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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

El club Dumas (17 page)

BOOK: El club Dumas
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—¿A qué debo el honor? —preguntó Corso. Era una frase estúpida, aunque a esa hora y con la Bols de por medio tampoco era justo exigir brillantez en el diálogo. Liana Taillefer daba ya unos pasos por la habitación y se detenía ante la mesa de trabajo, donde estaba la carpeta del manuscrito Dumas junto al ordenador y las cajas de disquetes.

—¿Sigue trabajando en esto?

—Claro.

Apartó los ojos de
El vino de Anjou
para echar un tranquilo vistazo alrededor, a los libros que cubrían las paredes y se amontonaban por todas partes. Corso comprendió que buscaba fotos, recuerdos, indicios que permitieran calibrar al dueño de la casa. Enarcaba una ceja, incómoda y arrogante, al no conseguir su objetivo. Por fin terminó deteniéndose en el sable de la Vieja Guardia.

—¿Colecciona espadas?

Inferencia lógica, se llamaba esa conclusión. De tipo inductivo. Al menos, pensó Corso con alivio, el ingenio de Liana Taillefer para normalizar situaciones embarazosas no figuraba a la altura de su apariencia. Salvo que estuviese tomándole el pelo. Así que sonrió un poco, esquinado y cauto.

—Colecciono ésa. Se llama sable.

La mujer asintió, inexpresiva. Imposible saber si era simple o buena actriz.

—¿Herencia de familia?

—Adquisición —mintió Corso—. Pensé que estaría bonito en la pared. Tanto libro se hace monótono.

—¿Por qué no tiene cuadros, ni fotos?

—No hay nadie a quien me apetezca recordar —pensó en la foto con marco de plata, el difunto Taillefer con mandil troceando el cochinillo—. Su caso es distinto, naturalmente.

Lo observó con fijeza, quizá para determinar el grado de insolencia de sus palabras; había un toque de acero en los ojos azules, tan helados que daban frío. Anduvo un poco más por la habitación deteniéndose ante algunos libros, el paisaje del mirador y, de nuevo, la mesa de trabajo. Deslizó un dedo con uña lacada en rojo sangre sobre la carpeta del manuscrito Dumas. Tal vez esperaba de Corso algún comentario, pero éste no dijo nada; se limitó a aguardar, paciente. Si ella pretendía algo, y saltaba a la vista que sí, la dejaría hacer su propio trabajo sucio. No estaba dispuesto a facilitar las cosas.

—¿Me puedo sentar?

Aquella voz un poco ronca. El eco de una mala noche, recordaba Corso. Él permaneció de pie en mitad del cuarto, las manos en los bolsillos del pantalón, expectante. Liana Taillefer se quitó el sombrero y la gabardina, y tras mirar en torno con uno de aquellos movimientos lentos e interminables, escogió un viejo sofá. Después fue hasta allí para sentarse despacio —la falda del traje sastre resultaba muy corta en esa posición—, cruzando las piernas con un efecto que cualquiera, incluso el cazador de libros con media ginebra menos en el cuerpo, habría definido como demoledor.

—Vengo a hablar de negocios.

Evidente. Aquel despliegue no era desinteresado bajo ningún concepto. Corso poseía tanta autoestima como el que más, pero distaba de ser un bobo.

—Hablemos —dijo—. ¿Ha cenado ya con Flavio La Ponte?

No hubo reacción. Durante unos segundos siguió mirándolo imperturbable, con el mismo aire de seguridad desdeñosa.

—Aún no —respondió al fin, sin alterarse—. Primero deseaba verlo a usted.

—Pues ya me está viendo.

Liana Taillefer se recostó un poco más en el sofá. Una de sus manos descansaba sobre una grieta en la ajada tapicería de cuero, por donde se veía el relleno de crin.

—Usted trabaja por dinero —dijo.

—En efecto.

—Se vende al mejor postor.

—A veces —Corso mostró un colmillo en el ángulo de la boca; estaba en su territorio y podía desterrar la mueca de conejo simpático—. Por lo general lo que hago es alquilarme. Como Humphrey Bogart en las películas. O como las furcias.

Para una viuda que hacía bordaditos en el colegio cuando niña, Liana Taillefer no pareció escandalizada por el lenguaje:

—Quiero ofrecerle trabajo.

—Qué bien. Todo el mundo me ofrece trabajo últimamente.

—Le pagaré mucho dinero.

—Estupendo. También todo el mundo me paga mucho dinero estos días.

Ella había tirado de un cabo de crin de los que asomaban por el brazo roto del sofá. Lo enrollaba, distraída, en torno al dedo índice.

—¿Qué le cobra a su amigo La Ponte?

—¿A Flavio?… Nada. A ése no hay quien le saque un duro.

—¿Por qué trabaja para él, entonces?

—Usted lo ha dicho. Es mi amigo.

La oyó repetir la palabra, pensativa.

—Suena rara en usted —dijo al cabo; apuntaba una sonrisa casi imperceptible, de curioso desdén—. ¿También tiene amigas?

Corso le miró las piernas sin prisa, desde los tobillos a los muslos. Con descaro.

—Tengo recuerdos. El suyo puede serme útil esta noche.

Soportó estoica la grosería. O tal vez, dudó Corso, no captaba la delicada referencia del asunto.

—Diga una cifra —propuso con frialdad—. Quiero el manuscrito de mi marido.

El negocio tomaba buen aspecto. Corso fue a sentarse en una butaca frente a Liana Taillefer. Desde allí la panorámica de sus piernas enfundadas en medias negras era mejor: se había quitado los zapatos y apoyaba los pies descalzos en la alfombra.

—La otra vez me pareció poco interesada.

—Lo he pensado más. Ese manuscrito tiene un carácter…

—¿Sentimental? —apuntó Corso, zumbón.

—Algo así —su voz sonaba ahora desafiante—. Pero no en el sentido que supone.

—¿Y qué está dispuesta a hacer por él?

—Ya lo he dicho. Pagarle.

Corso esgrimió una sonrisa desvergonzada.

—Me ofende. Yo soy un profesional.

—Usted es un mercenario profesional, y ésos cambian de bando; yo también leo libros.

—Tengo el dinero que necesito.

—Ahora no hablo de dinero.

Se había recostado en el sofá, y uno de sus pies descalzos acariciaba el empeine del otro. Corso adivinó los dedos con uñas pintadas de rojo bajo la malla oscura de las medias. Al moverse, la falda retrocedió insinuando un poco de carne blanca al fondo, tras las ligas negras, allí donde todos los enigmas se reducían a uno, viejo como el Tiempo. El cazador de libros alzó con esfuerzo la mirada. Los ojos azul acero continuaban fijos en él.

Se quitó las gafas antes de ponerse en pie, acercándose al sofá. La mujer siguió su movimiento con la mirada, impasible; incluso cuando quedó frente a ella, tan cerca que sus rodillas se tocaban. Entonces Liana Taillefer alzó una mano y puso los dedos de uñas lacadas en rojo exactamente sobre la bragueta de su pantalón de pana. Sonreía otra vez de modo casi imperceptible, desdeñosa y segura de sí, cuando por fin Corso se inclinó sobre ella y le subió la falda hasta la cintura.

Fue un mutuo asalto, más que un intercambio. Un ajuste de cuentas sobre el sofá: forcejeo crudo y duro de adulto a adulto, con los gemidos apropiados en el momento oportuno, algunas imprecaciones entre dientes y las uñas de la mujer clavadas sin piedad en los riñones de Corso. Ocurrió así, en un palmo de terreno, sin soltarse la ropa, la falda de ella sobre las caderas anchas y fuertes que él sujetaba con las manos crispadas, las presillas del liguero clavándosele en las ingles. Ni siquiera llegó a ver sus tetas, aunque un par de veces pudo acceder a ellas; carne densa, cálida y abundante bajo el sostén, la blusa de seda y la chaqueta del traje sastre que, en el fragor del combate, Liana Taillefer no tuvo tiempo de quitarse. Y ahora estaban allí los dos, todavía enredados uno en otro entre el revoltijo de sus ropas arrugadas, sin aliento, igual que luchadores exhaustos. Y Corso, preguntándose cómo iba a zafarse de aquel lío.

—¿Quién es Rochefort? —preguntó, dispuesto a precipitar la crisis.

Liana Taillefer lo miró desde diez centímetros de distancia. La luz poniente le iluminaba el rostro en tonos rojizos; habían saltado las horquillas del moño, y su cabello rubio cubría en desorden el cuero del sofá. Por primera vez parecía relajada.

—Nadie que importe —repuso—, ahora que recupero el manuscrito.

Corso besó el desordenado escote de la mujer, despidiéndose de él y su contenido. Presentía que iba a tardar en besarlo de nuevo.

—¿Qué manuscrito? —dijo, por decir algo, y al momento comprobó que ella endurecía la mirada; el cuerpo se puso rígido bajo el suyo.


El vino de Anjou
—por primera vez su voz encerraba un punto de ansiedad—… Va a devolvérmelo, ¿no es cierto?

A Corso no le gustó cómo sonaba aquella vuelta al
usted
. Recordaba vagamente haberse tuteado en la escaramuza.

—No he dicho nada de eso.

—Creía…

—Creyó mal.

El acero brilló con un relámpago de cólera. Se erguía, furiosa, rechazándolo con un movimiento brusco de las caderas.

—¡Canalla!

Corso, que estaba a punto de echarse a reír esquivando la situación con un par de cínicas bromas, se sintió empujado hacia atrás con violencia, hasta el suelo donde cayó de rodillas. Mientras se incorporaba, ciñéndose el cinturón, comprobó que Liana Taillefer se ponía en pie, pálida y terrible, y sin preocuparse de las ropas en desorden, aún desnudos los magníficos muslos, le asestaba una bofetada tan descomunal que su tímpano izquierdo resonó como el parche de un tambor.

—¡Miserable!

Se tambaleó el cazador de libros; el golpe no era para menos. Aturdido, miró a su alrededor como el boxeador en busca de una referencia para no irse abajo, a la lona. Liana Taillefer cruzó su campo visual sin que pudiera prestarle demasiada atención: el oído le dolía horrores. Miraba estúpidamente el sable de Waterloo cuando oyó ruido de vidrio al romperse. Entonces ella apareció de nuevo en el contraluz rojizo de la ventana. Se había bajado la falda, llevaba la carpeta del manuscrito en una mano, y en la otra el gollete de la botella rota. El filo de vidrio se dirigía a la garganta de Corso.

Levantó un brazo, por simple reflejo, mientras daba un paso atrás. El peligro le devolvía lucidez y adrenalina a chorros, así que apartó la mano armada de la mujer y le asestó un puñetazo en el cuello que la dejó sin aliento, parándola en seco. La siguiente escena fue algo más apacible: Corso recogía del suelo el manuscrito y la botella rota, y Liana Taillefer estaba otra vez sentada en el sofá, ahora con el cabello desordenado sobre la cara, las manos en el cuello dolorido, respirando con dificultad entre sollozos de ira.

—Lo matarán por esto, Corso —la oyó decir por fin. El sol se había puesto definitivamente al otro lado de la ciudad, y los ángulos de la casa se llenaban de sombras. Avergonzado, encendió la luz y le alargó a la mujer gabardina y sombrero antes de descolgar el teléfono para pedir un taxi. Todo el tiempo evitó mirarla a los ojos. Después, cuando oyó desvanecerse sus pasos en la escalera, estuvo un rato inmóvil en la ventana, observando las sombras de los tejados recortarse en la claridad de la luna que ascendía despacio.

«Lo matarán por esto, Corso.»

Se sirvió un largo vaso de ginebra. No podía apartar de su cabeza la expresión de Liana Taillefer cuando se supo engañada. Ojos mortales como una daga, rictus de furia vengativa. Y no bromeaba; había querido matarlo de verdad. Una vez más los recuerdos despertaron despacio, invadiéndolo poco a poco, aunque esta vez no fue preciso, para revivirlos, ningún esfuerzo de la memoria. Era una imagen nítida como el lugar exacto del que procedía. Sobre la mesa de trabajo estaba la edición facsímil de
Los tres mosqueteros
. La abrió en busca de la escena: página 129. Allí, entre muebles en desorden, saltando del lecho puñal en mano como un diablo vengador, Milady se abalanza sobre d’Artagnan que retrocede aterrado, en camisa, manteniéndola a raya con la punta de su espada.

VII. El número Uno y el número Dos

Sucede que el diablo es muy astuto. Sucede que no siempre es tan feo como dicen.

(J. Cazotte.
El diablo enamorado
)

Faltaban pocos minutos para la salida del expreso de Lisboa cuando vio a la chica. Corso estaba en el andén, al pie de la escalerilla de su vagón —
Companhia Internacional de Carruagems-Camas
— y se cruzó con ella entre un grupo de viajeros, camino de los coches de primera clase. Cargaba una pequeña mochila y tenía puesta la misma trenca azul, pero al principio no la reconoció. Sólo fue capaz de percibir algo familiar en los ojos verdes, tan claros que parecían transparentes, y en su cabello muy corto. Eso le hizo seguirla con la vista un momento, hasta que desapareció dos vagones más abajo. Sonó el silbato de la locomotora y, mientras subía a la plataforma y el encargado cerraba la puerta a su espalda, Corso recompuso la escena: ella sentada a un extremo de la mesa del café, en la tertulia de Boris Balkan.

Avanzó por el pasillo, camino de su compartimento. Las luces de la estación desfilaban cada vez más rápidas al otro lado de las ventanillas mientras el traqueteo del convoy acompasaba la marcha. Moviéndose con dificultad en el estrecho habitáculo, colgó el gabán y la chaqueta antes de sentarse en la cama, junto a su bolsa de lona. Dentro, con
Las Nueve Puertas
y la carpeta con el manuscrito Dumas, tenía un libro, el
Memorial de Santa Helena
, de Les Cases:

Viernes, 14 de julio de 1816. El Emperador ha estado enfermo toda la noche…

Encendió un cigarrillo. De vez en cuando, al pasar el tren junto a lugares iluminados que le recortaban el rostro con la rápida intermitencia de una luz estroboscópica, Corso echaba una ojeada a través de la ventanilla antes de sumirse de nuevo en los pormenores de la lenta agonía de Napoleón y las argucias de su carcelero inglés, sir Hudson Lowe. Leía con el ceño fruncido, ajustándose las gafas sobre el puente de la nariz. En ocasiones se detenía a contemplar un momento su propio reflejo en la ventanilla y modulaba una mueca zumbona dedicada a sí mismo. A esas alturas y con su currículum, era todavía capaz de sentir indignación por el miserable fin que los vencedores dieron al titán caído, sujeto a su roca en mitad del Atlántico. Curiosa experiencia, revisar aquello —los sucesos históricos y sus propios sentimientos al respecto— desde la lucidez actual. Tan lejos ya el otro Lucas Corso que admiraba con reverencia el sable del veterano de Waterloo; el niño que asumía los mitos familiares con belicoso entusiasmo, bonapartista precoz, devorador ávido de libros ilustrados con grabados de campañas gloriosas, nombres que sonaban como redobles de carga: Wagram, Jena, Smolensko, Marengo. Ojos desmesuradamente abiertos y desaparecidos mucho tiempo atrás, fantasma impreciso que se dibujaba a veces en su memoria, entre las páginas de un libro, en un olor o un sonido, en el cristal oscuro de una ventana cuando la lluvia venida del País Que Ya No Existe golpeaba afuera, en la noche.

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