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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (53 page)

BOOK: El Druida
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Las puertas de Cenabum estaban abiertas de par en par, sin centinelas a los lados. La ciudad se hallaba iluminada por las llamas. Nos recibió una cacofonía de chillidos, aullidos y gritos de guerra, a la que se unía el estrépito de los maderos cuando el fuego derribaba los techos. Tiré de las riendas de mi nervioso caballo y le hice avanzar al paso entre los alojamientos. La gente que corría en todas direcciones repetía la misma noticia:

—¡Están matando a los romanos! ¡Están matando a los romanos!

Así era, en efecto.

Obedeciendo mis órdenes, los príncipes Cotuatus y Conconnetodumnus habían dirigido a sus seguidores en un asalto contra todos los romanos de Cenabum. Poco antes del amanecer, los mercaderes habían sido sacados a rastras de sus camas, pasados por las armas y sus cuerpos arrojados a un montón sanguinolento. Los habitantes de la ciudad no tardaron en dar patadas y lapidar a los muertos, desquitándose así de los antiguos agravios. No había una sola persona en Cenabum que no creyera que los mercaderes le habían engañado en un momento u otro. Estaban cosechando una venganza brutal, pues ningún agravio cae jamás en suelo yermo.

Un castigo especial había sido reservado para Cayo Cita, a fin de equilibrar la muerte de Acco. Yo, que había estudiado con Aberth, el gran sacrificador, fui quien lo diseñó.

El oficial romano fue extendido en el suelo con los cuatro miembros encadenados a cuatro postes y la cabeza formando la quinta punta de una estrella. Sobre su pecho colocaron una pequeña plataforma de roble y una tras otra fueron amontonadas encima las piedras de la Galia, hasta que el hombre gritó y la sangre empezó a brotar de cada abertura de su cuerpo. Los perros de Cenabum se aproximaron arrastrándose sobre los vientres para lamerla.

Cuando Cita quedó frío y con la mirada fija, le cortamos la cabeza y la clavamos en un palo, como los romanos habían hecho con Acco. Entonces envié una compañía de guerreros al campamento romano más próximo para que entregaran el despojo.

La guerra había sido declarada.

Aquella noche Nantorus y yo celebramos un banquete con los príncipes de los carnutos, y hubo muchos vivas en honor de Cotuatus y Conco. Entretanto, los habitantes de Cenabum saquearon los edificios en ruinas de los mercaderes y terminaron de reducirlos a cenizas.

Cuando por fin me tendí en un jergón, dormí tan profundamente como un montón de piedras. No tuve ningún sueño. El Más Allá no me transmitió ningún mensaje, cosa que todavía hoy me confunde.

Mientras dormía, la noticia del ataque devastador contra los romanos de Cenabum había sido transmitida a gritos hasta las tierras de los arvernios, y Rix estaba enterado de nuestro éxito. Cuando me encaminé al Fuerte del Bosque, él instó a su gente a empuñar las armas por la causa de la libertad. Su tío discutió. Rix perdió la paciencia con Gobannitio y le expulsó de Gergovia junto con los pocos que todavía pensaban como él. Entonces envió delegaciones a las tribus de la Galia libre, recordándoles su juramento de permanecer fieles cuando estallara la guerra.

Rix exigió que cada tribu le enviara rehenes para asegurarse de su obediencia, así como guerreros que servirían como oficiales bajo sus órdenes. Al igual que César, se mostraba a la vez amenazante y generoso. Había preparado las cosas a fondo, sabía exactamente cuántas armas podía exigir a cada tribu y cuáles eran los recursos disponibles. Sólo en el renglón de la caballería, había planeado una fuerza poderosa antes de que llegara el primer jinete de una de las tribus aliadas.

Al prepararse para la guerra, Vercingetórix era como una planta que florece.

—Me encanta el combate —me había dicho una vez—. Me gusta la sensación que experimento cuando sé que voy a ganar y el enemigo morirá bajo mi espada. Es algo que produce una excitación intensa y riente, Ainvar, como tomar demasiado vino, sólo que mejor. Me entusiasma.

Los hombres son más hábiles cuando hacen aquello que les gusta. Nunca había pensado que a Vercingetórix le gustara matar, pues su espíritu no tenía realmente sed de sangre. Le entusiasmaba vencer. La sed de sangre sólo surgía como algo incidental.

Ayúdame a ayudar a vencer, le rogué a Aquel Que Vigila mientras cabalgaba hacia el Fuerte del Bosque. Al igual que Tarvos, estaba más motivado por el temor a la derrota. Ser derrotado por César sería catastrófico. La mera idea me hacía cabalgar más rápido, súbitamente ansioso de tener de nuevo a Briga entre mis brazos y ver la sonrisa infantil de nuestra hija.

Entonces me di cuenta de que uno de los nuestros se rezagaba, quedándose atrás casi a propósito.

—¿Qué te ocurre, Crom Daral? —le pregunté bruscamente.

—No soy un jinete, Ainvar, ya lo sabes. Déjame ir a mi propio ritmo.

—Puedes ir al nuestro si lo deseas. Esfuérzate un poco para cambiar.

—No puedo. Vete sin mí.

Le miré con el ceño fruncido. Se estaba convirtiendo en una inconveniencia constante. Me hacía sentirme como quien tiene una verruga gigantesca en la punta de la nariz y le obstaculiza la visión en todas direcciones.

—¡Como quieras! —le grité—. ¡Cabalga lento o rápido, o quédate aquí sentado chupándote el pulgar!

Acucié a mi caballo para que galopara y el resto de mi guardia me siguió.

Cuando miré por encima del hombro vi que Crom se había detenido y estaba sentado en su caballo con una expresión patética.

—Se diría que no quiere entrar en el fuerte con nosotros —dijo el hombre que cabalgaba más cerca de mí.

Seguimos galopando. Pronto la tierra se alzó para formar el cerro sagrado, y los robles me dieron la bienvenida con las ramas levantadas hacia el cielo.

Briga me estaba esperando en la puerta del fuerte. Tenía los ojos enrojecidos. Lakutu estaba detrás de ella, retorciéndose las manos. El resto de nuestras mujeres se apiñaba a su alrededor, con expresiones que conmoverían al guerrero más poderoso.

—Robaron a nuestra hija, Ainvar —me dijo Briga sin preámbulos—. Lakutu puede decírtelo.

Bajé de mi caballo.

—¿Es eso cierto, Lakutu?

Ella se encogió de miedo, como si esperase que la pegara.

—Hice lo que acordamos, Ainvar. Cuando Briga dormía, cogí a la niña para esconderla durante un rato. Me encontré con ese hombre llamado Crom Daral que iba en busca de su caballo. Me preguntó por qué tenía a tu bebé. Era tu amigo, te dio oro. Pensé que no corría ningún riesgo si se lo decía. «Yo esconderé a la niña», me dijo. Me negué, pero él insistió, dijo que escondería a la niña en su alojamiento, donde nadie buscaría. Parecía un buen plan, Ainvar. ¡Era tu amigo, confié en él!

La voz de Lakutu se convirtió en un gemido de aflicción.

Los ojos de Briga eran como un pedernal desportillado.

Así pues, mientras le esperábamos, Crom Daral había llevado a mi hija a su alojamiento y dispuesto que Baroc cuidara de ella. Al parecer habían convenido en que, una vez nos hubiéramos marchado, Baroc saldría sigilosamente del fuerte con ella y la llevaría a algún lugar distante, determinado de antemano, donde Crom Daral se les reuniría cuando regresáramos. Entonces se había unido a nosotros como si nada hubiera ocurrido, yendo hasta donde estaba Rix para impedir que yo sospechara nada.

Mientras estábamos ausentes había sido registrado minuciosamente el fuerte y toda la zona circundante, pero ni la niña ni Baroc habían sido encontrados.

—¿Cómo has podido hacerme esto, Ainvar? —me preguntó en un tono glacial.

—Yo no la robé.

—Claro que lo hiciste, al principio..., o planeaste que lo hicieran, tú y Lakutu. Me drogaste y te la llevaste de aquí. De lo contrario nunca habría ocurrido lo demás.

—Lo hice sólo para mantenerte a salvo, aquí en el fuerte. Eres una mujer tan testaruda que estabas decidida a seguirme.

—¿Por qué no habría de estar contigo? Soy tu esposa.

—Eres la madre de una niña pequeña.

—¡Ahora no tengo ninguna niña! —gritó, extendiendo los brazos vacíos en un gesto angustioso.

Lakutu gimió, sufriendo por ella. Dio medio paso, titubeó y luego rodeó a Briga con los brazos y la apretó contra su seno.

—No llores, no —intentó consolarla—. Yo... te daré a mi hijo —le ofreció. Las mujeres que nos rodeaban ahogaron un grito—. Es un chico —añadió Lakutu con tímido orgullo.

Cegado por unas lágrimas repentinas, me volví hacia el más cercano de mis guardaespaldas.

—Dame tu espada —le ordené.

—Qué...

Le arrebaté el arma de la mano y subí a lomos de mi caballo. Mis hombres cabalgaron en pos de mí. Naturalmente, cuando llegamos al lugar donde habíamos visto a Crom Daral por última vez se había ido, y una lluvia helada borraba todo rastro de sus huellas.

Uno de mis hombres se me acercó en su caballo y dijo:

—Si le hubieras matado en el momento de verle, tal como querías, nunca podría habernos dicho dónde están Baroc y la niña.

Sus palabras penetraron en la bruma roja de mi cerebro, la cual se levantó lentamente. Me hallé montado en un caballo que producía vapor al respirar, bajo un diluvio. Impulsado por la lluvia, un zorro salió de algún sotobosque cercano, me miró de soslayo, abrió la boca y se rió, la lengua rosada oscilante, antes de seguir corriendo.

Uno de los hombres empezó a arrojarle una lanza, pero le ordené que dejara escapar al animal.

Hicimos girar a nuestros caballos y regresamos al fuerte. A lo largo del camino no dejé de ver a mi hija con los oscuros rizos infantiles y las orejas minúsculas y arrugadas.

Nada de lo que hubiera hecho jamás fue más difícil que regresar a mi alojamiento y enfrentarme a las dos mujeres. Briga se negó a hablarme, pero su postura y expresión me condenaban sin paliativos.

No parecía culpar a Lakutu. Sus ruidosas pisadas y el estrépito de los utensilios de cocina me decían que Ainvar era allí el único sabio. Ainvar debería haber sido lo bastante listo para no seguir la necia sugerencia de la pobre Lakutu. Incluso rodeó a ésta con un brazo mientras las dos encendían juntas el fuego.

Mi cabeza observó que las mujeres cooperan mientras que los hombres compiten.

Fui a ver a Keryth.

—Encuéntrame a mi hija —le pedí.

—Tráeme algún objeto que le pertenezca.

—Lleva tan poco tiempo en el mundo que todavía no tiene nada —le dije en un tono desesperado.

Entonces me acordé del brazalete de oro.

Cuando regresé al alojamiento y saqué el brazalete del cofre, Briga abrió mucho los ojos.

—¿De dónde ha salido eso?

—Es el regalo que Crom Daral trajo para la niña.

Ella comprendió enseguida la implicación.

—Él no es el padre, Ainvar —se apresuró a decir.

—Tal vez cree que lo es.

Estas palabras habían permanecido como un veneno en el fondo de mi garganta desde que Crom trajo el brazalete. No debería haber herido a Briga con ellas, pero no pude evitarlo. Era humano y tenía necesidades que no podía obviar.

Briga me dirigió una larga y grave mirada.

—No es posible, Ainvar. No he estado con nadie más desde aquella primera vez contigo.

—Eso ya lo sé.

—¿De veras?

Crom tenía un pensamiento retorcido, me dije airadamente, y no debía volverme como él.

Cogí el brazalete de guerrero y unas mantas que habían abrigado a la pequeña y se lo llevé a Keryth. Entonces fui con la adivina al alojamiento de Crom Daral, porque ése era el último lugar en el que había estado la niña.

Fui presa de náuseas al descubrir que Crom Daral había vivido allí como un animal en su madriguera. El suelo estaba cubierto de huesos roídos. En algunos lugares la suciedad llegaba a la altura de los tobillos.

Keryth había traído una liebre para ofrecerla en sacrificio. La mató e interpretó sus entrañas sobre la piedra del hogar. Entonces rodeó tres veces la estancia en el sentido del sol, aferrando el brazalete y las mantas contra su seno. Su paso se hizo vacilante y finalmente se detuvo. Miró fijamente hacia un lugar invisible.

—Aquí están —susurró—. Dos hombres.

—Crom Daral y Baroc.

—Sí, se han encontrado. Ahora huyen juntos y llevan algo. Uno de los hombres va a pie, el otro a caballo. El jinete sujeta las riendas con una mano y lleva un bulto en el otro brazo. —Se inclinó hacia adelante, tensándose como para ver con más claridad—. Se mueve, llora...

¡Mi hija estaba llorando! Crom Daral tenía a mi hija y la niña estaba llorando. Cerré los puños con impotencia.

—¿Dónde están? Enviaré hombres enseguida tras ellos.

Keryth ahogó un grito.

—Ya van hombres tras ellos. Hombres a caballo..., una patrulla, una patrulla romana los ha visto y les está dando alcance...

Me quedé mirándola fijamente, horrorizado.

—Los romanos han capturado a los dos hombres —dijo Keryth, prosiguiendo el relato de su visión implacable—. Se dirigen hacia las tierras donde nace el sol, se mueven más allá de los límites de mi visión... —Bajó los hombros—. No veo nada —dijo finalmente.

En el alojamiento de Crom Daral no había más que un banco roto, en el que hice sentar a la vidente. Cogí sus manos heladas.

—¿Qué han hecho los romanos con la niña, Keryth?

Su voz exhausta replicó:

—No puedo decirlo. Les he visto coger a Baroc y Crom Daral, a los que han maniatado y puesto de través sobre sus caballos. Pero lo que le haya ocurrido a la niña ha permanecido oculto a mi visión. Ahora no puedo ver nada. Lo siento, Ainvar.

También yo lo sentía. La mujer había visto demasiado.

—No le hables a Briga de los romanos, Keryth —le pedí en tono suplicante—. Encontraré a la niña de alguna manera, si todavía está viva. ¡Lo juro por la tierra, el fuego y el agua!

Intenté no pensar en los relatos que contaban los refugiados, el horror de los niños celtas empalados en las lanzas romanas.

¡Que hicieran eso con Crom Daral! Se lo imploré a Aquel Que Vigila, ofreciéndole de buen grado el sacrificio del raptor de mi hija.

Cuando Keryth se hubo recobrado lo suficiente examinamos juntos su memoria en busca de cualquier detalle que pudiera decirnos cuáles, entre las decenas de millares de guerreros, habían tropezado con nuestros fugitivos, o dónde los habían llevado. Fue en vano.

Tratando de ocultar mi propia desesperación, le informé a Briga:

—La vidente dice que han ido al este. Ya he enviado hombres tras ellos, la encontrarán.

Ella leyó la verdad en mis ojos.

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