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Authors: C.S. Lewis

La silla de plata

Narnia..., un mundo donde los gigantes causan estragos..., donde la maldad teje un conjuro..., donde gobiernan los hechizos... A traves de peligros inauditos y cavernas profundas, marcha un noble grupo de amigos al rescate de un principe cautivo. Sin embargo, su mision en la Tierra Inferior los lleva a enfrentarse cara a cara con una maldad mas hermosa y letal de lo que habrian esperado encontrar jamas. Narnia, la tierra donde todo puede suceder.

C.S. Lewis

La silla de plata

ePUB v2.0

Johan
17.04.11

A Nicholas Hardie

Detras del gimnasio

Era un día gris de otoño y Jill Pole estaba llorando detrás del gimnasio.

Lloraba porque le habían estado metiendo miedo. Este no va a ser un cuento de colegio, así que les diré lo menos posible sobre el de Jill, porque no es un tema muy agradable. Era un colegio “coeducacional” para niños y niñas, lo que se llama habitualmente un colegio mixto; dicen que más mixtas eran las mentalidades de quienes lo dirigían, que opinaban que se debía dejar a los alumnos hacer lo que quisieran. Y desgraciadamente lo que diez o quince de los mayores preferían era intimidar a los demás. Hacían toda clase de cosas, cosas terribles que en cualquier otro colegio habrían llamado la atención y se les habría puesto fin de inmediato; pero no sucedía así en este colegio. Y aun si así fuera, no se expulsaba o castigaba a los culpables. El Director decía que se trataba de casos psicológicos sumamente interesantes, los hacía acudir a su oficina y conversaba con ellos durante horas. Y si tú sabes cómo hablarle a un Director, al final terminarás siendo su favorito.

Por eso Jill Pole lloraba en aquel nublado día otoñal en medio del húmedo sendero situado entre la parte trasera del gimnasio y los arbustos del jardín. Y todavía estaba llorando cuando un niño dobló la esquina del gimnasio. Venía silbando y con las manos en los bolsillos y por poco tropieza con ella.

—¿No puedes mirar por donde caminas? —dijo Jill Pole.

—Está
bien
—dijo el niño—, no tienes para qué ponerte...

Y entonces se dio cuenta de que estaba llorando.

—¿Qué te pasa, Pole?

Jill sólo consiguió hacer una mueca; esa clase de muecas que haces cuando tratas de decir algo pero te das cuenta de que si hablas vas a empezar a llorar de nuevo.

—Debe ser por culpa de
ellos,
supongo, como de costumbre —dijo con dureza el niño, hundiendo más aún sus manos en los bolsillos.

Jill asintió. No tenía necesidad de añadir nada más, aunque hubiese podido hacerlo. Ambos sabían.

—Pero mira —dijo el niño—, es el colmo que todos nosotros...

Su intención era buena, pero habló como quien va a decir un discurso. A Jill le dio mucha rabia (lo que es muy comprensible que te suceda cuando te han interrumpido en pleno llanto).

—Oh, ándate y no te metas en lo que no te importa —dijo—. Nadie te ha pedido que vengas a entrometerte en mis cosas, ¿no es verdad? Y no eres el más indicado para ponerte a decirnos lo que tenemos que hacer, ¿no es cierto? Supongo que pensarás que deberíamos pasar el día haciéndoles la pata y desviviéndonos por ellos, como tú.

—¡Por favor! —exclamó el niño, sentándose en el suelo cubierto de pasto a la orilla de los arbustos y levantándose inmediatamente, pues el pasto estaba empapado. Era una lástima que se llamara Eustaquio Scrubb
[1]
, pero no era mala persona.

—¡Pole! —dijo—. ¡Eres superinjusta! ¿He hecho todo eso este trimestre? ¿No le hice frente a Carter en el asunto del conejo? ¿Y no guardé el secreto sobre Spivvins, y eso que me torturaron? ¿Y no...

—N-no lo sé ni m-me importa —sollozó Jill.

Scrubb se dio cuenta de que todavía no se le pasaba la pena, y amistosamente le ofreció una pastilla de menta. El también se comió una. Y poco después Jill comenzó a ver las cosas mucho más claras.

—Perdóname, Scrubb —le dijo— Fui muy injusta. Es cierto que hiciste todo eso... este último trimestre.

—Entonces borra el trimestre anterior, por favor —pidió Eustaquio—. Yo era otro tipo en esa época. Era... ¡demonios!, ¡qué mísera garrapata era yo!

—Bueno, francamente, así eras —dijo Jill.

—Oye, ¿crees que he cambiado? —preguntó Eustaquio.

—No sólo yo —repuso Jill—. Todos dicen lo mismo; hasta
ellos
lo han notado. Leonora Blackinston oyó que Adela Pennyfather hablaba ayer de esto en el vestuario. Dijo: “Alguien está influenciando al niño Scrubb. Este trimestre ha estado absolutamente inmanejable. Tendremos que ocuparnos de él lo antes posible”.

Eustaquio sintió un escalofrío. En el Colegio Experimental todo el mundo sabía lo que significaba que
ellos
se “ocuparan” de uno.

Ambos niños se quedaron callados un rato. Las gotas caían de las hojas del laurel.

—¿Por qué estás tan distinto a lo que eras el trimestre pasado? —preguntó Jill de pronto.

—Me pasaron un montón de cosas raras en las vacaciones —respondió Eustaquio en tono misterioso.

—¿Qué tipo de cosas? —preguntó Jill.

Eustaquio no habló una palabra durante largo rato. Luego dijo:

—Óyeme, Pole. Tú y yo odiamos este lugar más que a nada en el mundo, ¿no es así?

—Por lo menos sé que
yo
lo odio —dijo Jill.

—Entonces creo que puedo confiar realmente en ti.

—Superamable de tu parte —dijo Jill.

—Pero es que es un secreto terrible de verdad. Pole, dime, ¿eres buena para creer cosas? Es decir, para creer en cosas de las que otros se reirían.

—Nunca me ha pasado —repuso Jill—, pero creo que sí.

—¿Me creerías si te dijera que en las últimas vacaciones estuve fuera del mundo... fuera de este mundo?

—No te entiendo lo que quieres decir.

—Bueno, dejemos los mundos por ahora. Imagina que te cuento que estuve en un lugar donde los animales pueden hablar y donde hay... este... encantamientos y dragones... y... bueno, todo ese tipo de cosas que encuentras en los cuentos de hadas.

Scrubb se sintió tremendamente incómodo al decir esto y se puso colorado.

—¿Cómo llegaste allá? —preguntó Jill. También ella se sentía curiosamente avergonzada.

—De la única manera posible: la magia —dijo Eustaquio, casi en un murmullo—. Iba con dos primos míos. Y simplemente... nos hicieron desaparecer de repente. Mis primos ya habían estado allí antes.

Ahora que hablaban en murmullos, no sé por qué Jill encontró más fácil creerle. De pronto se le ocurrió una horrible sospecha y dijo (tan furiosa que por un momento pareció una tigresa):

—Si descubro que me estás tomando el pelo no volveré a hablarte nunca más; nunca, nunca, nunca.

—No te tomo el pelo —dijo Eustaquio—. Te juro que no. Te lo juro por... por todo.

(Cuando yo estaba en el colegio, uno habría dicho “lo juro por la Biblia”. Pero nadie se preocupa de la Biblia en el Colegio Experimental).

—Está bien —dijo Jill—. Te creo.

—¿Y no se lo dirás a nadie?

—¿Quién te crees que soy?

Dijeron esto con gran entusiasmo; pero después, cuando ya lo habían dicho y Jill miró a su alrededor y vio ese nublado cielo otoñal y escuchó el ruido de las gotas que caían de las hojas y pensó en lo inútil que era el Colegio Experimental (era un curso de trece semanas y aún faltaban once), dijo:

—Pero después de todo, ¿qué sacamos? No estamos allá; estamos aquí. Y requetenunca podremos ir
allá.
¿O podemos?

—Eso es lo que me gustaría saber —replicó Eustaquio—. Cuando volvimos de ese lugar, alguien dijo que los dos Pevensie (mis dos primos) no volverían nunca más. Era la tercera vez que iban, ¿ves?, así que supongo que ya tenían su cuota. Pero él jamás dijo que yo no podría volver. Estoy seguro de que lo habría dicho, a menos que quisiera decir que yo iba a volver. Y no puedo dejar de preguntarme si nosotros podemos... si podríamos...

—¿Quieres decir, hacer algo para que suceda?

Eustaquio asintió.

—¿Quieres decir que podríamos dibujar un círculo en la tierra... y escribir algo en letras raras... y pararnos adentro... y decir conjuros y hechizos?

—Bueno —dijo Eustaquio luego de reflexionar profundamente durante un momento—. Creo que era algo así lo que yo pensaba, aunque nunca lo hice. Pero ahora que tú lo dices, me parece que todos esos círculos y cosas son puras tonterías. No creo que a él le gustaría. Parecería como si creyéramos que podemos obligarlo a hacer algo. Y en realidad sólo podemos pedírselo.

—¿Quién es esa persona de que hablas todo el tiempo? —En aquel lugar lo llaman Aslan —explicó Eustaquio.

—¡Qué nombre tan raro!

—Ni la mitad de lo raro que es él —dijo Eustaquio con aire solemne—. Pero hagámoslo, no puede ser nada malo, sólo pediremos. Parémonos juntos, así, y estiremos los brazos al frente con las palmas hacia abajo, tal como hicieron ellos en la isla de Ramandú...

—¿La isla de quién?

—Te lo contaré otro día. Y a él le gustaría que estemos de cara al este. A ver ¿dónde está el este?

—No sé —dijo Jill.

—Eso es lo fantástico que tienen las niñas: jamás saben los puntos de la brújula —comentó Eustaquio.

—Tú tampoco lo sabes —exclamó Jill, indignada.

—Claro que lo sé, si dejas de interrumpirme. Ya lo tengo. Ese es el este, frente a los laureles. Y ahora ¿quieres repetir las palabras conmigo?

—¿Qué palabras? —preguntó Jill,

—Las palabras que yo voy a decir, por supuesto —contestó Eustaquio—. Ahora.

Y comenzó.

—¡Aslan, Aslan, Aslan!

—Aslan, Aslan, Aslan —repetía Jill.

—Por favor, haz que podamos ir a...

En ese momento se oyó una voz que gritaba desde el otro lado del gimnasio.

—¿Pole? Sí, ya sé donde está. Está lloriqueando detrás del gimnasio. ¿La hago salir?

Jill y Eustaquio se dieron una sola mirada, se tiraron de cabeza debajo de los laureles y empezaron a trepar por la empinada cuesta de tierra del parque a una espectacular velocidad de campeones que les merecía un buen premio. (Debido a los curiosos métodos de enseñanza del Colegio Experimental uno no aprendía mucho francés o matemáticas o latín o cosas por el estilo, pero eso sí que uno aprendía a escapar rápido y silenciosamente cuando
ellos
lo andaban buscando).

A los pocos minutos de comenzar a trepar se detuvieron para escuchar y, por los ruidos que se oían, comprendieron que los seguían.

—¡Ojalá la puerta estuviera abierta otra vez! —dijo Scrubb mientras corrían, y Jill asintió.

Porque al final del parque había una elevada muralla de piedra y en ella una puerta por la que podías salir al camino público. Esa puerta estaba casi siempre cerrada con llave, pero algunas veces hubo gente que la encontró abierta; o quizás esto sucedió una sola vez. Pero podrás imaginarte que el recuerdo de esta única vez hacía que la gente no perdiera la esperanza y siguiera tratando de abrir la puerta; pues si llegaban a encontrarla sin llave, era una espléndida manera de salir del colegio sin que te vieran.

Jill y Eustaquio, muy acalorados y muy sucios después de arrastrarse casi doblados en dos por debajo de los laureles, subieron jadeando hasta la muralla. Y allí, cerrada como de costumbre, estaba la puerta.

—Va a ser inútil, seguramente —dijo Eustaquio, con la mano en la manilla de la puerta; y de pronto—: ¡Ah, por la gran flauta! —exclamó, pues la manilla había girado y la puerta se abría.

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