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Authors: Javier Negrete

El corazón de Tramórea (94 page)

BOOK: El corazón de Tramórea
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Una gran virtud del ojo de los Tíndalos era que también escuchaba. Gracias a eso, Kalitres había podido amenizar su encierro estudiando la vida del Bardaliut. Aunque, en realidad, los dioses le habían decepcionado un poco. Se pasaban la mayor parte del tiempo mirando a la nada, encerrados en sí mismos. De vez en cuando se reunían y hablaban, casi siempre para discutir y echarse en cara ofensas más antiguas que la propia Tramórea. ¡Ni tan siquiera le habían dado la satisfacción de enredarse en juegos sexuales y celebrar las divinales orgías que él siempre se había imaginado en el Bardaliut!

Pero hoy, día 28 de Bildanil según el calendario de Tramórea, el lugar estaba mucho más animado. El ojo de Kalitres enfocó su mirada en un punto de Isla Tres, el gran cilindro central. Allí, Tubilok había convocado a todos los dioses en el palacio que había pertenecido a Manígulat, una estructura parecida a una gran flor blanca, formada por edificios unidos por graciosos puentes y vertiginosos arbotantes que confluían en la terraza de la torre central a más de cuatrocientos metros de altura.

Sobre esa terraza, los dioses habían formado un semicorro. Allí se encontraban la obesa Pothine, la digna Himíe, la etérea Vanth, la voluptuosa Ashine y la desconcertante Eleris, la depresiva Miurgal y la simplemente chiflada Ibaldán. También la perversa Shirta, por la que Kalitres debía reconocer que sentía una atracción morbosa. «¿Te gustan los tipos pequeños?», le habría encantado preguntarle. Y, por supuesto no faltaba Taniar, la superviviente por antonomasia.

¿Y los dioses varones? Kalitres los veía, pero no le interesaban lo suficiente como para molestarse en añadirles calificativos: Himdewom, Diazmom y Rimom —¿quién les había aconsejado elegir esos nombres?—, Alfalastar, Trangor y Tormal, y así hasta llegar casi a treinta. Sólo casi, porque en los últimos tiempos habían sufrido alguna baja, como la de Manígulat, el anterior jefe de la pandilla, y la de Anfiún, el mocetón fuerte y un tanto descerebrado del grupo.

Tubilok, de pie sobre una plataforma que flotaba a medio metro sobre el suelo, se dirigía a sus súbditos. A su lado, inseparable, se encontraba Mikhon Tiq. El ojo que tenía Kalitres no permitía leer las mentes, pero no le hacía falta. Le bastaba con captar las miradas que cruzaban entre sí los dioses. Despreciaban al joven Kalagorinor, y al mismo tiempo lo envidiaban y temían. Lo llamaban «el favorito», y no se atrevían a decir más porque sabían que había cámaras y micrófonos flotando por doquier.

—¡Hermanos! ¡Ha llegado el día!

Las pocas voces que susurraban entre sí se callaron. Los dioses no conocían el respeto, pero sí el sano temor. Y Tubilok empuñaba en la diestra media lanza de Prentadurt para recordarles que cuando se le antojase podía aniquilar a cualquiera de ellos.

A un gesto de Tubilok, flotando sobre la terraza se formó una imagen de Tramórea. La superficie se transparentaba de tal manera que se podía distinguir en su interior el puente de Kaluza y en el centro el sol rojo que albergaba el Prates. A cierta distancia de aquel orbe había tres esferas negras, flotando sobre las cabezas de los dioses. Tubilok hizo un gesto con la lanza, y aquellas esferas se iluminaron de rojo, azul y verde.

En ese momento, bien medido por el rey de los dioses, las tres lunas auténticas volvieron a la vida y se mostraron en el ventanal de poniente del Bardaliut. Al mismo tiempo en el ventanal de oriente, a ciento ochenta grados del primero, flotaba Tramórea. Esa imagen doble quedó congelada, pues la rotación de Isla Tres, que llevaba frenándose varias horas, se detuvo por completo en ese preciso instante. Ya no había gravedad artificial en el gran cilindro central; pero si a alguno de los dioses le molestó, no se le ocurrió quejarse. Kalitres lo agradeció, ya que llevaba demasiado tiempo inmóvil y su propio peso le había entumecido la espalda.

—¡Como veis, la conjunción astral que esperábamos está a punto de producirse! —proclamó Tubilok.

En el exterior, la luna verde Shirta mostraba todo el brillo de su disco, tan grande y cercana que no cabía entera en el ventanal. Más allá se veía Rimom, la luna azul. Aunque medía lo mismo que su hermana, la distancia la hacía parecer más pequeña. Por último estaba Taniar. La luna roja era la que se hallaba más lejos y se movía en su órbita con más parsimonia. Sus hermanas, más rápidas, estaban a punto de alcanzarla. Aún se apreciaban los discos completos de las tres, pero sus bordes no tardarían en solaparse hasta que todas dibujaran una línea recta con Tramórea.

—Entonces ocurrirá... ¡esto! —anunció Tubilok.

Los kilométricos ventanales se oscurecieron y ocultaron el exterior. La atención de los dioses se volvió hacia la imagen que levitaba sobre ellos. En ella, las tres lunas habían alcanzado el punto de su conjunción. En ese momento, en el centro de Taniar se abrió un agujero oscuro rodeado por espirales de luces brillantes. Un haz de energía cegadora brotó de la luna roja y atravesó Rimom, que sufrió el mismo proceso. Acrecentado, el flujo de energía llegó a Shirta, donde aún se amplificó más.

En aquella imagen fantasmal —un holograma para esos dioses a los que tanto les gustaba utilizar palabras rimbombantes—, todo ocurría en saltos discontinuos para que se pudiera apreciar un proceso que iba a producirse en segundos. Cuando el centro de Shirta se abrió, de él brotó un rayo mucho más intenso que el que había partido de la primera luna.

—¡Ahora os parece deslumbrante, hermanos! —exclamó Tubilok—. ¡Pero yo os digo que, cuando en verdad se produzca, las retinas de todos los que miren al cielo arderán en un momento de gloria irrepetible!

El haz de energía cruzó los ciento cincuenta mil kilómetros que separaban Shirta de Tramórea, estrechándose conforme viajaba. En la imagen el rayo se desplazaba con rapidez. En la realidad tardaría tan poco en alcanzar el planeta que a los potenciales observadores les parecería algo instantáneo de no ser porque, como anunciaba Tubilok, a esas alturas ya estarían ciegos.

El holograma se hinchó tanto que su hemisferio sur desapareció bajo el suelo del mirador. La imagen se centró en una región situada al este de Tramórea, sobre el estrecho de Zenorta, y giró de tal manera que el planeta parecía una enorme manzana partida en dos. El flujo de energía llegó a su superficie y penetró por el agujero donde flotaba la burbuja de Tártara.

Ahora los dioses y Kalitres pudieron ver que ese rayo no era compacto, sino que formaba un cilindro o más bien un cono hueco que en ese punto medía veintiún kilómetros de diámetro, tal como indicaban unos números flotantes. Al parecer, Tubilok se había preocupado de ajustar el haz para que rodeara la burbuja sin llegar a tocarla.

—¡Amado Tubilok! —dijo Shirta—. ¿No habías dicho que Tártara no resistiría? ¿Por qué no aprovechas la energía de las tres lunas para acabar de una vez con esos odiosos humanos?

La respuesta de Tubilok fue categórica. De la contera de la lanza rota brotó un haz de ondas negras. Al ver que lo dirigía contra Shirta, las demás divinidades se apresuraron a apartarse de ella como si hubiera soltado una ventosidad. El rayo de la muerte absorbió el espíritu de la diosa, cuyo cuerpo no llegó a desplomarse porque no había gravedad, pero se quedó inmóvil, tan marchito y reseco como una uva pasa.

—Si no hay más preguntas impertinentes —dijo Tubilok—, continuamos.

Kalitres comprendió que la respuesta a la pregunta de Shirta era: «Porque no puedo». Tal vez fuera así. O tal vez, aunque la energía de las tres lunas consiguiera romper el campo de protección, eso causaría una alteración en los cálculos que Tubilok deseaba evitar.

El haz de energía penetró por el interior del puente de Kaluza y prosiguió su viaje hasta el corazón de Tramórea, concentrándose más según avanzaba. El holograma giró ciento ochenta grados y se amplió a una velocidad vertiginosa. De pronto, parecían viajar cabalgando sobre el mismo rayo. Al final del largo túnel, la imagen se congeló un instante.

Allí, flotando ante la puerta del Prates, estaba Tubilok, empuñando la lanza de Prentadurt, y a su lado Mikhon Tiq.

Entre los dioses corrieron murmullos. El ojo colgado al cuello de Kalitres tenía un oído muy fino, por paradójico que pudiese sonar, y captó algunos de esos rumores en los que volvía a sonar el título de «favorito».

—Y éste es el momento final, hermanos —dijo Tubilok—. Durante milenios, nos hemos llamado dioses, pero no hemos sido más que humanos dotados de más poderes que vivían indefinidamente. Pues nuestra esencia seguía siendo la misma.

»Ahora ha llegado el instante que es la omega de la historia del hombre y la alfa de un nuevo ser. ¡El momento de la singularidad!

En la imagen, el rayo, comprimido ya en un fino haz, llegaba a la lanza de Prentadurt y la iluminaba. En ese momento, el metal líquido de la primera puerta se abrió como un gran ojo. Al otro lado había una especie de túnel de geometría imprecisa que daba a una segunda puerta.

Las dos entradas no debían abrirse nunca a la vez. Pero ahora lo hicieron, y dos espectros de pura energía que debían ser o haber sido Tubilok y Mikhon Tik las atravesaron.

La imagen se alejó, sin dejar ver lo que había al otro lado, y volvió a mostrar todo el planeta. El holograma era más detallado y enseñaba el Cinturón de Zenort en un círculo tan amplio que flotaba sobre el perímetro exterior de la terraza donde se reunían los dioses. En él aparecía también el Bardaliut a una escala algo aumentada.

—Os pido perdón por la censura cósmica, hermanos —dijo Tubilok—, pero no están hechos los ojos de los mortales para contemplar la gloria de la eternidad.

Si a alguien le molestó que Tubilok se refiriera a los demás dioses como mortales, la momia de quien había sido Shirta debió disuadirle de protestar.

—¡Consolaos pensando que esta omega ha concebido, como os digo, una nueva alfa que llevará al Hijo del Hombre a lugares nunca explorados ni en los sueños más alocados! ¡Cuando os hundáis en la oscuridad, hacedlo con una sonrisa, pensando que vuestro fin alumbra el inicio de la auténtica Edad de Oro!

Los murmullos eran cada vez más fuertes, y los dioses cruzaban entre sí miradas de inquietud y desconcierto.

La imagen del Bardaliut creció hasta que pudieron distinguirse todos los detalles de su estructura. En ambos casquetes de Isla Tres brillaron luces de pequeñas explosiones. La sala de control y el observatorio se separaron del gran cilindro por el extremo norte, y al sur ocurrió lo mismo con el complejo de anillos en el que se encontraban las naves que permitían a los dioses viajar a Tramórea y otros planetas. De forma lenta pero inexorable, aquellos fragmentos del Bardaliut se fueron alejando del cilindro central.

La imagen volvió a empequeñecerse, y de nuevo el Bardaliut fue un objeto minúsculo girando alrededor del planeta. Para entonces, el Prates se había convertido en una esfera de un brillo que incluso en aquella simulación deslumbraba. La bola de plasma creció y devoró toda Tramórea, pero no se detuvo allí, y siguió hinchándose hasta llegar al Cinturón de Zenort, engullir el Bardaliut y, uno tras otro, los restos oscuros y agujereados de lo que habían sido las tres lunas.

El holograma era ya tan grande que la terraza donde estaban los dioses quedó sumergida en su luz, y Kalitres dejó de ver. Pero se oían gritos de indignación y miedo, al mismo tiempo que se percibió un intenso hedor a azufre que el ojo de los Tíndalos también captó.

La imagen holográfica desapareció sin previo aviso. En la terraza sólo quedaban los dioses convocados a la asamblea. El estrado desde el que había hablado Tubilok se encontraba vacío. Él y Mikhon Tiq se habían volatilizado.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Rimom.

—A mí me preocupa más lo que va a ocurrir —respondió Eleris.

—¡Si me hubierais hecho caso, no pasaría esto! —se lamentó Vanth—. ¡Creíais que sólo pretendía destruir a la humanidad, pero también quería vengarse de nosotros, y os negasteis a verlo!

El plato de la venganza es mejor servirlo frío
, pensó Kalitres.

—¡Dejad de discutir y de quejaros como plañideras! —exclamó Taniar—. Tenemos que impedir que se desacoplen la sala de control y los módulos de impulsión.

Antes de terminar la última frase, la diosa de ébano ya volaba hacia el casquete norte del cilindro. Pero era demasiado tarde. En la imagen, las explosiones que separaron los anillos y la sala de control habían parecido pequeños capullos de luz que brotaban en silencio. En la realidad, se oyeron unos estallidos muy fuertes a ambos extremos de Isla Tres, y la estructura de cuarenta kilómetros de longitud se sacudió como si sufriera un terremoto.

Después de eso, todas las luces del Bardaliut se apagaron. El luminoso palacio celeste se había convertido de pronto en la tenebrosa morada de los muertos.

Sólo que esos muertos todavía no sabían que lo estaban.

EL PUENTE DE KALUZA

E
n sólo veintiún años Derguín había visto prodigios como para colmar tres vidas, y si la suerte le sonreía esperaba contemplar muchos más. Pero cuando amaneció sobre Agarta supo que nada de lo que pudiera ver ni antes ni después se podría comparar con aquel espectáculo. Recordó aquel fragmento del diario de Zenort:

Ahora que me veo próximo a la muerte, lo que más lamento es no haber llegado a contemplar las maravillas de Agarta. Debería haberle pedido a Tarimán que me llevara por el puente de Kaluza para ver el interior del planeta, pero no lo hice, y luego ya no volvió a presentarse la ocasión
.

Deseó que, del mismo modo que él podía compartir los recuerdos del primer Zemalnit gracias a su memoria genética, Zenort pudiera compartir ahora su visión.

Viajaban por uno de los larguísimos tubos cilíndricos que componían el puente. Desde lejos, esos tubos se antojaban ranuras y salientes en un fuste de piedra. Pero eran en realidad columnas embebidas en la superficie del puente, cada una de las cuales tenía más de trescientos metros de anchura.

A partir de la franja de transporte por la que se desplazaban, el suelo —que desde la superficie de Agarta parecía pared— bajaba en una suave curvatura a ambos lados hasta llegar a la línea de intersección con la siguiente nervadura. Si Derguín miraba a los lados, podía creer que estaba en el centro de una serie de lomas alargadas que se sucedían en un paisaje monótonamente ondulado hasta perderse de vista.

Al darse la vuelta, pudo ver de dónde venían. La llanura que habían dejado atrás empezaba a quedar tan lejos que parecía más un mapa que un verdadero paisaje. Lo sorprendente era que el escenario de la batalla ya no estaba abajo, sino colgado como un fresco pintado en una pared. Los detalles individuales no se apreciaban, salvo que destacaran tanto como la montaña Estrellada, un pico solitario coronado de nieve y rodeado de bosques y llanura. Pero incluso la montaña era tan pequeña desde allí que bastaba con poner delante la mano para taparla de la vista.

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