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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (26 page)

—Ponte detrás.

—Por el amor de Dios. —Pero obedeció.

Él sacó el machete y siguió andando. Estaban rodeados por todos lados de árboles retorcidos cuyas ramas bajas estaban cubiertas de musgo. La niebla era tan densa que ya no veían las ramas superiores. Tom advirtió que el viento llevaba su olor al jaguar. Este se había movido alrededor de ellos para poder olfatearlos, aun cuando no podía verlos.

—Sally, tengo la sensación de que nos sigue.

—Solo está intrigado.

Tom se quedó paralizado. Allá, unos diez metros más adelante, estaba el jaguar, dejándose ver de pronto. Estaba de pie en una rama sobre el camino, mirándolos con calma y retorciendo la cola. Era un ejemplar tan magnífico que Tom se quedó sin habla.

Sally no levantó el arma para disparar y Tom entendió por qué. Era imposible considerar el destruir un animal tan hermoso.

Al cabo de un momento de vacilación, el jaguar saltó sin esfuerzo a otra rama y caminó a lo largo de ella sin apartar la vista de ellos, sus músculos ondulándose bajo su pelaje dorado, moviéndose como miel líquida.

—Mira qué hermoso es —dijo Sally sin aliento.

Era realmente hermoso. Con un movimiento de una ligereza asombrosa el animal saltó a otra rama, esta vez más cerca de ellos. Allí se detuvo y se sentó despacio sobre sus cuartos traseros. Los miró con descaro, en absoluto asustado, sin molestarse en esconderse, inmóvil salvo por la punta de la cola que se retorcía ligeramente. Tenía el morro manchado de sangre. Su mirada, pensó Tom, era desdeñosa.

—No está asustado —dijo Sally.

—Eso es porque nunca ha visto un ser humano.

Tom retrocedió despacio y Sally siguió su ejemplo. El jaguar se quedó en la rama observándolos, observándolos sin cesar hasta que desapareció en la bruma cambiante.

Cuando llegaron de nuevo al campamento, don Alfonso escuchó su historia sobre el jaguar con el entrecejo fruncido de preocupación.

—Debemos tener cuidado —dijo—. No debemos hablar más de ese animal. De lo contrario nos seguirá para oír qué decimos. Es orgulloso y no le gusta que hablen mal de él.

—Creía que los jaguares no atacaban a los seres humanos —dijo Sally.

Don Alfonso se rió y dio una palmada a Sally en la rodilla.

—Muy gracioso. Cuando nos mira, ¿qué cree que ve?

—No lo sé.

—Ve un trozo de carne perpendicular lento, estúpido y débil, sin cuernos ni dientes ni uñas.

—¿Por qué no nos ha atacado?

—Como a todos los felinos, le gusta jugar con su comida.

Sally se estremeció.


Curandera,
no es agradable que te devore un jaguar. Primero te arranca la lengua, y no siempre antes de que estés muerto. La próxima vez que tenga oportunidad de matarlo, hágalo.

Esa noche la selva estaba tan silenciosa que Tom tuvo problemas para conciliar el sueño. Poco después de medianoche, esperando que un poco de aire fresco le ayudara, se bajó de su hamaca y se escabulló por la puerta de la cabaña. Se quedó atónito ante el espectáculo que encontró. La selva que lo rodeaba brillaba fosforescente, como si unos polvos brillantes hubieran cubierto todo, perfilando los tocones y los leños podridos, las hojas muertas y los hongos, un paisaje luminiscente que se extendía selva adentro, fundiéndose en un resplandor brumoso. Era como si el cielo hubiera caído a la tierra.

Al cabo de unos minutos entró de nuevo en la cabaña improvisada y sacudió ligeramente a Sally. Ella se volvió, su pelo una maraña de oro pesado. Como todos los demás, dormía vestida.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz soñolienta.

—Hay algo que quiero que veas.

—Estoy durmiendo.

—Tienes que verlo.

—No
tengo
que hacer nada. Vete.

—Sally, por una vez confía en mí, por favor.

Protestando, ella se bajó de la hamaca y salió. Se detuvo y se quedó mirando en silencio. Transcurrieron unos minutos.

—Dios mío —jadeó—. Nunca he visto nada tan hermoso. Es como mirar Los Ángeles desde diez mil metros de altura.

El resplandor proyectaba una tenue luz en el rostro de Sally, perfilándolo ligeramente contra la oscuridad. El pelo largo le caía por la espalda como una cascada de luz plateada en lugar de dorada.

Llevado por un impulso, él le cogió la mano. Ella no la apartó. Había algo asombrosamente erótico en estar sencillamente cogidos de la mano.

—¿Tom?

—¿Sí?

—¿Por qué has querido que lo viera?

—Bueno —dijo él—, porque… —Vaciló—. Quería compartirlo contigo, eso es todo.

—¿Eso es todo? —Ella lo miró largo rato. Sus ojos poseían una luminiscencia inusitada, o tal vez solo era una ilusión óptica. Por fin dijo—: Gracias, Tom.

De pronto un rugido de jaguar hendió la noche. Contra el resplandor del fondo se movió despacio una forma negra, como una ausencia de luz. Cuando volvió su gran cabeza hacia ellos, vieron el débil brillo de sus ojos reflejando los millones de puntos en dos órbitas, como dos galaxias diminutas.

Tom tiró despacio de la mano de Sally para hacerla retroceder hasta el montón de brasas moribundas que había sido su hoguera. Se agachó y arrojó un poco de broza sobre ellas. Cuando se elevaron las llamas amarillas el jaguar desapareció.

Al cabo de un momento don Alfonso se unió a ellos junto al fuego.

—Sigue jugando con su comida —murmuró.

36

Cuando a la mañana siguiente se pusieron en camino, la neblina era tan densa que no veían más allá de tres metros en cualquier dirección. Ascendieron más siguiendo aún el borroso sendero animal. Coronaron una cresta y emprendieron el descenso. Al cabo de unos minutos salieron a las empinadas orillas de un río que bajaba por la ladera de la montaña estrellándose contra las rocas que encontraba a su paso.

—Talaremos un árbol —dijo don Alfonso. Buscó alrededor y encontró un esbelto árbol situado de tal modo que cayera en el lugar adecuado—. Corten aquí —ordenó.

Todos aunaron esfuerzos y al cabo de cinco minutos había caído formando una especie de puente sobre la catarata rugiente, donde el río se estrechaba en una rampa que terminaba en una piscina hirviente creada por troncos atascados.

Don Alfonso dio unos cuantos hachazos a un árbol joven cercano; al cabo de un momento lo había convertido en una pértiga de tres metros y medio. Se la dio a Vernon.

—Usted primero, Vernito.

—¿Porqué yo?

—Para ver si el puente es lo bastante resistente —dijo don Alfonso.

Vernon lo miró un momento, luego don Alfonso le dio unas palmadas en el hombro, riéndose.

—Tiene que quitarse los zapatos, Vernito. Dios nos creó descalzos por alguna razón.

Vernon se quitó los zapatos, ató los cordones juntos y se los colgó del cuello. Don Alfonso le pasó la vara.

—Vaya despacio y párese si el leño empieza a balancearse.

Vernon empezó a caminar sobre el tronco haciendo equilibrios con la pértiga como un funámbulo, sus pies blancos destacando contra el verde oscuro.

—Es resbaladizo como el hielo.

—Despacio, despacio —canturreó don Alfonso.

Mientras se alejaba, el tronco se hundió y se bamboleó. Unos minutos después había llegado al otro extremo. Les pasó la pértiga.

Tom se quitó los zapatos y calculó el peso de la pértiga. Se sentía estúpido, como un artista de circo. Con cautela se subió al tronco y deslizó los pies sobre la corteza fría y resbaladiza, uno detrás de otro. Cada movimiento parecía hacer oscilar y temblar el tronco. Se movía, esperaba, volvía a moverse. Cuando estaba hacia la mitad, Mamón Peludo, que había estado durmiendo en su bolsillo, aprovechó para sacar la cabeza y mirar alrededor; al ver el torrente de abajo, dejó escapar un grito agudo, salió del bolsillo y trepó por la cara de Tom para instalarse en su pelo. Tom, sorprendido, dejó que un extremo de la pértiga se hundiera. Presa de pánico, lo levantó con esfuerzo, pero la inercia hizo que saliera disparado hacia arriba. Dio dos rápidos pasos tratando de mantener el equilibrio, con lo que solo logró que el tronco diera un violento bote.

Cayó.

Estuvo en el aire una fracción de segundo, luego fue como si lo hubiera engullido algo negro y gélido. Sintió un violento tirón cuando lo arrastró la corriente, una corriente aterradoramente ingrávida, y a continuación oyó un bramido repentino. Agitó los brazos tratando de salir a la superficie, pero no sabía en qué dirección estaba, luego sintió cómo la corriente lo arrojaba contra un grupo de troncos sumergidos. Notó una terrible presión en el pecho que le vació los pulmones de aire. Luego trató de darse impulso con las piernas para liberase, pero los troncos que lo rodeaban eran resbaladizos, y la presión, feroz. Era como si lo enterraran vivo. Había destellos de luz en su visión y abrió la boca para gritar, pero solo sintió cómo la presión le llenaba la boca. Retorció el cuerpo desesperado por tomar aire, tratando de darse impulso para salir del nido de ramas, volvió a retorcerse, pero había perdido el sentido de la orientación. Se retorció y sacudió, pero sentía que le fallaban las fuerzas; se volvía más ligero, más ingrávido, se alejaba cada vez más.

De pronto un brazo alrededor de su cuello lo hizo volver brutalmente a la realidad, y sintió cómo lo sacaban del agua, lo arrastraban por las rocas y lo dejaban caer. Se encontró tumbado en el suelo, mirando fijamente una cara que conocía bien, pero aun así tardó un momento en darse cuenta de que era Vernon.

—¡Tom! —gritó Vernon—. ¡Mirad, ha abierto los ojos! ¡Tom, di algo! ¡Dios mío, no respira!

Sally estaba de pronto allí, y él sintió una repentina opresión en el pecho. Todo parecía extraño, a cámara lenta. Vernon se inclinó sobre él. Sintió cómo le apretaba con fuerza el pecho y le levantaba los brazos. De pronto la opresión pareció remitir y tosió con violencia. Vernon lo colocó de lado. Tom tosió y volvió a toser, sintiendo cómo se apoderaba de él un fuerte dolor de cabeza. La realidad regresó de golpe.

Trató de incorporarse. Vernon le puso los brazos alrededor de los hombros y lo sostuvo.

—¿Qué ha pasado?

—Ese estúpido hermano suyo, Vernito, ha saltado al río y lo ha sacado de esos troncos. Nunca he visto una locura mayor en toda mi vida.

—¿En serio?

Tom se volvió y miró a Vernon. Estaba empapado y tenía un corte en la frente. La sangre y el agua le corrían juntas por la barba.

Vernon lo asió y él se levantó. Se despejó un poco más, y el fuerte dolor de cabeza empezó a disminuir. Bajó la vista hacia la rugiente rampa de agua que se estrellaba contra la piscina llena de troncos atascados y ramas partidas. Volvió a mirar a Vernon.

Por fin comprendió.

—Tú —dijo con incredulidad.

Vernon se encogió de hombros.

—Me has salvado la vida.

—Bueno, tú me salvaste la mía —dijo Vernon, casi a la defensiva—. Decapitaste a una serpiente por mí. Yo solo he saltado.

—Por el amor de Dios, todavía no me lo creo —dijo don Alfonso.

Tom volvió a toser.

—Bueno, Vernon, gracias.

—Qué decepcionada debe de estar la Muerte —gritó don Alfonso, señalando un pequeño mono mojado que se agazapaba asustado sobre una roca junto el agua—. Vamos, si hasta el
mono chucuto
se ha burlado de ella.

Un abatido Mamón Peludo volvió a meterse en el bolsillo de Tom y ocupó su lugar habitual, haciendo ruiditos de protesta.

—No te quejes —dijo Tom—. Tú has tenido la maldita culpa.

El mono respondió chasqueando la lengua con insolencia.

Una vez cruzado el río el sendero volvía a ascender, de modo que siguieron subiendo. La oscuridad y el frío empezaban a notarse en el aire. Tom seguía empapado y empezó a tiritar.

—¿Sabe el animal del que les hablé anoche? —dijo don Alfonso.

Tom tardó unos momentos en caer en la cuenta de a cuál se refería.

—Es una dama y sigue acompañándonos.

—¿Cómo lo sabe?

Don Alfonso bajó la voz.

—Tiene muy mal aliento.

—¿La ha olido? —preguntó Sally.

Don Alfonso asintió.

—¿Cuánto tiempo va a seguirnos?

—Hasta que coma. Está preñada y hambrienta.

—Estupendo. Y nosotros somos el festín.

—Recemos para que la Virgen ponga un lento oso hormiguero en su camino. —Don Alfonso señaló a Sally—. Cargue el arma.

El sendero seguía ascendiendo a través de un bosque de árboles nudosos que parecía hacerse más espeso a medida que ganaban altura. En un momento determinado Tom advirtió que el aire se había vuelto más luminoso. También parecía oler distinto, ligeramente perfumado. Y, de forma bastante repentina, salieron de la niebla a la luz del sol. Tom se detuvo asombrado. Ante ellos se extendía un mar blanco. Sobre el brumoso horizonte el sol se ocultaba en un mar de fuego naranja. El bosque estaba cubierto de flores brillantes.

—Estamos por encima de las nubes —gritó Sally.

—Acamparemos en lo alto —dijo don Alfonso, echando a andar con renovado vigor.

El sendero coronaba la cresta con un amplio prado de flores silvestres que se ondulaba con la brisa, y de pronto estaban en la cima, mirando al noroeste por encima de un mar de nubes que se arremolinaba. A unos ochenta kilómetros de distancia Tom vio una hilera de cumbres azules que se abrían paso entre las nubes, como una cadena de islas en el cielo.

—La Sierra Azul —dijo don Alfonso con voz débil y extraña.

37

Lewis Skiba se quedó mirando las llamas temblorosas, absorto en los colores cambiantes. No había hecho nada en todo el día, no había respondido ninguna llamada telefónica, ni acudido a ninguna reunión, ni escrito ningún memorándum. En lo único que podía pensar era: « ¿Lo había hecho Hauser? ¿Le había convertido ya en un asesino?». Ocultó la cabeza entre las manos y pensó en los edificios cubiertos de hiedra de Wharton, la embriagadora sensación de que todo era posible de aquellos primeros tiempos. Tenía el mundo entero ante él, listo para ser tomado. Y ahora… Se recordó que había proporcionado empleos y brindado oportunidades a miles de personas, que había hecho crecer la compañía y había fabricado medicamentos que curaban enfermedades y dolencias terribles. Había tenido tres hijos sanos. Sin embargo, a lo largo de toda esa semana, lo primero que había acudido a su mente al despertarse había sido: «Soy un asesino». Quería retirar sus palabras. Pero no podía: Hauser no había llamado y él no tenía forma de ponerse en contacto con él.

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