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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (47 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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—¡Eh! —le llamó El Mazo, que también había estado palpando la pared del domo—. ¡Se ha vuelto a abrir! ¡Rápido!

Sí, seguramente urgía más recuperar los caballos y la impedimenta. Después buscarían la salida. Si es que volvían a aparecer en esta misma playa: Derguín ya no se sentía seguro de nada.

Sin embargo, tras dejarse bañar por la luz fantasmal y salir por la puerta, se encontraron de nuevo en el desierto de Guinos.

Resultaba desconcertante. Unos segundos antes, recibían en el rostro la húmeda y fresca caricia de la brisa marina. Y ahora, de pronto, volvían a notar una bofetada de calor seco y a respirar el aire denso de la hondonada de Guinos.

La posición del sol había cambiado de nuevo. Aquí todavía no era ni media mañana, mientras que en aquella playa ya había pasado del mediodía.

El Mazo tomó de las riendas a ambos caballos, que no se habían movido de donde los habían dejado. Mientras tanto, Derguín se concentró en el enigma de la posición solar.

—¡Ya entiendo! —exclamó Derguín—. La salida de esta puerta se encuentra muy lejos de aquí, al este.

—¿Qué tienen que ver los testículos con los champiñones? —se extrañó El Mazo.

—¡Todo!

Usando la punta de un guijarro, Derguín trazó un amplio círculo en el polvo del suelo.

—Nosotros estamos aquí. Ésta es Kthoma.

—¿Kthoma? No había oído esa palabra en mi vida.

—Es la forma de referirse al mundo que tienen los astrónomos. Pero para que te suene más familiar, digamos que es Tramórea.
Toda
Tramórea, incluido nuestro continente, el de los Aifolu, los océanos y las tierras desconocidas que pueda haber allende el mar.

—Ajá.

—Ten en cuenta que se trata de una esfera, no de un disco. Aunque la gente ignorante crea que Kthoma... que Tramórea es plana, en realidad tiene forma esférica. Si fuera lisa como un plato, el horizonte se extendería hasta el infinito, y puedes ver que no es así. Una hondonada como ésta no es el mejor sitio para comprobarlo, pero tú que has navegado puedes comprenderlo.

El Mazo se rascó la cabeza. Era un hombre inteligente para los asuntos prácticos, pero solía atollarse en el pensamiento abstracto.

—La verdad es que no se me había ocurrido preguntarme si Tramórea era como un plato o como una pelota —reconoció.

—Pues es como una pelota, créeme. Ahora mira.

Sobre aquella Tramórea a escala dibujó un minúsculo semicírculo.

—Ésta es la cúpula donde nos encontramos. —Después trazó un nuevo círculo, algo alejado de Tramórea, y una raya que los unía, de tal manera que caía sobre la cúpula con un ángulo de unos cuarenta y cinco grados—. Y éstos son los rayos del sol. Como ves, nos caen oblicuos. Eso es porque todavía no es ni media mañana.

—Ajá —volvió a asentir El Mazo, no muy convencido.

Derguín dibujó otro pequeño semicírculo sobre la superficie de Tramórea, y lo unió al sol con otra raya. Ahora, la línea caía perpendicular sobre ese segundo domo.

—¿Ves? Ésta es la cúpula por la que hemos aparecido en la playa. Allí los rayos de sol caen desde lo más alto, porque es mediodía. En realidad, tengo la impresión de que ya ha pasado el mediodía, pero es más fácil explicarlo así.

—Si tú lo dices...

—Lo que significa que allí hace más horas que amaneció. Y como el sol sale por oriente, de ahí se deduce que esa playa se encuentra al este de aquí. Incluso podría calcular a cuánta distancia si...

El Mazo se incorporó y, como si quisiera adelantarse a los dioses, destruyó la Tramórea creada por Derguín borrándola con sus botazas.

—Me importa un comino dónde se encuentra esa playa. Lo único que sé es que, aunque allí sea mediodía, prefiero mil veces estar al lado del mar que seguir achicharrándome aquí. ¡Vamos!

La cúpula se había cerrado, pero esta vez no les preocupó. Cuando palparon en su superficie en el mismo punto por el que habían salido, se abrió de nuevo. Los caballos se resistieron un poco a entrar, y El Mazo tuvo que tirar de ellos. Cuando los colocaron bajo el haz luminoso, la montura de Derguín, que era casi blanca, fosforeció como una visión fantasmagórica.

Volvieron a sentir esa fugacísima sensación de caída, y los caballos relincharon inquietos. Cuando se abrió la puerta de la cúpula, salieron de nuevo a la playa.

—¡Por Himíe, qué gusto librarse de ese asqueroso calor! —dijo El Mazo, dando una palmada de satisfacción. A Derguín le sorprendió la rapidez con que su amigo se había acostumbrado a viajar de aquella manera sobrenatural, sin preguntarse dónde habían ido a parar ni cómo dos puntos lejanos podían unirse de forma instantánea. Como ya había observado en otras ocasiones, El Mazo era un hombre práctico y adaptable.

Caminaron por la playa siguiendo el rastro de huellas, con el sol de cara. Derguín empezó a dudar. Debido precisamente a la posición del sol, estaba convencido de que el mar se extendía hacia el este. Pero ¿y si habían aparecido en el continente de Aifu, por debajo del ecuador? En tal caso el sol les quedaría al norte, y ellos tendrían el mar al oeste.

Mejor que no se lo explique al Mazo
, pensó.

Mas, como aprendiz de Numerista que había sido, su mente no podía dejar de calcular. De vez en cuando se paraba y observaba la altura del sol, extendiendo los brazos y montando las manos una sobre otra para medir cuántos palmos había entre el horizonte marino y el astro rey.

—Te vas a quedar todavía más majareta de lo que estás —le dijo El Mazo, volviéndose para ver por qué su amigo se rezagaba.

Probablemente
, pensó Derguín. Desde niño le habían dicho cosas así. Pero mientras se dedicaba a calcular dónde podían estar, no pensaba en cuánto necesitaba empuñar a
Zemal
, ni en el sueño aterrador sobre las Moiras, ni se preguntaba qué les estaría pasando a Ariel y Neerya, o a Kybes y Baoyim.

O incluso a Kratos.

Me da igual lo que le ocurra a Kratos. No se merece ni un barreño de agua sucia
, trató de convencerse. Pero no dejaba de reconcomerse por la forma en que se habían despedido, y cuanto más pensaba en su propia conducta en la taberna de Gavilán, menos orgulloso se sentía. En particular, cada vez que recordaba el azote que le había propinado a Orbaida, se ruborizaba hasta las orejas.

Definitivamente, era mejor concentrarse en los cálculos.

Seguía enfrascado en ellos cuando vieron que la playa se terminaba. A su derecha se levantaba un escarpado promontorio de roca, tan oscuro como el acantilado que Derguín había bautizado «el órgano de Pashkri», aunque no tan pintoresco.

—Espero que haya una salida —dijo Derguín.

—Tiene que haberla. Si no, los dueños de todas estas huellas seguirían aquí —repuso El Mazo.

—Cierto.

Al final, la orilla doblaba a la derecha formando un estrecho pasillo de arena. Anduvieron por él unos cincuenta metros, hasta encontrarse con otro recodo que giraba de nuevo a la derecha.

Al llegar allí, se encontraron ante una amplia bahía cerrada en el otro extremo por un espigón natural y rodeada por paredes también de basalto. En su interior había un puerto, o más bien los restos de un antiguo puerto. Hacia el extremo más alejado de la ensenada se levantaba un malecón gris. La parte de él que sobresalía del agua estaba llena de algas y mejillones, y a unos quince metros del borde se veían las ruinas de lo que debieron ser cobertizos y almacenes.

Caminaron por la bahía. Sobre la arena de la playa, antes de llegar al malecón, yacían dos barcos medio escorados. No quedaba apenas más que la armazón; parecían grandes bestias devoradas por los buitres y reducidas a los costillares. Eran alargadas, como grandes canoas. Una de ellas conservaba parte del costado de babor. Al ver unas aberturas cuadradas, Derguín imaginó que eran portillas para los remos. Ambas quillas terminaban en espolones. Se acercó y se agachó para examinarlos. Había unos agujeros redondos que debieron albergar remaches. Seguramente los espolones estuvieron blindados con placas de bronce, pero se las habían arrancado.

—Eran naves de guerra —comentó Derguín—. Galeras de remos, más apropiadas para un mar interior como el de Ritión o el de Kéraunos.

—¿Sigues intentando deducir dónde estamos? —preguntó El Mazo.

—Averiguar algo así no se halla al alcance de bárbaros atrasados —opinó la cabeza de Orfeo, alzando la voz para hacerse oír.

—¿Y ahora qué ha dicho el calvito? —preguntó El Mazo.

—Que personas tan inteligentes como nosotros no tardarán en orientarse. Y ya verás como tiene razón.

Al fondo de la bahía, entre las dos paredes naturales que la cerraban, había un talud de tierra por el que subía una calzada en zigzag. Pero antes de emprender la ascensión por ella para descubrir adónde conducía, examinaron el lugar en busca de agua potable. Unos árboles que crecían detrás de los antiguos cobertizos les dieron la pista. Allí había un manantial que brotaba de una grieta en la pared de basalto, y que se colaba por un sumidero del malecón para, presumiblemente, desembocar en el mar. No era muy caudaloso, pero el agua sabía bien y estaba fresca. Abrevaron a los caballos, llenaron los odres y ellos mismos se saciaron.

—Mira qué bien —dijo El Mazo, pellizcándose la mano—. He dejado de tener piel de viejo.

Subieron a pie por el talud. Pese a los culebreos de la calzada, la pendiente seguía siendo bastante empinada, y además muchos adoquines faltaban y otros se movían como los dientes de un anciano.

Cuando llegaron arriba jadeaban por el esfuerzo. Pese a que la brisa era fresca y el cielo había empezado a cubrirse de nubes, estaban sudando. Se volvieron para contemplar la bahía y los barcos varados. Habían subido más de cien metros desde la playa.

Tras coronar la cuesta, la calzada continuaba recta, atravesando una gran explanada sobre los acantilados. En aquella planicie se alzaba una ciudad, rodeada por una muralla de grandes sillares negros.

—Al menos hemos llegado a un sitio civilizado —dijo Derguín.

—¿Tú crees? Yo diría que en esa ciudad no viven más que las lagartijas —contestó El Mazo.

—Para llegar a un sitio civilizado tendríais que haber nacido dos mil años antes. Ya no queda en este mundo nada que merezca el nombre de civilización —opinó la cabeza de Orfeo.

Derguín estuvo tentado de sacarle y preguntarle dónde se encontraban. Pero seguramente se negaría a contestar; además, tenía el prurito de averiguarlo por sus propios medios.

Para orientarse mejor, giró en derredor y examinó el panorama. Al sur, o más bien al suroeste, por donde empezaba a bajar el sol, había un estrecho de mar. A ojo de buen cubero, calculó que medía diez o doce kilómetros. Al otro lado se levantaba una costa de farallones oscuros y recortados entre los que se abrían tortuosas calas que parecían inaccesibles salvo por mar.

Se volvió a la izquierda, el este. A sus pies se hallaba la playa en la que habían aparecido. Acercándose al borde del acantilado, pudo ver la cúpula desde arriba. Su parte superior no mostraba nada particular, ni remate ni grabados, y era tan negra como las paredes.

Más allá se extendía un vasto mar, limitado tan sólo por un horizonte recto en el que no se vislumbraba la silueta de ninguna isla.

Derguín giró sobre sí mismo, se acercó al otro borde del promontorio y se asomó al oeste. Pasado el espigón que cerraba el puerto, la costa sobre la que se encontraban seguía recta en dirección norte. Muy a lo lejos, borroso por la distancia, se intuía un litoral montañoso que giraba hacia poniente.

Aquel mar se veía más oscuro y revuelto que el otro. Derguín sospechaba que se trataba de un mar interior, mientras que el que habían dejado a su espalda era un océano. Pero antes de comunicar sus sospechas al Mazo quería inspeccionar la ciudad.

En el cielo, los cirros que venían del oeste presagiaban que el tiempo iba a cambiar. Ahora que se habían parado, el viento en lo alto del promontorio empezaba a enfriarles el sudor. Ambos se envolvieron en las capas y se dirigieron hacia la ciudad. Como no distaba más de quinientos metros, decidieron seguir caminando por dar más descanso a las bestias.

La muralla estaba reforzada por baluartes circulares en las esquinas y varias torres defensivas. Muchas de ellas estaban derruidas y buena parte de las almenas del adarve se veían desmochadas.

No tardaron en llegar a las puertas, o más bien al hueco donde en un tiempo se alzaron las puertas. Al caminar bajo el dintel, un enorme bloque de piedra que debía pesar al menos cien toneladas, El Mazo miró arriba con recelo.

—Si se nos cae eso encima, nos va a dejar como hojas de plátano.

—Tranquilo —dijo Derguín—. Si ha aguantado mil años, no creo que vaya a desplomarse ahora.

—¿Mil años? ¿Lo dices por decir o es que sabes dónde estamos?

Por el momento, Derguín no contestó.

Si las murallas se hallaban deterioradas, el estado de las calles y casas del interior era ruinoso. De la mayoría de los edificios quedaba poco más que la planta, rodeada de cascotes. Aunque la piedra predominante era el basalto, había también losas y sillares de granito y de mármol. Al ser más claros, se apreciaba en ellos la señal del fuego.

—Esta ciudad fue destruida y saqueada —dijo El Mazo. Él mismo tenía experiencia de saqueador: años atrás había tomado al asalto el castillo del noblezuelo que había raptado y violado a su esposa Tarbe, allá en las tierras de Áinar.

—Eso parece —repuso Derguín—. Y debió ocurrir hace mucho tiempo. Me recuerdan más a las ruinas de Nidra que a las de Nikastu.

—¿Qué tiene que ver eso?

—Que Nidra lleva seis siglos abandonada, y Nikastu sólo ochenta años.

Apenas había muros que superaran el metro de altura, por lo que la vista estaba despejada y podía contemplarse toda la ciudad y el perímetro de las murallas. En el lienzo norte de éstas se abría una gran brecha rodeada de cascotes. Los invasores, fuesen quienes fuesen, debían de haber entrado por allí.

—Yo diría que este recinto es mayor que el de Zirna —dijo Derguín—. Según el censo oficial, del que no hay que fiarse mucho porque hay gente que trampea para no pagar tributos, Zirna tiene quince mil habitantes. Así que aquí podrían vivir unas veinte mil personas.

—¿Es que nunca dejas de calcular? Deberías haberte hecho contable en lugar de guerrero. ¡Me mareas!

—Pues si conocieras a Ahri te volverías loco.

Llegaron a una plaza central, un cuadrado de cincuenta metros de lado rodeado por restos de soportales. En el centro se alzaban dos estatuas que representaban a un hombre y a una mujer; era lo único intacto que habían encontrado hasta ahora en la ciudad.

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