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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

El club Dumas (19 page)

BOOK: El club Dumas
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—Bonita copa —elogió, por decir algo.

El bibliófilo estaba de acuerdo, e hizo un gesto a medio camino entre la resignación y la burla de sí mismo, sugiriendo una segunda lectura de todo aquello: la copa, los tres dedos de coñac de la botella, la casa despojada. Su misma presencia allí: elegante, pálido y ajado fantasma.

—Sólo me queda otra igual —respondió con tranquila objetividad, a modo de confidencia—. Por eso las conservo.

Corso se hizo cargo con un movimiento de cabeza. Su mirada recorrió un momento las paredes vacías para volver a centrarse en los libros.

—Tuvo que ser una hermosa quinta —dijo.

El otro encogió los hombros bajo el jersey.

—Sí; lo fue. Pero con las viejas familias pasa lo que con las civilizaciones: un día se agostan y mueren —miró alrededor sin ver; parecía que sus ojos reflejaran los objetos ausentes—. Al principio uno recurre a los bárbaros para que vigilen el
limes
del Danubio, después los enriquece y termina convirtiéndolos en acreedores… Hasta que un día se sublevan y lo invaden a uno, y lo saquean —observó a su interlocutor con repentina suspicacia— Espero que sepa de qué estoy hablando.

Asintió Corso. A estas alturas ya dejaba flotar entre ambos su mejor sonrisa de conejo cómplice.

—Lo sé perfectamente —confirmó—: Botas herradas pisando porcelana de Sajonia. ¿Se refiere a eso?… Fregonas con traje de noche. Menestrales advenedizos que se limpian el culo con manuscritos miniados.

Fargas hizo un movimiento de aprobación. Sonreía, satisfecho. Luego cojeó hasta el aparador en busca de la otra copa.

—Creo —dijo— que también tomaré un coñac.

Brindaron en silencio mirándose a los ojos, semejantes a dos miembros de una cofradía secreta tras establecer los signos de reconocimiento. Al cabo, el bibliófilo señaló los libros e hizo un gesto con la mano que sostenía la copa, como si superada la prueba de iniciación invitara a Corso a franquear una barrera invisible, acercándose a ellos.

—Ahí los tiene. Ochocientos treinta y cuatro volúmenes, de los que ya menos de la mitad merece la pena —bebió un poco antes de pasarse el índice por el bigote húmedo, mirando alrededor—. Es una lástima que no los haya conocido en tiempos mejores, alineados en sus estanterías de madera de cedro… Llegué a reunir cinco mil. Éstos son los supervivientes.

Corso, que había dejado la bolsa de lona en el suelo, se acercó a los libros. Sentía cosquillearle la punta de los dedos por puro reflejo. El panorama era magnífico. Se ajustó las gafas para detectar, al primer vistazo, un Vasari en cuarto de 1588, primera edición, y un
Tractatus
de Berengario de Carpi, con encuadernación en pergamino, del XVI.

—Nunca hubiera imaginado que la colección Fargas, que figura en todas las bibliografías, estuviese así. Libros apilados en el suelo, sin muebles, contra la pared, en una casa vacía…

—Es la vida, amigo mío. Pero debo precisar, en mi descargo, que todos se encuentran en impecable estado… Yo mismo los limpio y reviso, procuro airearlos y que estén a salvo de insectos y roedores, la luz, el calor y la humedad. De hecho no hago otra cosa durante el día.

—¿Qué fue del resto?

El bibliófilo miró hacia la ventana, haciéndose también la misma pregunta. Arrugaba el ceño.

—Imagínese —repuso, y se diría un hombre muy infeliz cuando sus ojos volvieron a encontrarse con Corso—. Salvo la quinta, algunos muebles y la biblioteca de mi padre, no heredé más que deudas. Cada vez que obtuve dinero lo invertí en libros, y cuando mi renta tocó fondo liquidé cuanto quedaba: cuadros, muebles y vajilla. Usted sabe, creo, lo que significa ser un bibliófilo apasionado; pero yo soy bibliópata. El sufrimiento era atroz con sólo imaginar dispersa mi biblioteca.

—He conocido gente así.

—¿De veras?… —Fargas lo miró con curiosidad—. A pesar de eso, dudo que se haga una idea exacta. Me levantaba por las noches para vagar como alma en pena frente a mis libros. Les hablaba, acariciaba sus lomos entre juramentos de lealtad… Todo fue inútil. Un día tuve que tomar la decisión: sacrificar la mayor parte, conservando los ejemplares más queridos y valiosos… Ni usted ni nadie comprenderán nunca lo que fue aquello: mis libros pasto de los buitres.

—Me lo figuro —dijo Corso, a quien no le hubiera importado en absoluto oficiar en semejantes funerales.

—¿Se lo figura? No. Aunque viviese un siglo no podría. Separar unos de otros me costó dos meses de trabajo. Sesenta y un días de agonía, y también un acceso de fiebre que casi me mata. Por fin se los llevaron, y creí volverme loco… Lo recuerdo como si fuese ayer, aunque han transcurrido doce años.

—¿Y ahora?

El bibliófilo mostró su copa vacía, cual si aquello simbolizase algo.

—Desde hace tiempo tengo que recurrir otra vez a mis libros. Aunque no necesito gran cosa: vienen un día por semana a hacer limpieza, y la comida la suben desde el pueblo… Casi todo el dinero se lo llevan los impuestos que pago al Estado por conservar la quinta.

Dijo
Estado
como podía haber dicho roedores, o carcoma. Corso hizo una mueca comprensiva, echando otro vistazo a las paredes desnudas de la casa.

—Puede venderla también.

—En efecto —Fargas asintió con indiferencia—. Pero hay cosas que usted no comprende.

Corso se había inclinado para coger un infolio encuadernado en pergamino y lo hojeaba con interés.
De Symmetria
de Durero, París 1557, reimpresión de la primera latina de Nuremberg. En buen estado y con amplios márgenes. Aquello habría vuelto loco a Flavio La Ponte. Habría vuelto loco a cualquiera.

—¿Cada cuánto vende libros?

—Con dos o tres al año me basta. Después de dar muchas vueltas, escojo unvolumen y lo vendo. Ésa es la ceremonia a la que me referí antes, al abrir la puerta. Tengo un comprador, compatriota suyo, que viene un par de veces al año.

—¿Lo conozco? —aventuró Corso.

—Ignoro si lo conoce —fue la respuesta del bibliófilo, sin añadir nombre alguno—. Precisamente espero su visita de un día para otro, y cuando usted llegó me disponía a elegir víctima… —movió una de sus delgadas manos en el aire, imitando el movimiento de la guillotina mientras sonreía, desganado—. El que debe morir para que los otros sigan juntos.

Levantó Corso la vista hacia el techo, en busca de la inevitable analogía. Abraham, con una profunda grieta surcándole el rostro, hacía visibles esfuerzos por liberar su diestra, armada de puñal, que el ángel sujetaba con mano firme mientras, con la otra, dirigía una severa admonición al patriarca. Bajo el filo, inclinada la cabeza sobre una piedra, Isaac aguardaba resignado su destino. Era rubio y rosado, cual un efebo de los que nunca dicen no. Más allá había pintada una especie de oveja enredada en la zarza, y Corso votó mentalmente por indultar a la oveja.

—Imagino que no hay otra solución —dijo mirando al bibliófilo.

—Habría dado con ella… —Fargas sonrió con abierto rencor—. Pero el león exige su parte, los tiburones huelen la sangre y la carnaza. Por desgracia ya no queda gente como el conde de Artois, que fue rey de Francia. ¿Conoce la anécdota?… El viejo marqués de Paulmy tenía sesenta mil volúmenes y estaba arruinado. Para escapar de los acreedores vendió su biblioteca al conde de Artois, pero éste exigió que el anciano la conservara hasta su muerte. Así, con el dinero adquirido, Paulmy pudo comprar nuevos ejemplares, enriqueciendo una colección que ya no era suya…

Metía las manos en los bolsillos del pantalón y se paseaba junto a los libros, oscilante sobre la pierna inválida, mirándolos uno a uno. Parecía un enjuto y desastrado Montgomery que revistase sus tropas en El Alamein.

—A veces ni los toco ni los abro —se había detenido, inclinándose para reacomodar un volumen en su fila, sobre la vieja alfombra—. Me limito a quitarles el polvo y a contemplarlos durante horas. Conozco al detalle lo que hay bajo cada encuadernación… Fíjese en éste:
De revolutionis celestium
, Nicolás Copérnico. Segunda edición, Basilea, 1566. Una bagatela, ¿verdad?… Como la
Vulgata Clementina
que tiene a su derecha, entre los seis volúmenes de la
Políglota
de su compatriota Cisneros y el
Cronicarum
de Nuremberg. En ese otro lado, observe aquel curioso infolio:
Praxis criminis persequendi
de Simon de Colines, 1541. O esa encuadernación monástica con cuatro nervios y bullones que está mirando. ¿Sabe lo que hay dentro?…
La leyenda áurea
de Jacobo de la Vorágine, Basilea 1493, impresa por Nicolas Kesler.

Corso hojeó el libro. Era un ejemplar magnífico, también con los márgenes muy amplios. Lo devolvió a su sitio con cuidado antes de incorporarse limpiando las gafas con el pañuelo. Aquello podía arrancarle sudores al más frío.

—Usted no está bien de la cabeza. Si vendiera todo esto no tendría problemas económicos.

—Lo sé —Fargas se inclinaba para rectificar imperceptiblemente la posición del libro—. Pero si vendiera todo esto ya no tendría razón para seguir viviendo; luego me importaría un bledo carecer de problemas.

Corso indicó una fila de libros muy deteriorados. Había varios incunables y manuscritos, y ninguno era, por su encuadernación, posterior al siglo XVII.

—Tiene muchas ediciones antiguas de caballerías…

—Sí. Heredadas de mi padre. Su obsesión era reunir los noventa y cinco libros de la biblioteca de don Quijote, en especial los citados en el expurgo del cura… De él obtuve también ese curioso
Quijote
que ve junto a la primera edición de
Os Lusiadas
: un Ibarra de 1780 en cuatro tomos. Además de las láminas correspondientes, viene enriquecido con otras de impresión inglesa de la primera mitad del XVIII, seis aguadas originales y la partida de nacimiento de Cervantes facsimilada e impresa en vitela… Cada uno tiene sus obsesiones. La de mi padre, que fue diplomático y vivió muchos años en España, era Cervantes. En otros casos se trata de manías. Hay quien no tolera una restauración, aunque sea invisible, o nunca compra ejemplares numerados por encima del 50… Lo mío, ya se habrá dado cuenta, eran los intonsos. Recorría subastas y librerías con una regla de medir en la mano, y me temblaban las piernas si al abrir un volumen lo encontraba virgen o sin desbarbar… ¿Ha leído el cuento burlesco de Nodier sobre el bibliófilo? A mí me sucedía lo mismo. Hubiera apuñalado gustoso a los encuadernadores de guillotina fácil. Y descubrir un ejemplar con dos milímetros más de blanco de página que el descrito en las bibliografías canónicas era el colmo de mi felicidad.

—También de la mía.

—Enhorabuena, entonces. Lo saludo como a un hermano de culto.

—No se precipite. Mi interés no es estético, sino lucrativo.

—Da igual. Usted me cae bien. Soy de los que creen que, en cuestión de libros, la moralidad convencional no existe —estaba en el otro extremo de la habitación pero se inclinó un poco hacia Corso, con aire de confidencia—. ¿Sabe una cosa?… Como en esa leyenda que tienen ustedes, la del librero asesino de Barcelona, yo también sería capaz de matar por un libro.

—No se lo aconsejo. Se empieza por eso, que parece una minucia, y al final termina uno mintiendo, votando en las legislativas y cosas así.

—Incluso vende los propios libros.

—Incluso.

Fargas movía tristemente la cabeza; luego estuvo inmóvil un momento, arrugado el entrecejo por secretas reflexiones. Al volver en sí miró a Corso con detenimiento, largo rato.

—Lo que nos lleva —dijo al fin— a la cuestión que me ocupaba cuando usted llamó a la puerta… Cada vez que encaro el problema siento lo que un cura renegando de su fe… ¿Le sorprende que use la palabra sacrilegio?

—En absoluto. Supongo que se trata exactamente de eso.

Fargas se retorcía las manos con gesto atormentado. Su mirada se deslizó a su alrededor, por la habitación desnuda y los libros en el suelo, hasta detenerse otra vez en Corso. La sonrisa parecía una mueca postiza, que alguien hubiera pintado en su cara.

—Sí. El sacrilegio sólo se justifica en la fe… Un creyente es el único capaz de cometerlo y sentir, al tiempo que incurre en él, la dimensión terrible de su acto. Jamás experimentaríamos horror profanando una religión que nos causara indiferencia; sería blasfemar sin un dios dándose por aludido. Absurdo.

Corso no tuvo problemas en mostrarse de acuerdo.

—Sé a qué se refiere. Es el
Me has vencido, Galileo
de Juliano el Apóstata.

—Desconozco esa cita.

—Igual es apócrifa. Cierto hermano marista solía mencionarla cuando yo iba al colegio, alertándonos sobre los riesgos de irse por la tangente. Se terminaba acribillado a flechazos en el campo de batalla, escupiéndole sangre a un cielo sin dios.

Asintió el bibliófilo como si todo aquello le fuese extraordinariamente próximo. Latía algo singular en el extraño rictus de la boca, en la obsesionada fijeza de sus ojos.

—Así me siento yo ahora —dijo—. Me levanto, incapaz de dormir, y me planto aquí, resuelto a cometer una nueva profanación —mientras hablaba se había acercado a Corso, tanto que éste se vio a punto de retroceder un paso—. A pecar contra mí mismo y contra ellos… Toco un libro, me arrepiento, escojo otro y termino devolviéndolo a su sitio… Sacrificar uno para que los otros sigan unidos, desgajar una rama del tronco y seguir disfrutando el resto… —mostró la mano derecha—. Preferiría cortarme uno de estos dedos.

Al hacer el gesto su mano temblaba. Corso movió la cabeza. Era capaz de escuchar; eso formaba parte de su oficio. Incluso podía comprender. Pero no estaba dispuesto a asumir el juego; aquélla no era su guerra. Como habría dicho Varo Borja, él era un lansquenete a sueldo y se hallaba de visita. Lo que Fargas requería era un confesor o un psiquiatra.

—Nadie ofrecerá un escudo —dijo, en tono ligero— por una falange de bibliófilo.

La broma se perdió en el vacío inmenso que llenaba los ojos de su interlocutor. Éste miraba a través de Corso, sin verlo. En sus pupilas dilatadas y ausentes sólo había libros.

—¿Cuál elegir, entonces?… —prosiguió Fargas. Corso había metido la mano en el gabán para sacar un cigarrillo que en ese momento le ofrecía, pero el otro ignoraba el gesto, absorto, obsesionado, sin escuchar más que su propio discurso; ajeno a todo menos a las alucinaciones de su conciencia en suplicio—. Tras darle muchas vueltas he seleccionado dos candidatos —cogió dos libros del suelo y los puso en la mesa—. Diga qué le parecen.

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