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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (2 page)

Otros pueblos y ciudades fortificados en la Galia eran fortalezas de príncipes, pero no el nuestro. El nuestro era el Fuerte del Bosque, y el jefe druida de los carnutos su autoridad suprema.

La noche anterior al día en que tendría lugar el ritual secreto yací consumido de impaciencia, esperando a que mi abuela se durmiera. Siempre había vivido con Rosmerta, quien atendía a mis necesidades y me reñía cuando lo consideraba oportuno. Nunca me habría permitido salir en una noche helada para espiar a los druidas.

Por supuesto, no tenía intención de pedirle permiso.

Pero precisamente aquella noche, por desgracia, ella parecía muy despierta, aunque de costumbre empezaba a cabecear cuando se ponía el sol.

—¿No estás cansada? —le preguntaba una y otra vez.

Ella me sonrió con una boca desdentada y hundida, una boca tan suave como la de un bebé.

—No, jovencito, no estoy cansada. Pero tú duérmete como un buen chico.

Anduvo renqueando de un lado a otro de nuestro aposento, haciendo pequeñas tareas femeninas. Yo permanecía tenso en mi jergón de paja, amadrigado entre mantas de lana y mantos de piel, mi mirada errante entre Rosmerta y los descoloridos escudos que colgaban de las paredes de troncos. Nadie los había tocado desde que mi padre y mis hermanos murieran en combate poco antes de que yo naciera. Mi madre, que ya era demasiado mayor para dar a luz, me parió y no tardó en seguir a sus hombres al Más Allá.

Los escudos eran un recordatorio constante de mi herencia guerrera, pero su deslustrada aureola no me excitaba.

Quería ver cómo los druidas realizaban su gran magia.

La cena que había tomado me pesaba en el vientre como una piedra. Rosmerta me miraba de vez en cuando y parecía preocupada. Finalmente acercó su taburete de tres patas al hogar central, se sentó y contempló las llamas.

Aguardé, fingí un bostezo, que ella no secundó, cerré los ojos e hice ver que roncaba. ¡Vete a la cama, vieja!, pensé, mirándola a través de los párpados entornados.

Cuando creía que no podría soportarlo más, ella por fin se levantó, con mucha lentitud, como hacen los muy ancianos. Del arca de madera tallada que contenía sus pertenencias personales sacó una pequeña botella de piedra que nunca le había visto hasta entonces y se bebió su contenido de un solo trago. Temblaron las carnosidades colgantes de su garganta. Entonces, dirigiéndome una mirada apresurada para asegurarse de que dormía, descolgó el pesado manto de su clavija y salió del aposento. Una gélida ráfaga de aire remolineó a través de la puerta abierta.

Supuse que había salido a hacer sus necesidades. Las tripas de los viejos son inestables. Aprovechando la ocasión, preparé el jergón de modo que pareciera ocupado por un durmiente, cogí mi manto y salí a toda prisa.

El fuerte estaba dormido. La única criatura viva que vi era un gato que cazaba ratas cerca de un cobertizo de almacenamiento. Una mortaja de nubes envolvía a la luna, pero la noche de invierno tenía una luminosidad glacial que me permitía ver lo suficiente para ir hasta una sección de la empalizada oculta por los cobertizos de los artesanos. El solitario centinela de la entrada principal dormitaba en su puesto de la atalaya.

Con una carrera y un salto, trepé por los maderos verticales del muro, una hazaña prohibida que todos los niños del fuerte, y no pocas de las niñas, dominaban a la edad en que tenían todos los dientes necesarios para comer carne.

Éramos un pueblo atrevido.

La empalizada estaba construida en lo alto de un terraplén de tierra y cascotes en cuyo extremo la altura era considerable. Aunque aterricé con las rodillas dobladas, la conmoción del impacto me dejó sin aliento. En cuanto me recobré, partí hacia el bosque.

El territorio de la tribu carnuta incluía gran parte de la ancha llanura recorrida por el río Liger, de lecho arenoso, y sus afluentes. Junto a uno de éstos, el Autura, un gran cerro boscoso se alzaba en la tierra llana y dominaba el paisaje, visible durante un día de marcha. Este cerro, que se consideraba el corazón de la Galia, estaba coronado por el robledal sagrado que era el centro de la red druídica.

El hombre no elige los lugares sagrados, sino que le son revelados. Los primeros pobladores de la región habían percibido el poder de aquel lugar. Toda persona que se aproximara a los robles experimentaba un temor reverencial. Eran los más antiguos y grandes de la Galia, y el hombre no era nada para ellos. A través de sus raíces se alimentaban de la diosa suprema, la misma Tierra, mientras que sus brazos alzados sostenían el cielo.

No debía permitirse que el estrépito de la morada humana turbara la atmósfera de un lugar tan sagrado, por lo que el Fuerte del Bosque fue construido a cierta distancia del cerro, pero cerca del río que nos suministraba agua. Al abandonar el fuerte fijé los ojos en la oscura masa de la sierra contra el cielo algo más pálido y avancé a paso vivo.

Había recorrido más de medio camino cuando oí el primer aullido de lobo. Mi excitación había hecho que me olvidara de los lobos, a los que el terrible invierno había sometido a la escasez tanto como a nosotros, enflaqueciendo a la escasa caza. Los lobos cazaban más cerca que nunca de los asentamientos humanos, buscando carne. Y yo era carne. Empecé a correr.

Ya era demasiado tarde cuando mi mente me informó de que sólo un idiota habría abandonado el fuerte en plena noche sin armas y sin ninguna escolta. Pero los jóvenes sólo piensan en una cosa a la vez. Se requieren años de estudios antes de que uno pueda pensar, como hacen los druidas, en siete o nueve cosas a la vez.

Tal vez no me quedaba ningún año por delante. No corría, volaba.

Presa del pánico, pensé que si podía llegar al bosque estaría a salvo. Todo el mundo sabía que el bosque era sagrado. Se decía que incluso los animales del bosque lo reverenciaban. Sin duda los lobos no me matarían allí.

Sin duda.

No existe límite a la cantidad de tonterías en las que uno puede creer a los quince años.

Corrí hasta que me pareció que se me iban a reventar los pulmones. La hierba congelada crujía bajo mis pies. Oí otro aullido, más cercano que el primero. El corazón me latía con tanta fuerza que temí que diera un salto hasta la garganta y me ahogara. ¿Podía alguien morir de esa manera? No lo sabía, pero era capaz de imaginarlo. Siempre estaba imaginando cosas.

El terreno se elevó, el cerro se alzaba ante mí, negro contra negro. Mis pies encontraron milagrosamente el camino sin que tropezaran con una piedra y cayera de cabeza. Los árboles me engulleron. Pero ni siquiera entonces estaba a salvo, tenía que llegar al robledal, el bosque sagrado. Avancé a través del enmarañado sotobosque, con un brazo levantado ante la cara para protegerla. Mi áspera respiración era tan ruidosa que los lobos podrían haberme localizado sólo por el sonido.

Una punzada de dolor zigzagueó en mi costado como un rayo. Tal vez lo era, quizá me había alcanzado un rayo, estaba muerto y ya no tendría que correr más. Entonces el dolor cedió y seguí avanzando penosamente, tropezando con las raíces, jadeando por falta de aliento, tratando de oír si los lobos me seguían.

El sotobosque perdió espesura. Me hallaba en la última cuesta pronunciada que conducía al antiguo robledal. Exhalé un suspiro de alivio al mismo momento que tropezaba y caía en una hondonada llena de hojas muertas.

Las hojas me sepultaron.

Yací resollando y esperando oír ruido de pisadas. Pero el único ruido era el rumor estruendoso de la sangre en mis oídos. Me atreví a confiar en que a la postre los lobos no me hubieran seguido, interesados por alguna pieza de caza más pequeña y fácil.

Cuando me pareció que no corría peligro, me acomodé hundiéndome más en el lecho de hojas secas. Era un lugar tan bueno como cualquier otro, y más cálido que la mayoría. Podría esperar con una relativa comodidad hasta el alba, sabiendo que estaba bien oculto en el mismo borde del bosque. Los druidas llegarían al amanecer...

Entonces oí cánticos y la noche terminó.

Debían de haber pasado junto a mí camino del robledal.

Repté con cautela hacia adelante, tratando de acercarme más al claro en el centro del bosque donde tendrían lugar los rituales druídicos más poderosos. Un enorme arbusto de acebo, en el mismo borde del claro, me cerraba el paso. Si pudiera meterme dentro podría ver sin ser visto, o así lo creía.

Me tendí boca abajo y me deslicé serpenteando, impulsado por codos y rodillas, oliendo la tierra fría y el moho de las hojas, hasta que me encontré bajo los brazos extendidos más inferiores del acebo. Entretanto, la canción druídica para los robles dio paso a una salmodia rítmica que ocultaba cualquier ruido que yo hiciera.

Cuando llegué al tronco del acebo, me levanté poco a poco entre las ramas, pero entonces descubrí que sus hojas perennes me impedían la visión del claro. Lleno de impaciencia, empecé a separar una rama... en el mismo momento en que el personaje central en el claro se volvió hacia mí.

Blandiendo el bastón de fresno tallado que era el símbolo de su autoridad, Menua, jefe druida de los carnutos y Guardián del Bosque, parecía mirarme directamente. Me quedé paralizado. Un sudor frío me corría por las piernas bajo la túnica.

Si me considerasen ya un adulto, como debería ser tras haber sobrevivido quince inviernos, habría tenido derecho a llevar las polainas de lana muy ceñidas que usaban los hombres. Pero yo no había pasado todavía por los ritos de iniciación a la edad adulta. Mis piernas no habían alcanzado oficialmente su longitud final. La ceremonia de mi virilidad tenía que celebrarse en primavera, y esa primavera no llegaría.

* * * * * *

Era consciente del terrible peligro que corría. Violar una prohibición druídica podría convertirme en un delincuente, y, si los jueces druidas así lo decidían, los delincuentes eran carnaza para el sacrificio.

Me quedé mirando horrorizado a Menua, convencido de que con todos sus poderes podía verme a través de la hojarasca más espesa, pero experimenté un enorme alivio al darme cuenta de que no me había visto. El jefe druida siguió girando lentamente y, murmurando como contrapunto al cántico, empezó a hacer trazos con las manos en el aire, dejando caer el bastón de fresno.

Noté un cosquilleo repentino en la piel, como el que uno siente antes de que estalle una tormenta. El vello se movió en mis antebrazos y se erizó en la nuca, bajo la acometida de fuerzas invisibles. La lóbrega mañana se hizo más sombría y el aire, lleno de tensión, más frío, denso y espeso.

En el claro los druidas habían empezado a dar vueltas en el sentido del sol alrededor de un eje central. Entre sus movimientos corporales atisbé algo blanco sobre una losa de piedra levantada por encima del suelo que usaban para los sacrificios.

Creí comprender. Ofrecerían el regalo de una vida a cambio de un regalo del Más Allá.

Los miembros adultos de la tribu tenían el privilegio de asistir a todos los sacrificios, excepto los que implicaban algún ritual secreto, como aquél. Sin embargo, la asistencia de los niños estaba prohibida. Pero a veces los chicos recreábamos los sacrificios entre nosotros, utilizando algún desventurado lagarto o roedor.

Para ser hijo de un guerrero, yo era extrañamente remilgado con respecto al derramamiento de sangre. Me revolvía el estómago. Siempre dejaba que alguien adoptara el papel de sacrificador y desviaba los ojos en el momento crucial, cuando los demás estaban mirando el cuchillo. Sin embargo, era muy bueno para los cánticos y las exhortaciones.

Ahora los que cantaban y exhortaban realmente estaban en acción. Sus voces llenaban el bosque, invocando los nombres sagrados del sol, el viento y el agua mientras sus pies trazaban un complejo dibujo en la tierra. El cántico se hizo estruendoso entre los robles.

Entonces Menua alzó los brazos y, como las ramas desnudas de los árboles, sus dedos arañaron el espacio. Obedeciendo a su gesto, el sonido, arrancado del bosque y lanzado al aire, desapareció. Los demás druidas se detuvieron en sus pasos, inmovilizando el dibujo que trazaban.

La fuerza mágica que iba en aumento crepitaba en el aire.

Menua echó atrás su capucha. De acuerdo con el estilo de la orden, tenía la parte frontal de la cabeza afeitada de oreja a oreja, una cúpula calva rodeada por una fulgurante cabellera blanca, con la que contrastaban vivamente las cejas negras, que casi se fundían por encima de la nariz. Menua era sólo de estatura mediana para un galo, pero era robusto, macizo, y la voz que resonaba desde su pecho parecía la misma voz de los robles.

—¡Escúchanos! —gritó a Aquel Que Vigila—. ¡Míranos! ¡Inhala nuestro aliento y conócenos como una parte tuya!

Me encogí bajo mi túnica. Mi piel erizada me informó de una Presencia, mayor que la humana, que ocupaba visiblemente el espacio vacío, consciente de Menua y los druidas... y de mí. Un poder imponente, terrible, que se iba concentrando en el bosque.

—Las estaciones están enmarañadas —decía Menua—. La primavera no puede liberarse del invierno. ¡Escúchanos, atiende a nuestro clamor! Tu sol no calienta la tierra y ablanda su matriz para que ella acepte la semilla y dé grano. Los animales no se aparean. Pronto no tendremos vacas que nos den leche y cuero, ni ovejas que nos den carne y lana.

»Las pautas del clima están dañadas. Nuestros bardos nos dicen que llegamos a la Galia hace muchas generaciones porque las normas de la existencia estaban dañadas en nuestra tierra natal del este. Teníamos demasiados nacimientos e insuficiencia de alimentos. Vinimos aquí para salvarnos, y en esta región aprendimos a vivir en armonía con la tierra.

»Ahora esa armonía ha sido perturbada de alguna manera y es preciso ponerla en orden. La confusión de las estaciones amenaza no sólo a los carnutos, sino también a nuestros vecinos los senones, los parisios, los bitúrigos. Incluso tribus tan poderosas como las de los arvernios y los eduos están sufriendo estas privaciones. Toda la Galia sufre.

Menua hizo una pausa para tomar aliento. Cuando habló de nuevo, su voz era apagada y suplicante.

—Imploramos la ayuda del Más Allá. Ayúdanos a recomponer la norma. Inspíranos, guíanos. A cambio te ofrecemos el regalo más precioso que podemos hacerte, no el espíritu de un criminal o un enemigo, sino el espíritu de nuestra persona más vieja y sabia, reverenciada por toda la tribu.

»Te enviamos el espíritu de quien soportó las muertes de sus hijos con valor y nunca dejó de dar buen consejo en el círculo de los ancianos. Su resplandor va a unirse al tuyo, la vida se traslada hacia la vida. Acepta nuestra ofrenda. Ayúdanos en nuestra necesidad.

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