones y negativas, luego escaramuzas y finalmente una guerra total a lo largo del Rin.
Cuando sus tropas por fin vencieron, César volvió su mirada en una nueva dirección.
Rix en persona me trajo la noticia, montado en aquel gran semental negro. Se detuvo ante las puertas del fuerte y gritó mi nombre para que todos le oyeran. Su escolta era un grupo mixto de guerreros, en su mayoría arvernios, pero algunos de otras tribus que le habían apoyado.
Cada vez que veía a Rix, le encontraba más avejentado y curtido, más desgastado por su exceso de actividad. Sin embargo, tenía más vitalidad que nunca. Estar en su presencia era como calentarse al lado de un fuego crepitante.
Cuando le di la bienvenida en mi alojamiento, vi que deslizaba apreciativamente su mirada sobre Briga, la cual le sonrió. Entonces tuvo un sobresalto de sorpresa al reconocer a Lakutu.
—¡Cómo ha cambiado, Ainvar! ¿Y qué está haciendo aquí? Creía que estaba casada con nuestro amigo Tarvos.
Le expliqué lo que había ocurrido. Él insistió en ver al hijo de Tarvos, que yacía dormido en un montón de pieles sobre la cama de Lakutu.
—No es de extrañar que esta estancia huela a leche agria y a orina —comentó Rix riéndose mientras se inclinaba sobre el pequeño guerrero—. Nunca imaginé que vivías así, Ainvar.
—Yo estoy tan sorprendido como tú —le dije.
—Los príncipes de algunas tribus todavía hablan de más de una esposa, por supuesto, pero...
—No he desposado a Lakutu, cuido de ella y el niño por el afecto que tenía a Tarvos.
Rix enarcó una ceja, dubitativo. Al pensar en cómo veía él a Lakutu, delgada, con el pelo gris y los senos caídos a causa de la lactancia, y sabiendo que ella no comprendería mis palabras, sentí el perverso deseo de envolverla en belleza.
—Podría casarme con ella —dije en tono desafiante—. Aunque quizá no te des cuenta, Rix, Lakutu es una mujer extraordinaria.
Él me miró sorprendido.
Briga, que estaba sacando trozos de queso de un recipiente, dijo ásperamente:
—Conozco la ley, y necesitas el permiso de la primera esposa antes de que puedas tomar una segunda.
—¿Cuándo me has pedido tú permiso para nada? —le repliqué.
Rix rió entre dientes.
—De modo que os peleáis. Ah, Ainvar, esto no es lo que había imaginado de ti, en absoluto. —Se dio sendas palmadas en los muslos y soltó una carcajada.
Cuando dejó de reír, intenté cambiar de tema.
—Sin duda tienes mujeres propias y comprendes cómo son estas cosas.
—Tengo todas cuantas quiero, pero sólo me he casado con una de ellas, la que me causó menos problemas. —Aún sonreía.
—No creo que hayas venido hasta aquí para hablar de mujeres conmigo.
—Ah, no —dijo entonces, poniéndose serio—. ¿No te has enterado? César ha emprendido una expedición a la tierra de los britones antes de que empezara el invierno. Zarpó en una de sus naves de guerra desde el territorio de los morinos, que es el más cercano a la tierra de los britones.
—No, no me había enterado..., pero no me gusta nada. ¿Cómo lo has sabido?
—Dediqué el verano a visitar a las tribus del norte, las que César ha «pacificado». Yo y mis hombres nos disfrazamos de mercaderes —me guiñó un ojo—, un truco que aprendí de ti, Ainvar. Aunque, por supuesto, ninguna de las tribus se atreve a decirlo abiertamente, creo que en su mayor parte se pondrían al lado de la confederación en caso de alzamiento. Estoy seguro de que los vénetos, por ejemplo, lo harían, y probablemente los lexovios. Fueron ellos quienes me informaron de las actividades de César.
—La tierra de los britones —dije sombríamente, rechazando el pan y el queso que Lakutu me ofrecía. De repente no tenía apetito—. Una tierra habitada por tribus celtas, Rix, nuestro pueblo. Nuestros druidas incluso van a estudiar a sus bosques. ¿Es que César tiene que aplastar a cada uno de nosotros bajo su talón?
—Dudo de que ése sea su objetivo —dijo Rix, bostezando—. Probablemente va en busca de estaño y cualquier otra cosa por la que ahora sus comerciantes tienen que pagar a los britones.
—¿Qué volumen tienen las fuerzas que ha llevado consigo?
—Me han dicho que dos legiones. Más de ochenta barcos.
Me estremecí por los britones, que hasta entonces habían sido un pueblo libre.
—Por lo menos, mientras César está atareado con los britones no nos molesta y disponemos de más tiempo para prepararnos.
Rix asintió, pero tuve la impresión de que no me escuchaba con toda su atención. Sus ojos seguían a la menuda y redondeada figura de Briga que iba de un lado a otro del alojamiento.
Y vi que ella le miraba por encima del hombro.
Trabajando juntas en plácida armonía, las dos mujeres prepararon una buena comida de la que dimos cuenta gustosamente. Le dije a Rix que debía volver cuando pudiera ofrecerle vino de la Galia.
—¿Todavía estás trabajando en ese proyecto a pesar de todo lo demás?
—Naturalmente. Tengo la obligación de hacer que la tierra sea fructífera para mi pueblo. Esta misma mañana hemos celebrado una ceremonia propiciando a los dioses locales del campo y el río, a fin de que la tierra vuelva a dar una buena cosecha.
Rix hizo un gesto de impaciencia, esparciendo migas de la rebanada de pan negro que sostenía.
—Esta mañana he empleado gran parte de mi tiempo de una manera más eficaz, explorando vuestras defensas antes de entrar en el fuerte. En esta llanura puedes ver la aproximación de un enemigo desde una gran distancia, pero él también puede verte. No estás aprovechando al máximo la cobertura que tienes. Deberías apostar guerreros en cada grupo de árboles, Ainvar, y disponer que varios de ellos estén continuamente en el cerro, vigilándolo todo.
—El cerro es el centro sagrado de la Galia —le recordé—. No estacionaré guerreros en él.
—Lo harás si quieres protegerlo.
—No.
Él se encogió de hombros.
—Como quieras, pero si rechazas la ventaja de una buena atalaya natural, pon por lo menos más guerreros en la planicie circundante.
Sonreí levemente.
—Es posible que haya allí más luchadores de los que imaginas. Hay patrullas romanas en la zona y no quiero parecer abiertamente hostil, por lo que he disfrazado a nuestros guerreros de labriegos, pastores y leñadores. Has pasado ante varios de ellos, pero no los has reconocido.
—Debería haber sabido que una cabeza como la tuya iría un paso por delante de la mía —dijo Rix sonriendo. Extendió sus largos brazos y suspiró—. Es agradable estar aquí, atendido por tus mujeres —guiñó un ojo a Briga—, y me agrada no estar a lomos de caballo y llevando ese peso de un lado a otro, para cambiar un poco.
Hizo un gesto con la cabeza hacia el umbral, donde su gran espada de hierro estaba apoyada contra la pared.
—Veo que todavía llevas la espada de tu padre.
—Incluso cuando estoy disfrazado, Ainvar. Siempre la tengo al alcance de la mano.
—Ten mucho cuidado para que ese detalle no te descubra. No hay demasiados mercaderes con una espada que se blande con ambas manos y tiene piedras preciosas en la empuñadura.
—No te preocupes, tengo cuidado, pero nunca me olvido de quién soy.
—Confío en que así sea —repliqué.
Su observación me recordó otra de mis preocupaciones. Mi pueblo estaba cambiando, nos estaban cambiando, y la diferencia era esencial.
Éramos un pueblo que cantaba. Sin embargo, ya no nos entregábamos a los arranques espontáneos en los que antes incurríamos casi por cualquier motivo o simplemente por la alegría de vivir. Mi pueblo lírico, generoso, volátil y entusiasta se estaba volviendo cauto en compañía y suspicaz con respecto a los desconocidos, silencioso y precavido. Desde que los romanos se habían atrevido a destruir un viñedo en el corazón de la Galia, mi pueblo no era el mismo.
Keryth, como jefa de los vates, me había dado una explicación:
—Inicialmente, plantamos las vides en ese lugar porque lo habitaba un espíritu benevolente que estimularía su crecimiento y las haría medrar. Los romanos invasores expulsaron a ese espíritu de la misma manera que espantaron a muchos de nuestros dioses naturales más amables. La gente refleja los sentimientos de violación y empobrecimiento que ha sufrido la tierra.
De todo esto no le dije nada a Rix, el cual no se lo habría tomado en serio, pero me alegré de que por lo menos él no hubiera cambiado.
Sin embargo, no me gustaba su manera de mirar a Briga.
—¿Qué vas a hacer mientras César acosa a los britones? —le pregunté.
—Seguiré con mis rondas interminables, tratando de aumentar el número de nuestros aliados —respondió sacudiendo la cabeza con un gesto de fingida fatiga—. Esa tarea sigue siendo tan difícil como siempre.
—Claro, primero ganaste para la causa a los más fáciles de convencer, pero los últimos opondrán más resistencia.
Yo comprendía cuál era el problema. Los celtas jamás habían tenido un sentido de cohesión. Pedíamos a las tribus que aceptaran el mando de Vercingetórix a fin de evitar la centralización que nos imponían los romanos. Para los cabecillas acostumbrados a la autonomía, ese concepto era absurdo. Sin embargo, afortunadamente, para algunos la fuerza vital de Vercingetórix era irresistible.
Me pregunté si a Briga le ocurría lo mismo.
—¿Cuándo vas a volver a Gergovia, Rix? —le pregunté bruscamente.
—Ahora vamos en esa dirección. Me he detenido aquí con la sola intención de descansar algunos días. Mis hombres están cansados y nos irían bien algunos caballos de refresco, si dispones de ellos.
—¿Estás seguro de que es eso todo lo que deseas de nosotros?
—¿Qué quieres decir?
—Bueno... Nuestros suministros son limitados. Podemos proporcionar a tus hombres nuevos caballos, pero ninguno de nuestros animales sería un sustituto adecuado a tu semental negro.
Rix se echó a reír.
—No te preocupes por él, no está cansado. Y, de todos modos, no lo cambiaría por ningún otro. Conservo lo que es mío.
«También yo», me dije para mis adentros.
Aquella noche, mientras Rix compartía la hospitalidad de mi alojamiento, tomé a Briga repetidas veces, afirmando mi posesión una y otra vez, de modo que él no pudiera dejar de oírlo.
Apenas mi amigo había reanudado su viaje hacia el sur, cuando fui a ver a Sulis. La encontré atendiendo a un hombre cuya piel había empezado a volverse muy amarilla y había perdido el apetito. La curandera había extendido una capa de musgo húmedo sobre la piel desnuda del hombre, que estaba tendido boca abajo, y disponía piedras calentadas sobre el musgo en una pauta destinada a estimular a los ríos de energía de su cuerpo para que se llevaran a la enfermedad en su corriente. Habíamos utilizado el mismo método para curar la tierra devastada de nuestro viñedo. Mientras el hombre yacía amodorrado, dejando que la cura hiciera su efecto, llevé a la curandera a un lado.
—¿Es yerma mi esposa, Sulis? —le pregunté.
—¿Briga? Imposible. Está llena a rebosar de la magia vital. Cuando ponemos uno de sus mantos sobre el lomo de una vaca, ésta invariablemente da a luz un ternero sano.
—Pero aún no ha concebido.
—Probablemente se está desprendiendo de gran parte de esa magia.
—Ayúdala entonces, Sulis. Reorienta su don para que ella misma tenga hijos.
La mujer me dirigió una mirada irónica y maliciosa.
—Ese magnífico arvernio llegó cabalgando, con el aspecto de un dios solar, y enseguida quieres que tu mujer quede embarazada para que parezca gorda y torpe... ¡Los hombres!
Sulis siempre se las ingeniaba para decir algo desagradable.
César ganó varias batallas en la tierra de los britones, como supimos posteriormente. En general, eran un pueblo atrasado. Todavía libraban las batallas desde carros, un estilo que nosotros habíamos abandonado porque era entorpecedor y apenas servía más que para exhibirse. Sin embargo, como eran celtas, se batieron valientemente y vertieron mucha sangre romana. Los romanos no lograron conquistar toda la isla. Al final de la lucha, César regresó a la Galia del norte y luego fue al Lacio, como tenía por costumbre, dejando campamentos de invierno fortificados en territorio belga para recibir el esperado influjo de rehenes que había exigido a los britones derrotados.