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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (22 page)

BOOK: El códice Maya
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Bueno, ya no iba a huir más de él.

Oía a don Alfonso gritar órdenes a Chori y Pingo. El olor a carne asada no tardó en entrar flotando en la cabaña. Miró a Sally y observó cómo leía, pasaba una página, se apartaba el pelo, suspiraba, pasaba otra página. Era guapa, aunque un poco insoportable.

Sally dejó el libro.

—¿Qué miras? —preguntó.

—¿Es bueno el libro?

—Muy bueno. —Sonrió—. ¿Cómo te encuentras?

—Bien.

—Fue un rescate digno de Indiana Jones.

Tom se encogió de hombros.

—No me iba a quedar de brazos cruzados mientras una serpiente se engullía a mi hermano. —No era de eso de lo que quería hablar en realidad. Añadió—: Háblame de tu prometido, el profesor Clyve.

—Bueno. —Ella sonrió al recordar—. Fui a Yale para estudiar con él. Me llevó la tesis doctoral. Sencillamente nos… Bueno, ¿quién no se enamoraría de Julián? Es brillante. Nunca olvidaré cuando nos conocimos en el cóctel semanal del departamento. Pensé que iba a ser otro profesor más, pero… ¡guau! Era como Tom Cruise.

—¡Guau!

—Por supuesto, el físico no significa nada para él. Lo que le importa a Julián es la mente…, no el cuerpo.

—Entiendo. —Tom no pudo evitar mirarle el cuerpo.

Ponía en entredicho la pretendida pureza intelectual de Julián. Julián era un hombre como cualquiera…, solo que menos honesto que la mayoría.

—Hace poco publicó su libro,
Cómo descifrar el lenguaje maya.
Es un genio en el verdadero sentido de la palabra.

—¿Tienen fecha para la boda?

—Julián no cree en las bodas. Iremos a un juez de paz.

—¿Qué hay de tus padres? ¿No se quedarán decepcionados?

—No tengo padres.

Tom notó que se ruborizaba.

—Lo siento.

—No te preocupes —dijo Sally—. Mi padre murió cuando yo tenía once años y mi madre hace diez años. Ya me he acostumbrado, al menos todo lo que es posible acostumbrarse a eso.

—¿Entonces vas a casarte realmente con ese tipo?

Ella lo miró y se produjo un breve silencio.

—¿Qué se supone que quiere decir eso?

—Nada. —«Cambia de tema, Tom»—. Háblame de tu padre.

—Era un cowboy.

«Sí, claro —pensó Tom—. Un cowboy rico que criaba caballos de carreras, seguro.»

—No sabía que seguían existiendo —dijo educadamente.

—Lo hacen, pero no es lo que ves en las películas. Un verdadero cowboy es un jornalero que da la casualidad que trabaja sobre un caballo, gana menos que el sueldo mínimo, no acaba el instituto, tiene problemas con la bebida y sufre un accidente serio o se mata antes de cumplir los cuarenta años. Mi padre era el capataz de un rancho de ganado propiedad de una corporación al sur de Arizona. Se cayó de un molino de viento cuando intentaba arreglarlo y se partió el cuello. No deberían haberle pedido que subiera allí, pero el juez decidió que la culpa era suya, porque había estado bebiendo.

—Lo siento. No es mi intención entrometerme.

—Es bueno hablar de ello. Al menos es lo que dice mi psicoanalista.

Tom no estaba seguro de si era una broma o no, pero decidió ir a lo seguro. La mayoría de la gente de New Haven probablemente iba al psicoanalista.

—Imaginé que tu padre había sido el propietario del rancho.

—¿Creíste que era una niña rica?

Tom se ruborizó.

—Bueno, algo así. Después de todo has ido a Yale, y al ver cómo montas… —Pensó en Sarah. Había tenido suficiente de niñas ricas para el resto de su vida y había supuesto que ella era una más.

Ella se rió, pero con una risa amarga.

—He tenido que luchar por conseguir todo lo que tengo. Y eso incluye Yale.

Tom sintió que se ponía aún más colorado. Había sido imprudente en sus suposiciones. No se parecía en nada a Sarah.

—A pesar de sus defectos —continuó Sally— mi padre fue un padre maravilloso. Me enseñó a montar y a disparar, y a guiar, perseguir y detener el ganado. Cuando murió, mi madre decidió que nos fuéramos a vivir a Boston, donde tenía una hermana. Serví mesas en Red Lobster para mantenerme. Fui al Framingham State College porque fue la única universidad donde me dejaron matricular después de una educación bastante mediocre en un instituto público. Mi madre murió cuando yo estaba en la universidad. De aneurisma. Fue muy repentino. Para mí fue como si se acabara el mundo. Y entonces sucedió algo bueno. Tuve una profesora de antropología que me ayudó a descubrir que aprender era divertido y que yo no era solo una rubia tonta. Creyó en mí. Quería que fuera médico. Hice el curso preparatorio para ingresar en la facultad de medicina, pero luego me interesé por la biología farmacéutica y de ahí me pasé a la etnofarmacología. Me maté y conseguí entrar en un curso de posgrado de Yale. Y en Yale conocí a Julián. Nunca olvidaré el día que lo vi. Fue en la fiesta del departamento y estaba de pie en mitad de la sala, contando una historia. Julián cuenta historias maravillosas. Me uní a la gente y escuché. Hablaba de su primer viaje a Copán. Se le veía tan… apuesto. Como uno de esos exploradores de antaño.

—Ya —dijo Tom—. Claro.

—¿Y qué hay de tu infancia? —preguntó Sally—. ¿Cómo fue?

—Preferiría no hablar de ella.

—No es justo, Tom.

Tom suspiró.

—Tuve una infancia muy aburrida.

—Lo dudo.

—¿Por dónde empiezo? Nacimos en cuna de oro, como quien dice. En una mansión gigante con piscina, cocinero, jardinero, ama de llaves que vivía en la casa, establos y cuatrocientas hectáreas de terreno. Padre complacía todos nuestros caprichos. Tenía grandes planes para nosotros. Tenía una estantería de libros sobre cómo educar a los hijos y los leyó todos. Todos decían: «Pica alto desde el principio». Cuando éramos bebés nos hizo escuchar a Bach y Mozart, y llenó nuestras habitaciones de reproducciones de obras maestras de la pintura clásica. Cuando aprendíamos a leer cubrió la casa con etiquetas para cada objeto. Lo primero que veía cuando me levantaba por la mañana era «cepillo», «grifo», «espejo»…, etiquetas que me miraban fijamente desde cada rincón de la habitación. A los siete años cada uno tuvimos que escoger un instrumento musical. Yo quise tocar la batería, pero mi padre insistió en algo clásico, de modo que estudié piano. A los Country Gardens una vez a la semana con una estridente señorita Greer. Vernon estudió el oboe y Philip tuvo que tocar el violín. Los domingos, en lugar de ir a la iglesia (mi padre era ateo convencido), nos vestíamos elegantemente y le dábamos un concierto.

—Oh, Dios.

—Ya lo puedes decir. Lo mismo ocurrió con los deportes. Cada uno tuvimos que escoger un deporte. No para divertirnos o para hacer ejercicio, sino para «destacar» en él. Nos envió a los mejores colegios privados. Cada minuto del día estaba programado: lecciones de equitación, profesores particulares, entrenadores individuales de deporte, fútbol, colonias de tenis y de informática, viajes de Navidad a Taos y a Cortina d’Ampezzo.

—Qué horrible. ¿Y vuestra madre, cómo era?

—Nuestras tres madres. Somos medio hermanos. Podría decirse que mi padre no fue afortunado en el amor.

—¿Consiguió la custodia de los tres?

—Max conseguía todo lo que quería. No fueron divorcios agradables. Nuestras madres no tuvieron un gran papel en nuestra vida, y, en cualquier caso, la mía murió cuando yo era pequeño. Mi padre quiso criarnos personalmente. No quería interferencias. Iba a crear a tres genios que cambiarían el mundo. Trató de escoger nuestras carreras. Hasta nuestras novias.

—Lo siento. Qué niñez más horrible.

Tom cambió de postura en su hamaca, ligeramente enfadado por el comentario.

—No calificaría de «horrible» ir a Cortina en Navidad. Al final sacamos algo bueno de todo ello. Yo aprendí a amar los caballos. Philip se enamoró de la pintura renacentista. Y Vernon, bueno, él solo se enamoró de la vida errante.

—¿Y les buscó novias?

Tom lamentó haber mencionado ese detalle en particular.

—Lo intentó.

—¿Y?

Tom notó que se ponía colorado. No pudo evitarlo. Acudió a su memoria la imagen de Sarah: perfecta, guapa, brillante, con talento, rica.

—¿Quién era ella? —preguntó Sally.

Las mujeres siempre parecían saber más.

—Solo una chica que me presentó mi padre. Hija de un amigo suyo. Irónicamente, fue la única vez que quise hacer lo que quería mi padre. Salí con ella. Nos prometimos.

—¿Qué pasó?

Él la miró con detenimiento. Parecía más que intrigada. Se preguntó qué significaba eso.

—No salió bien. —Omitió la parte en que la encontró montando a otro tipo en su propia cama. Sarah también conseguía todo lo que quería. «La vida es demasiado corta —dijo—, y quiero experimentarlo todo. ¿Qué tiene de malo eso?» No podía privarse de nada.

Sally seguía mirándolo intrigada. Luego sacudió la cabeza.

—Tu padre era realmente un caso. Podría haber escrito un libro sobre cómo no educar a los hijos.

Tom sintió cómo aumentaba su irritación. Sabía que no debía decirlo, que le causaría problemas, pero no pudo contenerse.

—A mi padre le encantaría Julián —dijo.

Se produjo un silencio repentino. Notó que Sally lo miraba fijamente.

—¿Cómo has dicho?

Tom continuó aun sabiendo que era un error.

—Lo único que quiero decir es que Julián es la clase de persona que a mi padre le habría gustado que fuéramos. Stanford a los dieciséis, famoso profesor de Yale, «un genio en el verdadero sentido de la palabra», como tú misma has dicho.

—Ese comentario no es digno de respuesta —dijo ella con rigidez, enrojeciendo de ira mientras cogía la novela y se ponía a leer de nuevo.

31

Philip estaba encadenado a un árbol con las manos esposadas a la espalda. Las moscas negras le recorrían cada centímetro cuadrado de piel expuesta, miles de ellas, devorándolo vivo. No podía hacer nada mientras se le metían por los ojos, la nariz y los oídos. Sacudió la cabeza, trató de parpadear y apartarlas con muecas, pero todos sus esfuerzos fueron vanos. Ya tenía los ojos casi cerrados de la hinchazón. Hauser hablaba con alguien en voz baja por su teléfono vía satélite. Philip no alcanzaba a oír las palabras, pero conocía bien ese tono bajo, intimidatorio. Cerró los ojos. Ya no le importaba. Solo quería que Hauser pusiera fin pronto a su sufrimiento: una rápida bala en el cerebro.

Lewis Skiba estaba sentado detrás de su escritorio, con la silla vuelta hacia la ventana, mirando en dirección sur por encima de los edificios de Manhattan recortados contra el horizonte. No había tenido noticias de Hauser en cuatro días. Hacía cuatro días Hauser le había dicho que lo consultara con la almohada. Luego silencio. Habían sido los peores días de su vida. Las acciones habían caído a seis puntos; la Comisión de Valores y Cambio les había enviado citaciones y había confiscado computadores portátiles y discos duros de la oficina central de la compañía. Los cabrones hasta se habían llevado su computador. El frenesí de los vendedores al descubierto continuaba con toda su furia. El
Journal
había anunciado oficialmente que el FDA iba a rechazar Phloxatane. La agencia Standard & Poor’s estaba a punto de bajar los bonos de Lampe a la categoría de basura y por primera vez se especulaba públicamente la declaración de quiebra.

Esa mañana había tenido que decir a su mujer que, dadas las circunstancias, había que poner inmediatamente a la venta la casa de Aspen. Después de todo, era su cuarta vivienda y solo la utilizaban una semana al año. Pero ella no lo había entendido. Había llorado y llorado sin parar, y había terminado durmiendo en la habitación de invitados. Dios mío, ¿era así como iba a ser? ¿Qué pasaría si tenían que vender su verdadera casa? ¿Qué haría ella si tenían que sacar a los niños del colegio privado?

Y en todo ese tiempo no había tenido noticias de Hauser. ¿Qué demonios hacía? ¿Le había ocurrido algo? ¿Se había rendido? Skiba sintió cómo volvían a caerle gotas de sudor. Odiaba el hecho de que el destino de su compañía, y el suyo propio, estuviera en manos de un hombre así.

Sonó el teléfono y Skiba pegó literalmente un salto. Eran las diez de la mañana. Hauser nunca llamaba por la mañana, pero por alguna razón sabía que era él.

—¿Sí? —Procuró no parecer ansioso.

—¿Skiba?

—Sí, sí.

—¿Cómo va todo?

—Bien.

—¿Ya lo ha consultado con la almohada?

Skiba tragó saliva. El nudo volvía a estar allí, ese lingote de plomo en sus entrañas. No podía hablar, le obstruía la garganta. Ya había llegado a su límite, pero otro trago no haría daño. Sosteniendo el teléfono contra el pecho, abrió el armario y se sirvió una copa. No se molestó siquiera en echar agua.

—Sé que es duro, Lewis. Pero ha llegado el momento. ¿Quiere el códice o no? Puedo dejarlo todo ahora mismo y volver. ¿Qué dice?

Skiba tragó el caliente líquido dorado y recuperó la voz, pero salió como un susurro crepitante.

—Se lo he dicho una y otra vez, esto no tiene nada que ver conmigo. Usted está a mil quinientos kilómetros de distancia. No puedo controlarle. Haga lo que quiera. Limítese a traerme el códice.

—No le he oído, con el codificador de voz y demás…

—¡Haga lo que sea necesario! —bramó Skiba—. ¡Déjeme al margen!

—Oh, no, no, no, noooooo. No. Ya se lo he explicado, Skiba. Estamos juntos en esto, amigo.

Skiba aferró el auricular con fuerza asesina. Le temblaba todo el cuerpo. Casi imaginó que podía estrangular a Hauser si apretaba lo bastante fuerte.

—¿Me deshago de ellos o no? —continuó la voz jocosa—. Si no lo hago, aunque consiga el códice, vendrán a reclamarlo, y ¿sabe, Lewis? No podrá ganar. Le arrebatarán el códice. Me dijo que quería obtenerlo limpiamente, sin complicaciones ni pleitos.

—Les pagaré los derechos. Ganarán millones.

—No harán tratos con usted. Tienen otros planes para el códice. ¿No se lo he dicho? Esa mujer, Sally Colorado, tiene planes, grandes planes.

—¿Qué planes? —Skiba sintió que temblaba de la cabeza a los pies.

—En ellos no entra Lampe, eso es todo lo que necesita saber. Mire, Skiba, ese es el problema de los hombres de negocios como usted. No saben tomar las decisiones difíciles.

—Estamos hablando de vidas humanas.

—Lo sé. Tampoco es fácil para mí. Sopese lo bueno y lo malo. Unas pocas personas desaparecen en una selva desconocida. Eso por una parte. Por la otra, los fármacos salvarán millones de vidas, veinte mil personas conservarán su empleo, los accionistas le querrán en lugar de desear verle muerto, y se convertirá en el niño mimado de Wall Street por haber sacado a Lampe del abismo.

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