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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (43 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Pero la realidad era mucho más poderosa.

–¿Qué te parece, cachorro? –preguntó Shirta, humedeciéndose los labios con las dos puntas de su lengua verde–. Mira cómo estamos mejorando tu mundo.

Mikhon Tiq no contestó. Diez imágenes mostraban con ángulos y ampliaciones distintas la bola de fuego cegador del segundo impacto. Una parte de él, la que no se expresaba en términos humanos, le decía que el desastre de Koras sólo era un anticipo de un final mucho más violento, así que debía resultarle indiferente.

Pero otra parte derramó lágrimas calladas por aquella destrucción. Había vivido en esa ciudad unos cuantos años. Le parecían lejanísimos, pero los recordaba bien. Aunque fueron tiempos duros para él, allí había conocido a Derguín. Había recorrido las grandes avenidas de la ciudadela, y también los tortuosos callejones del Eidostar, y a ratos se había divertido en Feryí, el barrio de los extranjeros.

Todo eso era ahora polvo que flotaba en el viento y que durante un tiempo seguiría cayendo sobre la tierra como una silenciosa mortaja.

A una orden de Shirta, seis ventanas holográficas rodearon a Mikhon Tiq. En ellas se veía una y otra vez la misma secuencia. Koras y su ciudadela de día; después, alumbradas por la luz del meteorito entrando en la atmósfera; la bola de fuego. Koras y su ciudadela...

–Los mortales os enorgullecéis de los objetos que construís –dijo la diosa–. Pero el verdadero arte consiste en destruir. Cuando más se condensa en el tiempo, cuanto más breve, mayor es la belleza. Esto que ves ha sido una obra de arte efímera, instantánea. ¿Hay algo superior?

Mikhon Tiq no respondió.

–Matar es fácil –prosiguió Shirta–. Podéis hacerlo vosotros mismos. Pero esto, aniquilar de golpe el trabajo de siglos, sólo se halla a nuestro alcance. Nosotros podemos borrar el recuerdo del pasado. ¡Nosotros podemos volver a matar a los muertos!

Matar a los muertos
, se repitió Mikhon Tiq. Sí, eso era lo que habían hecho, lo que estaban haciendo esos lunáticos crueles y degenerados que se hacían llamar dioses.

–¿Quieres elegir dónde dejamos caer nuestro siguiente regalo, cachorro? –preguntó Shirta, acuclillándose junto a él. Su aliento olía a hierba balsámica y sus ojos relucían como una jungla esmeralda. A Mikhon Tiq le recordaron la selva emponzoñada del río Ĥaner.

–Creo que... estoy demasiado obnubilado por la belleza de este espectáculo, mi señora –respondió el joven Kalagorinor–. Preferiría esperar más tiempo antes de volver a contemplarlo.

Ella le acarició con una mano que le cubrió toda la mejilla. Por alguna razón que sólo ella sabría, tenía la piel de la palma cubierta de pequeñas espinas que raspaban.

–¿Sabes que eres una monada?

–No seas pervertida, Shirta –dijo Anfiún con aquella voz que parecía un mugido.

–¿Por agasajar a nuestro invitado? ¿Respetar las sagradas leyes de la hospitalidad es perversión? Vamos, cachorro, decide dónde prendemos la próxima pira funeraria.

–Yo... Preferiría... –Maldición, pensó Mikha, ¿dónde estaba la facilidad de palabra cuando a uno le hacía falta? ¿Cómo podía evitar que la demencial pareja siguiera desatando la destrucción sin delatarse? En comparación con la misión que se le había encomendado, la aniquilación de ciudades enteras no era más que una anécdota, una mota de polvo. Pero no tenía fuerzas para seguir presenciando aquel siniestro espectáculo.

–Ya ha elegido –dijo Anfiún–. Mira.

En otra imagen holográfica, Mikhon Tiq se vio a sí mismo llegando a la sala de control y caminando sobre el suelo de una Tramórea reducida. Lo primero que habían hollado sus pies era Malirie. En el enorme globo de Tramórea que flotaba en el centro del cilindro, una diana se encendió en el corazón de las islas de la Barrera.

No, Malirie no
, pensó con desmayo. La perla del mar, su ciudad natal.

Anfiún estaba eligiendo ya sus nuevos proyectiles, comentando algo de diámetros y tonelajes superiores.

Mikhon Tiq tragó saliva y se decidió a hablar.

–Dejadlo ya.

–¿Cómo has dicho? –preguntó Anfiún, volviéndose hacia él. Cuando cerró los puños, los mecanismos de su guantelete chirriaron como un portón al cerrarse. Mikhon Tiq habría apostado a que el ruido era voluntario y no se debía a que las junturas estuvieran mal engrasadas.

–Que lo dejéis, nobles señores. De lo contrario tendré que... decírselo al gran Tubilok. A él no le gusta que otros trasteen en esta estancia.

Los dos dioses se miraron y estallaron en carcajadas. Las de Anfiún retumbaban, las de Shirta mezclaban el canto de un jilguero y la risa de una hiena.

–¿Te has convertido en un chivato, pequeño? –dijo Anfiún–. ¿No sabes que los chivatos nunca han sido populares?

El dios de la guerra se puso en movimiento con una velocidad increíble, tanta que Mikhon Tiq comprendió que había entrado en aceleración como un Tahedorán. Anfiún lo agarró por la cintura y lo levantó sobre su cabeza. Tenía la mano tan grande que su pulgar se juntaba con los demás dedos por detrás de los riñones de Mikha.

Me puede partir en dos
, comprendió, y se juró que era la última vez que dejaba que un dios le pusiera la mano encima.

Pero Anfiún debió recordar que Tubilok sentía predilección por aquel humano y, en lugar de apretar su zarpa metálica hasta romperle el espinazo, lo lanzó por los aires.

–¡Vuela, pequeñín! –exclamó–. ¡Siéntete un dios por una vez!

Anfiún había apuntado al centro de la sala. Mikhon Tiq voló, en efecto, hacia el holograma de Tramórea. Atravesó su superficie como un nuevo meteorito, y la imagen desapareció. Siguió subiendo, o bajando, hacia el eje de giro. Conforme se acercaba, perdía incluso el escaso peso que había sentido de pie en el borde del cilindro. Al mismo tiempo que volaba, una mano invisible lo empujaba hacia un lado, y pensó que Anfiún estaba actuando a distancia con su poder.

No, es esa fuerza de Coriolis
, comprendió, mientras giraba en espiral hacia el centro.

Perdido el impulso, se quedó allí flotando impotente. Manoteó en el aire, sin puntos de apoyo, para girarse y localizar dónde se encontraban los dioses. Al hacerlo perdió toda referencia. Cuando por fin los vio, le pareció que no estaban ni arriba ni abajo, sino a un lado, colgados en ángulo recto de una pared y no del suelo.

Anfiún voló hacia él.

Tengo que aprender a hacerlo
, se repitió Mikhon Tiq. Podía aplicar su dominio de la telequinesis para desplazar su propia masa en lugar de otra ajena, pero le faltaba agilidad. Y ahora no habría tiempo para practicar.

Cuando el dios de la guerra llegó al eje de giro se frenó de golpe y le tiró una patada a Mikhon Tiq. Un pie tan grande como su tórax impactó en el pecho del joven Kalagorinor. Éste, que pesaba poco más de sesenta kilos, volvió a salir despedido, mientras que Anfiún, que entre músculos y blindaje debía sobrepasar la tonelada, apenas se desplazó unos centímetros.

Abajo, o al lado, o arriba, Shirta volvió a reírse, y alzó el vuelo para acercarse y no perderse detalle, o tal vez para participar en la diversión.

Aquello empezaba a recordarle a Mikha las palizas que le propinaban en Uhdanfiún. Cuando Derguín se hallaba delante, nadie se atrevía a tocarlo. Pero no siempre estaba...

Anfiún volvió a la carga, volando hacia él y doblando la pierna hacia atrás para patearlo. Mikha se dio cuenta de que jugaba con él, conteniendo sus fuerzas. Simplemente quería lanzarlo de un lado para otro como si fuera una pelota.

–¡Toma, Shirta! ¡Te lo paso! –gritó el dios de la guerra.

Un segundo después de actuar, Mikhon Tiq comprendió que había cometido un error. Debería haber dejado que siguieran burlándose de él, arrojarlo por los aires hasta cansarse. Mientras tanto, al menos, no destruían nada.

Pero, fuera por un acto reflejo o por la furia que desataban en él los recuerdos de
Uhdanfiún –Uhdanfiún
, precisamente–, cuando la pierna del dios iba a impactar de nuevo contra él, Mikhon Tiq proyectó una barrera, un círculo translúcido que se materializó de la nada.

Pese a su aspecto de cristal, aquella pantalla era tan elástica como el caucho de las selvas de Pashkri. El pie de Anfiún rebotó con un ruido sordo, y el impulso hizo que el dios empezara a girar torpemente en el aire.

Shirta volvió a reírse, esta vez de Anfiún.

–¡El cachorro tiene uñas, dios de la guerra! ¡Ten cuidado que no te saque los ojos con ellas, como te hizo aquel mortal calvo!

Oh, oh
, pensó Mikhon Tiq. La diosa de la luna verde le había hecho un flaco favor provocando a Anfiún. Éste se revolvió como un trompo y se frenó en seco, estabilizado por aquel mecanismo interno que les permitía volar. El carmesí de sus iris se hizo más intenso y sus pupilas se iluminaron.

Instintivamente, Mikha se cubrió la cara con la mano.

Incluso a través de los párpados cerrados notó una luz roja, y un calor mucho más intenso que el de una llamarada abrasó su piel. Su cuerpo bloqueó el dolor al instante y él se sumergió en su syfrõn buscando algún conjuro o poder con que contrarrestar el ataque.

Los poderes son más rápidos
, le había explicado Linar al principio de su instrucción.
Pero también resultan más destructivos y menos sutiles
.

No había tiempo. Mikhon Tiq tomó un flagelo de la sala de armas y contraatacó sin mirar, lanzando un latigazo de plasma que crepitó en el aire.

Cuando dejó de sentir el calor, apartó la mano y abrió los ojos. La armadura del dios soltaba una lluvia de chispas que volvían a caer sobre él dibujando bucles luminosos. Anfiún aullaba de dolor, de rabia y sorpresa, mientras Shirta seguía riendo.

–¡Basta!

Los tres se volvieron hacia la entrada sur.

Sus juegos habían interrumpido el retiro de Tubilok.

Y ahora Mikhon Tiq no podía seguir fingiendo que era un simple humano.

Su situación se estaba complicando.

DESIERTO DE GUINOS

P
oco después del alba llegaron al auténtico corazón de Guinos. Hasta entonces, aquella región merecía más el nombre de estepa que de desierto, pues crecían en ella matorrales, árboles achaparrados e incluso una hierba rala que los caballos pacían durante los descansos, y también habían encontrado lagartos, jerbos, serpientes y halcones.

El primer indicio de que se acercaban a un paraje muy diferente lo vieron en el cielo. El día había amanecido encapotado, y a ratos les caía encima una lluvia sucia, impregnada de polvo y que dejaba sabor a ceniza quemada en los labios. Las nubes venían del oeste, la misma dirección en la que habían caído los dos bólidos de la noche anterior.

—Este polvillo asqueroso tiene que ver con el fuego del cielo —dijo Derguín.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó El Mazo.

Desde la alforja se oyó una voz ahogada por el lienzo que decía:

—Una inferencia razonable. Si me sacáis de aquí puedo explicaros por qué.

—Más tarde —dijo Derguín.

No tenía ganas de dialogar con la cabeza. Les había venido muy bien para escapar de los lunáticos Ghanim, pero ahora no sabía qué hacer con ella. Por suerte, pesaba poco —lo que puede pesar una cabeza— y no parecía necesitar bebida ni alimento. Pero era evidente que, si volvían a verse en la eventualidad de luchar, no iba a servirles de gran ayuda.

—¿Te has fijado en eso? —preguntó El Mazo, sacándolo de sus pensamientos.

Estaba señalando hacia el sur. Allí se abría un claro entre las nubes grises. Pero cuanto más se acercaban, más evidente se hacía que no se trataba de un fenómeno natural. Normalmente, los huecos entre las nubes se desplazan con ellas y cambian de forma al capricho del viento; al fin y al cabo, pensó Derguín, un claro no es un «algo», sino más bien una ausencia de algo.

Sin embargo, el que estaban contemplando poseía entidad propia. Desde donde se encontraban se veía ovalado, como un gran ojo azul en el cielo, pero Derguín supuso que su forma debía de ser circular. Los bordes eran nítidos, casi cortantes. Algo debía tener el aire allí que no dejaba penetrar a las nubes, como si fuera una gran mancha de aceite flotando en un estanque.

Poco después llegaron ante una hondonada. Se detuvieron en el borde, que cortaba el terreno como una arista. A partir de ese punto el suelo bajaba en un ángulo bastante pronunciado. Aquel cuenco natural era muy grande; la caldera de Narak habría cabido allí varias veces.

—Fíjate —dijo El Mazo, levantando la cabeza—. Estamos justo debajo del borde de las nubes.

El perímetro del claro en las alturas se correspondía exactamente con el de aquella enorme depresión. Aunque al acercarse se había redondeado un tanto, el hueco entre las nubes seguía teniendo forma ovalada, igual que la hondonada.

La carretera se interrumpía, justo al límite del gran cuenco.

En Guinos encontrarás un camino, le había dicho Tarimán. Un atajo muy rápido que te acercará a tu destino
.

Ya no había más camino, así que el destino del que hablaba el dios herrero debía de estar allí abajo. Derguín entrecerró los párpados y se puso la mano sobre los ojos para avizorar mejor el paisaje. La hondonada no ofrecía ningún accidente llamativo o particular: tan sólo era un gran hoyo entre gris y amarillo plagado de rocas.

Desmontó para examinar el suelo. El material oscuro que cubría la calzada estaba roto, surcado por grietas más anchas y profundas que las que habían visto hasta ahora. Al acercarse al borde se veía deformado, como si un intenso calor lo hubiera fundido y después se hubiera vuelto a solidificar. También había piedras de una especie de obsidiana vitrificada y muy oscura, algunas con formas muy peculiares. Derguín recogió una que le gustó: parecía un botón, perfectamente redondo y convexo en el centro.

—Sospecho lo que ha pasado aquí.

—¿Qué? —preguntó El Mazo, que había aprovechado para descolgar el odre que les quedaba y darle un tiento al vino.

—Fuego del cielo. Este agujero lo ha abierto algo que se precipitó desde las alturas.

—¿Algo como qué?

—Como la roca que cayó en Trisia hace casi dos años y envenenó las cosechas, o como la que dicen que ha destruido Mígranz. —Tras unos segundos, añadió—: ¿Dónde habrán caído los bólidos que vimos anoche? ¿Qué habrán destruido los dioses esta vez?

—¿Crees que son ellos los que nos están tirando rocas desde el cielo?

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