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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (97 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Derguín trató de dilatar el pecho todo lo posible para que la armadura reaccionase deshinchando el acolchado interior. Pero el golpe le había cortado la respiración.

Son tres contra la bestia
, pensó. Seguramente podrían con él, aunque pasaran algunos apuros.

No, tres no, se corrigió. Sólo dos. Linar se había quedado quieto como una estatua y había cerrado el ojo.
Qué buen momento para hacer meditación
, pensó Derguín.

A una velocidad imposible, Kratos había rodeado al monstruo y ahora lo atacaba por detrás. Derguín vio una lluvia de chispas que saltaban hacia el techo, y la mitad del ala izquierda del monstruo cayó al suelo con estrépito. La criatura debía tener ojos en la nuca o algo similar, porque sin volverse lanzó hacia atrás el único de sus cuatro brazos provisto de dedos. El golpe alcanzó a Kratos sólo de refilón, pero lo mandó dando tumbos, y el Tahedorán no se clavó en la espalda un aguzado cono que sobresalía de la pared por centímetros.

Togul Barok corrió hacia la bestia y dio un salto que lo elevó más de cuatro metros en el aire. Derguín apenas pudo distinguir su movimiento, pero el emperador atinó a clavar la lanza en la cabeza de Gamdu, pasó por encima de él y cayó al otro lado. El ojo derecho del demonio soltó un chorro de chispas y se apagó.

Con un rugido, Gamdu se giró para encarar a sus dos atacantes, que ahora se encontraban detrás de él. Antes de que terminara de darse la vuelta, Kratos se tiró al suelo y, deslizándose sobre la espalda, se coló entre las piernas del demonio metálico y le golpeó allí con el filo de
Talavãra
. De nuevo saltaron chispas y se oyó un estridente chirrido de furia.

Ya casi estoy
, pensó Derguín.
Ya casi estoy
. Pero ¿por qué no intervenía Linar? ¿A qué estaba esperando?

Como si quisiera responderle, el Kalagorinor se volvió hacia Derguín y le señaló con el dedo.

El joven notó una presencia nueva y ominosa a su espalda. Fue como si algo robara la luz, pero no de las placas que alumbraban la sala, sino del aire y de sus propios ojos.

Sólo entonces reparó en que llevaba un par de segundos oliendo a azufre.

¡Reacciona!
, se ordenó a sí mismo. Se dio la vuelta a tiempo de ver cómo en la puerta de salida de la cámara se materializaban dos figuras. Aún no habían terminado de concretarse sus formas cuando reconoció la armadura y el yelmo erizado de cuernos de Tubilok. El otro visitante, mucho más pequeño y delgado, sólo podía ser Mikhon Tiq.

¿Dónde está Taniar?
, se preguntó. Al parecer, la diosa había faltado a su cita. Pero no era tiempo de lamentarse, sino de actuar.

Derguín entró en aceleración al mismo tiempo que Tubilok levantaba la lanza y un rayo verde brotaba de la contera. Se movió hacia la izquierda tan rápido que sus pies resbalaron, y al mismo tiempo desenvainó a
Zemal
.

Llegó el momento para el que me creaste, Tarimán
, pensó.

El ataque de Tubilok no iba destinado a él. El rayo había alcanzado a Linar, formando a su alrededor una esfera luminosa de una extraña textura verde, a medias red y a medias espuma, que burbujeaba y despedía destellos como bengalas. El Kalagorinor intentó salir de ella, pero cuando ponía las manos en los tejidos de la red se oía un estridente restallido y saltaban descargas eléctricas que lo repelían y que hubieran matado en el acto a una persona normal.

La mirada de Derguín se cruzó con la de Mikha. Fue un instante tan sólo. A Derguín le pareció leer en los ojos de su amigo: «Es mejor que no te interpongas».

Mientras Linar se debatía en su jaula de energía, Kratos y Togul Barok seguían peleando contra el monstruo, que había desplegado una mano terminada en cadenas rematada por sierras circulares y lanzaba contra ellos latigazos que abrían grietas en las paredes y arrancaban chispas del suelo.

Tubilok no puede verme mientras tenga a
Zemal, recordó Derguín. Se acercó al costado del dios y levantó la espada, dispuesto a cercenarle el brazo con el que empuñaba la lanza que ahora estaba apuntando hacia Togul Barok. Cuando se lo cortara, Tubilok ni siquiera sabría qué le había pasado.

Sin molestarse en girar la cabeza, el rey de los dises le lanzó un revés. El movimiento fue rápido y brutal como un trallazo. La contera de la lanza de Prentadurt golpeó a Derguín en el yelmo y lo derribó.

Resbaló de nuevo por aquel suelo traidor hasta topar con la pared más alejada de la entrada. Trató de controlar el pánico. El golpe había sido tan fuerte que por el lado derecho lo veía todo invadido por una niebla roja, y si le hubieran dicho que le faltaba esa parte de la cabeza se lo habría creído.

Tubilok ya estaba casi encima de él. Plantó ambas botas en el suelo, que retembló bajo su peso, levantó la lanza sobre el hombro y después descargó otro rejonazo dirigido al pecho de Derguín.

El joven rodó sobre sí mismo. La aguzada contera le rozó el espaldar, y a través del blindaje de la armadura sintió una corriente que contraía sus músculos. Trató de levantarse con rapidez, resbalando y a sabiendas de que le estaba dando la espalda al enemigo y el ataque podía llegar en cualquier momento.

Y llegó. Esta vez ni lo vio venir. Algo contundente, como una enorme bolsa llena de agua ultradensa, lo golpeó por detrás. Con un gruñido de dolor, volvió a caer.

Boca abajo, escupió sangre en el visor de la armadura. Toda su espalda era un bulto tumefacto que le enviaba señales contradictorias: frío, calor, dolor, embotamiento.
Me ha reventado por dentro
, pensó. Pero al tocarse con la punta de la lengua comprobó que en la caída se había clavado los dientes y se había roto el labio.

Se volvió, sintiéndose una tortuga dentro del caparazón. Tubilok se plantó de nuevo sobre él en dos zancadas.
¿Por qué he salido de la aceleración?
, se preguntó Derguín al ver que el dios loco se movía a la velocidad normal.

Entonces comprendió que los dos se hallaban en Tahitéi.

El yelmo de su adversario se transparentó. Derguín contempló por primera vez su rostro y se quedó asombrado. Era el semblante de un hombre sabio, de cabellos plateados y profundos ojos azules, con una joya insertada en la frente que le daba aspecto de místico. ¿Ése era el dios loco? ¿Dónde estaba su locura?

La impresión duró apenas un segundo. Los ojos y la boca se contrajeron en un rictus de odio. El dios levantó el brazo para golpear de nuevo. Visto desde el suelo, parecía que midiera cinco metros y no tres.

—¡Ahora ya te recuerdo, mortal! ¡Tú partiste mi lanza! ¡Pero con esta mitad aún puedo condenarte a la perdición eterna!

De la contera brotó algo que Derguín sólo habría podido definir como agua oscura. Era como si alguien hubiera teñido de negro un estanque, hubiese arrojado una piedra en él y luego se las hubiera arreglado para rebanar tan sólo la fina película de la superficie y obtener una membrana que se comportaba como una onda. Sus crestas eran negras, pero sus senos eran aún más oscuros, como si en ellos anidasen tinieblas invocadas de todos los infiernos del mundo.

Derguín recordó el destino que había sufrido Bintra el Aifolu, hijo de Ulisha, y que había presenciado con sus propios ojos. De la lanza, manejada entonces por Ulma Tor, había brotado la misma oscuridad, que arrebató el alma de Bintra y redujo su cuerpo a una momia reseca.

Derguín trató de protegerse con
Zemal
. La hoja brilló con un color distinto, que era violeta sin serlo, una intrusión de otro universo que desconcertaba a los ojos. Alrededor de la espada se formó una membrana en forma de sombrilla. Las ondas mortíferas resbalaron sobre ella, y al hacerlo se deshicieron en un polvo negro que cayó a ambos lados de Derguín. El cristal del suelo humeó como si le hubieran arrojado un potente ácido, y Derguín escuchó un extraño coro de suspiros y gemidos que parecían brotar del vapor siseante.

Tubilok retrocedió, desconcertado. Seguían oyéndose ruidos del combate entre el demonio y los dos Tahedoranes. Una fuerte explosión hizo vibrar el suelo y oscilar las imágenes, pero Derguín apenas se atrevía a apartar la mirada del dios.

Por el rabillo del ojo izquierdo vio a Mikha, que se acercaba tan lento como la imagen de un sueño.
Sigo acelerado
, recordó Derguín. La espada le prestaba energías para resistir la Tahitéi, pero temía estar abusando de ella. Sólo ahora se empezaba a disipar la niebla del lado derecho de su visión, su espalda era un enigma a medias dolorido y a medias insensible y no había sido capaz de infligirle a su enemigo ni siquiera un arañazo.

La voz de Mikha sonó despaciosa y grave como si soplara a través de una larga tuba. Derguín no entendió sus palabras, no supo si pedía clemencia para él o incitaba a Tubilok para que lo rematara. El dios loco se volvió de medio lado. Cuando lo hizo, Derguín aprovechó para captar un atisbo rápido de la situación general.

El monstruo metálico había perdido un brazo, que se sacudía como si tuviera epilepsia y aporreaba el suelo, y también un ala entera. Kratos estaba en el suelo, pero ya se levantaba de nuevo algo aturdido, y Togul Barok volvía al ataque. Mientras, la jaula verde de Linar se había vuelto casi transparente. El Kalagorinor había conseguido sacar las manos por la malla y braceaba para librarse de la trampa.

Tubilok devolvió toda su atención a Derguín. Levantó la pierna y se la plantó en el hombro, frenando el golpe en el último instante para no aplastarlo.
Todavía quiere divertirse conmigo
, pensó el joven. Intentó herirlo con la espada, pero la bota del dios le inmovilizaba el brazo hasta el codo y el juego de la muñeca no le bastaba para que el filo de
Zemal
le rozara siquiera la pierna.

—Qué distinto es luchar contra un enemigo que no te ve. Siempre se ha dicho que no hay nada más miserable que golpear a un ciego. Pero también se dijo que cuando llegue el Hijo del Hombre los ciegos verán y los que ven quedarán ciegos.

—Yo no fui —masculló Derguín—. Yo no te ataqué.

—El mismo rostro, la misma espada. Si camina como un pato, grazna como un pato y nada como un pato, ¿no será que es un pato?

La bota pesaba cada vez más. Tubilok debía de estar jugando con la gravedad. La armadura de Derguín empezó a brillar frenética, dibujando líneas y figuras de luz por el peto y los brazales.
No me falles ahora
, suplicó.

Mikha volvió a decir algo. Derguín quería salir de Arhitahitéi para entenderlo, pero no se atrevía. Tubilok meneó la cabeza y dijo:

—Cada enemigo en su momento.

De pronto, Derguín sintió que una vibración recorría todos los átomos de su ser. Fue como si lo pasaran por una criba de hilos afilados como navajas, lo convirtieran en pedacitos y luego los volvieran a juntar.

Y todo cambió.

Ya no estaba en la sala del puente de Kaluza. Seguía tirado en el suelo, pero ahora sobre él había un cielo negro en el que no brillaba ni una sola estrella. Había luz, sin embargo, una luz que brotaba de los objetos sin que éstos brillaran. Simplemente se veían, sin sombras, pero con perfiles nítidos y cortantes, como grabados a buril en una plancha.

Tubilok le quitó el pie de encima y retrocedió unos pasos. Sus botas hicieron crujir el suelo. La naturaleza de los sonidos también era rara. Llegaban opacos, sin resonancias, como si los hubieran secado bajo una luz descarnada.

Derguín se incorporó. Una vez sentado en el suelo, aprovechando que el dios parecía concederle una tregua, se levantó apoyando las manos en las rodillas como un anciano.

Se encontraban en una llanura. A través de la armadura sintió la gelidez de un viento que no estaba hecho de aire, sino de otra cosa indefinible. Al norte —sin saber por qué, intuía que era el norte— se alzaba una cordillera de picos afilados y oscuros, como una dentadura podrida que alguien hubiera roto a martillazos.

Era la misma llanura de sus pesadillas. Derguín alzó la mirada hacia aquel firmamento de tinta, esperando encontrar el ojo ponzoñoso formado por las tres lunas. Pero no vio nada.

—¿Dónde estoy?

Tubilok se quitó el yelmo y lo dejó caer al suelo. Sonó un breve tañido metálico, que se cortó a mitad de la vibración.

—No hemos ido a ninguna parte. Estamos en el mismo sitio.

—No puede ser.

—Mira.

Tubilok se apartó. Detrás de él había unas presencias fantasmales, siluetas azules formadas de humo. Las reconoció. Eran Kratos y Togul Barok, luchando contra la bestia. El monstruo Gamdu estaba tirado de espaldas, y ellos lo golpeaban con sus armas. Más allá se intuía a Linar, levantando su vara.

Derguín se volvió a la izquierda y vio otra figura. Debía de ser Mikha, pero resultaba difícil reconocer unos rasgos tan difusos. Era como contemplar un teatrillo de humo y sombras sin oír nada.

Estiró el brazo para tocar a Mikha. Su mano lo atravesó. Pero el humo, o lo que fuese aquella sustancia que parecía la telaraña de la que se tejen los sueños, no se disipó ni se movió. Derguín siguió viéndolo dentro de su brazo, a través de la armadura y de su propia carne, pero no sintió nada.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó, volviéndose hacia Tubilok.

—Ahora estás en un mundo de materia oscura del tamaño del sol de Agarta, que coincide con él en el espacio porque así lo dispuse yo para mis fines. Es un planeta pequeño: esas montañas se encuentran mucho más cerca de lo que crees.

—¿Cómo puede ser que estemos en el mismo sitio que ellos y no nos podamos tocar? ¿Ellos nos ven a nosotros?

—Mikhon Tiq nos intuye, y supongo que el otro Kalagorinor también. La materia oscura y la normal no interactúan más que por la gravedad. La atracción que sientes bajo tus pies es la del puente de Kaluza, donde seguimos estando y a la vez hemos dejado de estar.

—¿Por qué me has traído aquí?

—Mira tu mano derecha.

Derguín hizo lo que le decía Tubilok. Ni siquiera se había dado cuenta, pero las llamas de
Zemal
se habían apagado. Ahora era una espada de acero bien pulida y de hermoso templado, pero una espada normal al fin y al cabo.

En realidad, «normal» no era la palabra adecuada.
Zemal
se había convertido en materia oscura como él.

¿Seguía acelerado? Pronunció la fórmula de Ahritahitéi y no ocurrió nada. Ni entró ni salió de la aceleración. Al parecer, allí los nanos tampoco funcionaban.

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