Read El Cortejo de la Princesa Leia Online
Authors: Dave Wolverton
—¿Has acabado? —preguntó Leia.
—¡Voy enseguida! —gritó Han.
Le llevó la lengua. Había colocado un hermoso mantel rojo sobre el tablero proyector de hologramas, y las velas de todos los candelabros estaban encendidas. Leia estaba espectacular con un mono blanco y un collar de perlas, y las llamas bailaban en sus ojos oscuros. Han colocó la bandeja sobre el mantel.
—La cena está servida —anunció.
Leia le lanzó una mirada interrogativa y enarcó una ceja.
—¿Qué? —preguntó Han—. ¿De qué se trata esta vez?
—¿No me la vas a cortar? —preguntó Leia.
Han bajó la mirada hacia la vibro-hoja que había encima de la mesa. Había visto cómo Leia se abría paso a través de la jungla con un machete al que apenas le quedaba filo. Había visto cómo cortaba cuerdas y se desataba las manos con un trozo de cristal, y en una ocasión incluso había visto cómo liquidaba a una especie de monstruo de los pantanos con un palo puntiagudo, y la vibro-hoja estaba infinitamente más afilada que aquel palo.
—Pues claro que te la cortaré —dijo Han—. Será un gran placer para mí.
Cogió la vibro-hoja y empezó a cortar la lengua en porciones.
Llevaba cortada la mitad cuando decidió tratar de averiguar si había hecho algún progreso.
—¿Están a tu gusto? —preguntó—. ¿Te gustarían más gruesas, más delgadas o cortadas a lo largo en vez de a lo ancho?
—Las porciones están perfectamente —dijo Leia.
Han acabó de cortar la lengua, se sentó a la mesa y cogió una servilleta.
Leia carraspeó y alzó la mirada hacia él.
—¿Qué ocurre ahora, cachorrito mío? —preguntó Han.
—¿Vas a sentarte a la mesa llevando puesto ese delantal tan sucio? —preguntó Leia—. Quiero decir que... Bueno, da un poquito de asco.
Han se acordó de un momento en el que habían compartido raciones de campaña rancias en un campo de batalla de Mindar, con cadáveres de soldados de las tropas de asalto imperiales rodeándoles por todos lados.
—Tienes razón —dijo—. Me lo quitaré.
Se levantó, se quitó el delantal y lo colgó de un gancho en una pared de la cocina. Después volvió y se sentó. Leia carraspeó.
—¿Y ahora qué? —preguntó Han.
—Te has olvidado del vino —dijo Leia mirando su copa.
Han echó un vistazo a su plato y vio que Leia ya había empezado a comer sin esperarle.
—¿Qué vino prefieres? ¿Blanco, tinto, verde o púrpura?
—Tinto —respondió Leia.
—¿Seco o dulce?
—¡Seco!
—¿Temperatura?
—A la temperatura ambiente, por supuesto.
—Bueno, supongo que esta noche tampoco vas a permitirme cenar contigo, ¿verdad?
—No —replicó Leia con firmeza.
—No lo entiendo —dijo Han—. Ya han pasado cuatro días, y aparte de darme órdenes y hacer que vaya corriendo de un lado a otro sin parar, no me has dicho ni una sola palabra. Sé que estás enfadada conmigo. Tienes derecho a estarlo. Quizá lo he estropeado todo y nunca podrás llegar a quererme, o quizá has empezado a estar tan acostumbrada a verte rodeada de sirvientes que sólo quieres convertirme en tu esclavo. Pero suponiendo que todo esto no sirva para nada más, espero que al menos todavía me seguirás apreciando como amigo.
—Quizá me estás pidiendo demasiado —dijo Leia.
—¿Te estoy pidiendo demasiado? —exclamó Han—. Oye, soy el tipo que ha estado cocinando y haciendo la limpieza y ocupándose de tu ropa y haciéndote la cama y pilotando esta nave. Bien, ahora te ruego que me respondas a una pregunta, y lo único que quiero es que respondas a ella y que lo hagas con sinceridad... ¿Es que ya no hay nada en mí que te guste? ¿No hay alguna cosita que...? En fin, algo, lo que sea...
Leia no respondió.
—Quizá debería invertir el rumbo —dijo Han.
—Quizá deberías hacerlo —dijo Leia.
—Pero no lo entiendo —murmuró Han—. Accediste a acompañarme en este viaje, aunque admito que estabas sometida a una cierta presión cuando lo hiciste —añadió encogiéndose de hombros—, pero estás mucho más enfadada de lo que deberías estar. Si quieres desahogarte conmigo, adelante: estoy aquí, soy Han Solo en carne y hueso... —Inclinó su rostro hacia ella—. Adelante, abofetéame. O bésame. O háblame.
—Tienes razón —dijo Leia—. No lo entiendes.
—¿Qué es lo que no entiendo? —casi gritó Han—. Venga, ¿qué es? ¡Dame una pista!
—¡Muy bien! —gritó Leia—. Te lo voy a deletrear para que lo entiendas de una vez: puedo perdonarte. Sí, puedo perdonar a Han Solo, al hombre; pero cuando me trajiste a esta nave traicionaste a la Nueva República a la cual servimos. Ahora ya no eres meramente Han Solo, el hombre. Eras Han Solo, el héroe de la Alianza Rebelde, Han Solo, el general de la Nueva República; y no puedo perdonar a ese Han Solo, y además me niego a perdonarle. A veces lo que representas es tan importante que no puedes permitirte el lujo de tener fallos. Eres respetado como un símbolo sagrado, y eres respetado tanto por lo que eres como por quién eres.
—Eso no es culpa mía —dijo Han—. Me niego a dejarme atar por las imágenes preconcebidas de mi persona que puedan haberse formado los demás.
—Estupendo —dijo Leia—. Quizá no pienses que el universo debería funcionar de esa manera. Quizá quieres ser libre para poder salir corriendo y volver a ser un pirata o andar jugueteando por ahí como si fueras un niño pequeño, ¡pero el universo no funciona así! Tendrás que enfrentarte a esa realidad.
—¡Estupendo! —dijo Han, y arrojó su servilleta sobre la mesa—. Bueno, entonces me enfrentaré a ella... Lo haré después de la cena. Me dirás lo que quieres que haga y cómo quieres que actúe. Cambiaré..., para siempre. Lo prometo. ¿De acuerdo?
Leia alzó la mirada hacia él, y la expresión de sus rasgos se suavizó un poco.
—De acuerdo.
Cuatro días después el
Halcón Milenario
salió del hiperespacio sobre la vertical de Dathomir, y los indicadores de proximidad aullaron su advertencia. Leia fue corriendo a la cabina y se inclinó sobre el sillón de pilotaje de Han para echar un vistazo: el cielo estaba repleto de Destructores Estelares, y las barcazas y las lanzaderas subían lentamente desde una pequeña luna roja formando una línea sólida que se dirigía hacia una inmensa masa de cañerías, cables y soportes metálicos, diez kilómetros de andamiaje resplandeciente que flotaba en el espacio en una órbita que lo mantenía inmóvil con relación al planeta. Parecía un insecto gigante, pero atracados a su alrededor había docenas de naves: un Super Destructor Estelar, docenas de viejos modelos de la clase Victoria y fragatas de escolta, miles de barcazas con forma de caja... Han las contempló en silencio durante un momento, claramente impresionado.
—¡Intrusos! —jadeó por fin con irritación.
Leia tragó una honda bocanada de aire.
—Bueno, Han, no cabe duda de que esta vez te ha tocado el premio gordo... Vaya, en este planeta debe haber más cazas enemigos que piojos en un hutt.
Han se volvió hacia Chewie. El wookie tecleaba frenéticamente intentando obtener las cartas de navegación del sistema estelar de Ottega. Dos cazas rojos empezaron a ascender desde un Destructor Estelar en el holograma.
—Guárdate los sarcasmos para otro momento, princesa, y ve al pozo de armamento —dijo—. Tenemos compañía.
Han movió la cabeza señalando los interceptores TIE que se dirigían hacia ellos acompañados por un aullido de aire desgarrado. Leia conocía lo suficientemente bien las capacidades del
Halcón
como para preguntarle si no podía dejarlos atrás. Han no podía hacerlo.
—En serio, Leia, será mejor que vayas allí —dijo Han—. En cuanto estén lo suficientemente cerca para poder ver que no somos un Incom Y-4, empezarán a disparar sin perder ni un momento.
Leia fue corriendo por el pasillo hacia la escalera de caracol.
La voz de un controlador de tráfico empezó a resonar en el sistema de radio del
Halcón.
—Devastador Incom Y-4, identifiqúese e informe de su destino, por favor —ordenó—. Devastador Incom, identifiqúese e informe de su destino, por favor.
—Capitán Bróvar, transportando un equipo de inspección para los sistemas de defensa planetarios —respondió Han.
Han se limpió el sudor de la frente. Ésa era la parte que más odiaba, el tener que esperar hasta averiguar si se habían tragado su historia.
Transcurrieron cuatro segundos, y Han comprendió que el controlador de tráfico estaba consultando con su supervisor. Eso siempre era mala señal.
—Eh... —dijo el controlador pasados unos momentos más—. Este planeta no tiene sistema de defensa.
Chewbacca fulminó con la mirada a Han, y Han activó el micrófono.
—Ya lo sé —dijo—. Venimos a inspeccionar los lugares para instalar un sistema de defensa planetario. —El controlador guardó silencio durante demasiado tiempo, y Han decidió añadir algo más—. Tenemos uno extra, o partes de uno extra... Quiero decir que... Bueno, esos sistemas de defensa tienen que estar guardados en algún sitio, ¿verdad?
—Devastador Incom Y-4, ¿se han efectuado alguna clase de modificaciones extrañas en su nave? —preguntó secamente una voz grave y un poco gutural por la misma frecuencia.
Los interceptores ya estaban entrando en la zona de alcance visual, y Han no podía seguir confiando en el sigilo. Alargó una mano para conectar los generadores de interferencias, y Chewie torció el gesto.
—Tranquilo, Chewie. Esta vez no nos freirán los circuitos... —le prometió Han—. Hice una prueba antes de que despegáramos.
Han movió el interruptor y rezó. Chewbacca lanzó un rugido de miedo y Han se volvió hacia él. El ordenador de la nave había dejado de funcionar. Han vio apagarse las luces indicadoras del motivador hiperespacial junto con las del ordenador de puntería de popa. Ya era tarde para hacer algo al respecto, pero Han comprendió que no había probado los generadores de interferencias con el ordenador de navegación en funcionamiento. Tendría que transcurrir bastante tiempo antes de que la nave pudiera volver a saltar al hiperespacio.
Chewie dejó escapar un gruñido de terror, y Han bajó el morro del
Halcón
hacia la masa resplandeciente del astillero y se lanzó hacia una fragata de escolta Kuat. Todo ese metal tenía que causar un considerable caos en los sensores del enemigo, y aunque los interceptores TIE eran técnicamente más rápidos y más maniobrables que el
Halcón,
Han estaba dispuesto a medir su pericia de piloto con la de aquellos chicos recién salidos de la academia de vuelo en cualquier momento y circunstancias.
Rayos azulados de energía desintegradora centellearon sobre la proa del
Halcón
y rebotaron en el casco.
—¡Están a tiro! —gritó Leia por su radio.
Cetrespeó estaba inmóvil detrás del sillón de pilotaje contemplando el fuego de los cañones desintegradores mientras gritaba «¡Ooooh, aaaah!» y se agachaba con cada rebote de un haz.
Han oyó el maravilloso
blam, blam, blam
procedente de la torreta cuádruple de cañones desintegradores indicador de que Leia había empezado a devolver el fuego. El
Halcón
avanzó a toda velocidad hacia el andamiaje metálico y la fragata atracada más allá de él. Inmensas vigas de plastiacero pasaron junto a ellos y quedaron atrás en un instante, y Han colocó el
Halcón
de lado para pasar por entre el andamiaje. Centró su ordenador de puntería de proa en el conjunto sensor primario de la fragata. Sin los escudos activados, la enorme fragata no era más que otro montón de desperdicios espaciales, y el primer disparo de Han dejó envuelto el conjunto sensor en una nube de relámpagos azules. Después disparó sus torpedos de protones en rápida sucesión, y el resultado fue una bola de luz tan brillante que le habría freído los ojos si Han no se hubiera apresurado a desviar la mirada.
Han invirtió el impulso motriz mientras atravesaban las nubes en forma de hongo que se iban volviendo cada vez más brillantes, y disparó dos cohetes de alta potencia explosiva contra el delgado tallo de la fragata, las pasarelas que conectaban los monstruosos motores de la nave con su arsenal delantero. El
Halcón
redujo la velocidad y se lanzó hacia la brecha abierta en el casco de la fragata, y los trocitos de metal chocaron contra el escudo antiimpactos delantero como una ráfaga de metralla.
Chewie rugió y se protegió el rostro con las manos. El
Halcón
entró en el enorme espacio del hangar de la fragata y las sirenas de alarma empezaron a aullar. Los paneles de control se oscurecieron al sobrecargarse el escudo antipartículas, y volvieron a iluminarse en cuanto el escudo se esfumó. El panel de Chewie había empezado a desprender humo, y el wookie soltó un gruñido.
—Shhhh... —siseó Han, y puso una mano sobre la boca de Chewie.
Los dos interceptores TIE entraron a toda velocidad en la fragata y estallaron. El pasillo en el que se había metido el
Halcón
se llenó de luz y fuego.
«Ése es el gran problema que tienen las ventanillas de transpariacero de los cazas TIE —pensó Han—. Esos malditos trastos se oscurecen cuando detectan una explosión, y durante los dos segundos siguientes se vuelven totalmente inútiles porque no puedes ver nada.» Han ya había contado con eso.
Han desconectó los generadores de interferencias y empezó a desactivar los sistemas del
Halcón.
Leia llegó corriendo por el pasillo.
—¿Qué infiernos crees que estás haciendo? —preguntó—. ¡Casi has conseguido que nos mataran!
—¡Escucha!
Han alzó una mano pidiéndole silencio. Las detonaciones de los torpedos y las explosiones de los cazas, unidas a unos cuantos impactos iónicos en los puntos adecuados, ya habían empezado a desestabilizar la órbita de la fragata. La nave se estaba alejando de los muelles del astillero a medida que el pozo gravitatorio de Dathomir tiraba de ella.
—¡Oh, estupendo! —dijo Leia—. ¿Se supone que debo alegrarme mucho porque vamos a estrellarnos contra el planeta en vez de estallar en el espacio?
—No —dijo Han—. Nuestro escudo antiimpactos habrá protegido el
Halcón
lo suficiente como para que no haya averías demasiado graves, y ahora que he desconectado los generadores de interferencias antisensores, Chewie no debería tener demasiados problemas para conseguir que el ordenador de navegación vuelva a funcionar. Mientras tanto, la flota de Zsinj cree que todos nos hemos estrellado, y el lento descenso de la fragata hacia el planeta hará que estemos fuera de su radio de intercepción durante unos diez minutos... Eso es tiempo más que suficiente para que podamos trazar un curso. Después saldremos de aquí sin ningún problema y volveremos a casa. Confía en mí, Leia. ¡No es la primera vez que hago esto!