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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (92 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Kratos se volvió. Acababa de llegar a la pradera un grupo de unos veinte hombres que habían bajado por la ladera del Martillo del Dios. Eran Invictos, los hombres que se habían salvado del remolino a bordo del
Karchar Gris
.

Al reconocer a Ahri, se acercó a él con los brazos abiertos y le estrechó entre ellos. No se cansaba de mostrarse efusivo, en aquel momento se sentía el dueño del mundo. En la batalla de la Roca de Sangre habían obtenido la victoria contra un enemigo muchísimo más numeroso, pero él terminó casi inconsciente por causa de los golpes de Gankru y el esfuerzo de la tercera aceleración. Además, guardaba el resquemor de que había salvado la vida gracias a la intervención de Derguín.

Ahora, en cambio, la victoria sabía mucho más dulce. Poseía su propia espada de poder. Si Derguín había derrotado entonces al demonio Gankru, él acababa de vencer a un dios. Y no a cualquiera, sino al mismísimo Anfiún, poderoso señor de la guerra.

—¡Encontré la fórmula,
tah
Kratos! —dijo Ahri, con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos más abiertos que nunca—. ¡Me costó casi volverme loco, pero la encontré!

¿Casi?
, se preguntó Kratos, de buen humor.

—Yo también la he descubierto, Ahri. Pero tú tienes mucho más mérito, a mí me la han revelado.

—¿Cómo ha sido?

Kratos no quiso desenvainar a
Talavãra
sólo para alardear de ella, así que se limitó a soltar la trabilla del cinturón y enseñarle a Ahri la empuñadura. Como si hubiera leído la mente de Kratos, el espíritu que habitaba en la espada volvió a mostrar en rojo los números de la quinta aceleración.

—¿Ves? Ahora tengo una espada forjada por Tarimán.

—¿Otra espada de fuego?

—Yo no la llamaría así. Por su color es más bien fría, como la nieve, y su hoja no quema.

—Entonces podrías llamarla la Espada de Hielo.

—No sé, creo que la llamaré simplemente
Talavãra
—decidió Kratos.

Llevaba un rato notando unos ojos clavados en su nuca. Se dio la vuelta y vio que quien lo miraba con tanto descaro era un soldado pelirrojo en el que no había reparado hasta entonces. Sus rasgos le resultaban familiares. Sobre todo aquellos ojos, con el fondo del color del cielo atravesado por líneas azules como el mar.

Entre todos los portentos que había presenciado y las experiencias asombrosas que había vivido, como la de volar como un halcón colgado del brazo de un dios, nada le sorprendió tanto como ver a Aidé allí. Durante unos momentos se quedó boquiabierto, con el corazón tan acelerado como si acabara de salir de una Tahitéi.

—¿Es que no vas a decirme nada? —preguntó ella.

Cuando se despidieron en Nikastu, los ojos de Aidé parecían carámbanos, tan gélidos como la luz de
Talavãra
, y sus pupilas eran dos agujas hostiles. Ahora las tenía dilatadas como si quisiera absorberle entero en ellas, y los ojos se le estaban llenando de agua.

—¡Aidé! —exclamó él.

La rodeó con los brazos, la levantó del suelo, la estrechó contra su pecho y la besó, sin reparar en que se encontraban rodeados de rudos soldados y altivas guerreras. Ella le clavó los dedos en la espalda, y luego le agarró la nuca, como si quisiera comprobar que estaba ahí de verdad y que no era una ilusión enviada por los dioses. Luego, Kratos la dejó en el suelo y se apartó.

—Perdona, me he dejado llevar.

—Es lo mínimo que esperaba de ti, que te dejaras llevar.

—Lo digo por esto —respondió Kratos, poniéndole la mano en el vientre.

—No te preocupes. Es testarudo como su padre y se debe aferrar bien, porque pese a lo que dijo tu querida Baoyim he cabalgado con vosotros sin perder ni una gota de sangre.

En las últimas imágenes que Kratos guardaba de Aidé, ella tenía las facciones contraídas de ira o estiradas con fría hostilidad. Ahora que la veía sonreír, recordó lo guapa que era y no le importó la pulla sobre Baoyim.

—Demonio de mujer —dijo, volviendo a abrazarla—. Siempre te tienes que salir con la tuya.

—Cuanto antes lo comprendas, más peleas nos ahorraremos —dijo ella, y volvió a besarle.

Los reencuentros continuaron. Cuando Kratos vio a Derguín, fue él quien corrió a saludarlo el primero. Estuvieron un buen rato abrazados, sin decir nada, cada uno con la cabeza sobre el hombro del otro, como si contemplasen lo que dejaban a sus espaldas.

Por fin, se separaron.

—Estás más delgado todavía —dijo Kratos—. Si sigues así, se te van a juntar las mejillas por dentro de la boca.

Derguín soltó una carcajada. Kratos se dio cuenta de que parecía más relajado, pero todavía había una sombra gris anidada detrás de sus ojos.

—Ahora engordaré, seguro. —Tocó el pomo de
Zemal
y añadió—: La he recuperado.

—Yo también tengo una espada... distinta —dijo Kratos, acariciando la empuñadura de
Talavãra
.

—Lo sé. Él me lo dijo.

Kratos enarcó las cejas.

—¿Qué te dijo?

—Que
Zemal
necesitaba una compañera. —Torció la cabeza hacia arriba, y Kratos lo imitó. Estaban tan cerca del puente que si miraban en su dirección lo llenaba todo. En las alturas, por debajo del Reino Celeste, el sol rojo parecía un anillo rodeando la columna—. Para subir allí arriba habría agradecido incluso otra compañera más, pero ya no podrá ser.

—¿A qué te refieres? —preguntó Kratos, aunque lo sospechaba.

—A que he sabido que Tarimán ha muerto.

Kratos agachó la cabeza. No podía decir que fuese una sorpresa. Ni un dios debía ser capaz de sobrevivir a las terribles llamaradas que había visto surgir de la montaña y que los habían empujado a Anfiún y él como un huracán ardiente.

—Fue Tubilok. Ya lo he visto, Derguín. He visto al dios loco.

Derguín respiró hondo. Se sentía dichoso de ver a Kratos, y a Kybes y Baoyim, y de saber que ni siquiera un remolino gigante había sido capaz de acabar con aquel pequeño y valeroso ejército. Pero todavía quedaba por hacer lo que más temía.

—Yo también lo vi —dijo—. Tuve la suerte de que no me prestó atención, y aun así estuvo a punto de matarme.

—¿Puedes explicarme qué hacía Mikhon Tiq con él?

Derguín tardó unos segundos en contestar.

—No lo sé. Tú viste que los dos nos fuimos juntos de Nikastu.

—No sabía que tú me habías visto a mí.

Derguín le contó brevemente el desastre de Narak, cómo allí había perdido a Mikhon Tiq y a cambio había encontrado al Mazo.

—Sospecho —terminó— que Mikha se ha vuelto contra nosotros.

—¿Cómo puede haber ocurrido eso?

—Lo ignoro. Me temo que los Kalagorinôr siempre han trazado sus propios planes.

Ambos miraron de reojo a Linar. Alrededor había gente hablando, atendiendo a los heridos, despojando a las enemigas muertas o simplemente descansando. Él seguía sentado, ahora en el suelo y con las piernas cruzadas. Ni el griterío ni el estrépito de la batalla habían conseguido sacarlo de su trance.

Derguín se imaginó de pronto el paso del tiempo como una de las películas que su antepasado veía en Tártara, acelerada. En su visión los hombres pasaban alrededor de Linar, rápidos como borrones y tenues como fantasmas, morían, otros nacían y los sustituían, la hierba se secaba y volvía a brotar, crecían bosques que los campesinos talaban para transformarlos en sembrados, los sembrados abandonados volvían a convertirse en bosques, e incluso el mismo relieve del suelo cambiaba.

Pero allí se mantenía Linar, siempre inmutable, siempre el mismo, como una columna de mármol recubierta de una pátina que ni siquiera la erosión del viento y el agua pueden afectar.

Sacudió la cabeza a los lados para alejar esa visión.

—Yo confío en Linar —dijo Derguín.

—¿Confías o quieres confiar? Él te eligió a ti.

—No es por eso.

—No creas que quiero resucitar viejas rencillas entre nosotros —dijo Kratos—. No puedo decir nada malo de Linar. Le debo la vida de mi hijo, la de mis hombres y también la mía. Pero ya no sé qué pensar. Hay demasiados poderes extraños en liza. Tarimán parecía el único aliado fiable, y ahora ya no está.

—Tarimán podía ser muchas cosas, pero fiable no —respondió Derguín con vehemencia—. Él jugaba su propia partida, y nosotros no éramos más que sus peones.

Kratos volvió a acariciar el pomo de su espada. Derguín deseó que llegara a obsesionarse tanto con esa arma como él con
Zemal
. Luego se arrepintió de aquel pensamiento tan mezquino.

—Reconozco que yo mismo llegué a verme como un peón en este juego de dioses, magos y demonios —dijo Kratos—. Pero ahora me siento al menos como un alfil o un caballo. Es una mejora. ¡Ah, ahí viene El Mazo! ¿Qué es eso que trae en la mano?

—Una cabeza —respondió Derguín.

—No lo entiendo. ¿Ahora se dedica a decapitar enemigos? Además, esa cabeza es de hombre, y no había más que Atagairas.

Cuando El Mazo se acercó, Derguín observó el gesto de Kratos en lugar de mirarlo a él. Encontrar de nuevo a alguien a quien se creía muerto ya debió resultarle bastante asombroso. Pero cuando la cabeza de Orfeo empezó a hablar, los ojos rasgados de Kratos se abrieron tanto que habría podido pasar por un Ritión.

—Supongo —dijo Orfeo— que estaréis muy entretenidos exhibiendo el uno ante el otro los logros de vuestra conducta agresiva y pavoneándoos por el número de cabezas que habéis cortado y de torsos que habéis eviscerado, pero mientras tanto el tiempo sigue corriendo.

—Kratos, te presento a nuestro amigo Orfeo.

—¿Crees que unos días de viaje justifican que pasemos de simples conocidos a amigos? Aunque podría ser que yo haya sobreestimado la noción de amistad.

La reacción de Kratos sorprendió a Derguín. Recapacitando luego, se dijo que después de las cosas que estaban viendo y que sabían que aún habrían de ver, con un océano suspendido sobre sus cabezas y al pie de una columna de más de doce mil kilómetros de altura, lo extraño era que sus reacciones no fueran más desaforadas o que simplemente no hubieran enloquecido antes.

Lo que hizo Kratos fue pasar la mano sobre la cabeza de Orfeo como si quisiera sacarle brillo y preguntar:

—¿A qué barbero vas? Quiero que me lo presentes.

El sol se puso marrón, y ellos aún seguían al pie de los pilares, algo alejados del campo de batalla. Allí ya habían aparecido los carroñeros, que formaban una turbamulta de lo más abigarrada. Había cuervos, buitres con la cabeza tan roja y pelada como si se la hubieran despellejado, hienas y chacales. También aparecieron unos monos de morros azules que usaban piedras para machacar las cabezas de los cadáveres y comerse los sesos, y que cuando encontraron el cadáver de Anfiún se pelearon entre sí, frustrados por que un cuerpo tan grande tuviera un cerebro tan pequeño. Cuando oscureció más, acudieron unos lagartos bípedos de medio metro de altura que parecían los hermanos pequeños del saurio que los atacó en el río Ĥaner.

Al ver de lejos a aquellos reptiles, Kratos recordó algo. Los expedicionarios habían tenido la suerte de recobrar su impedimenta: el ejército del sur, al ver el curso que corría la batalla, había dado media vuelta antes de llegar al lugar donde la habían dejado.

Kratos revolvió en su petate y sacó un objeto que le habían regalado en Malabashi y que había cargado desde allí sin saber por qué, aunque más de veinte veces había pensado en desprenderse de él por el camino. Cuando se lo entregó al Mazo, éste profirió un grito de alegría, estrujó a Kratos con un brazo, le dio un beso en la calva y luego besó también la calavera amarillenta.

—¡Faugros! ¡Qué alegría! Ya pensé que no volvería a verte. ¡Amigos, a partir de ahora todo va a salir bien! —declaró muy serio.

Kratos se apartó, frotándose con la palma de la mano allí donde le había besado El Mazo. Derguín no pudo evitar una carcajada. Los dos eran Ainari, pero la diferencia era que los del oeste, como El Mazo, eran mucho más cordiales y expansivos, y manoteaban constantemente, mientras que los del centro y el este tenían a gala manifestar sus sentimientos lo menos posible y esconder las manos en las mangas para ocultar lo que pensaban.

—¿Nos contarás de una vez quién es Faugros? —preguntó Derguín—. ¿De dónde sacaste ese dichoso cráneo?

—Os lo contaré cuando vosotros me reveléis a mí el secreto de esas malditas aceleraciones —respondió El Mazo, y se alejó de ellos. Derguín sospechaba que era para agenciarse la cena, y no se equivocó.

La noche cayó casi de repente. A Derguín, acostumbrado como todos a las estrellas, el Cinturón de Zenort y hasta hacía poco las tres lunas, le inquietó la espesa mortaja de sombras que lo cubrió todo. A cambio, en aquella oscuridad era fácil creer que seguían en Tramórea y no en el interior de una especie de calabaza hueca.

Ya habían encendido varias hogueras. Alrededor de una de ellas, apartados de los demás, estaban los Noctívagos. Togul Barok pasó un rato hablando con el oficial al que llamaban simplemente Capitán. Después se separó de ellos y se dirigió a donde se encontraba Linar, todavía sentado en el suelo. Derguín se percató de que todos se apartaban a su paso y murmuraban entre ellos con una mezcla de miedo y respeto.

—Voy a ver si Togul Barok consigue que Linar le haga más caso —le dijo a Kratos.

—Está bien. Luego me reuniré con vosotros. Ahora he de organizar unas cuantas cosas. No basta con obtener la victoria si luego descuidas la vigilancia y por la noche te atacan los mismos a los que has derrotado.

Cuando Derguín llegó junto al emperador, éste se había acuclillado y estaba diciendo algo a lo que, obviamente, Linar no respondía. Por fin, con gesto impaciente, Togul Barok se levantó y le puso la punta de la lanza en la frente.

—¡Aguarda un momento! —dijo Derguín—. ¿Qué barbaridad vas a hacer?


Égeire!
—exclamó Togul Barok.

Un solo pulso de luz brotó de la lanza y se extendió como una onda por la frente de Linar. El Kalagorinor abrió el ojo y los miró a los tres.

—El tiempo apremia.

—¡No cambias, Linar! —dijo Derguín—. Nosotros preocupados por ti, y lo primero que haces al despertar es meternos prisas.

Derguín le tendió la mano para ayudarle a incorporarse. El Kalagorinor hizo caso omiso y se levantó solo, desdoblando sus largas piernas sin acompañarse de los resoplidos y gruñidos típicos en tales casos.

—Me dijeron que habías perdido la espada, Derguín. Veo que la has recuperado.

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