Algunas pocas veces en la vida nos encontramos con libros excepcionales. Libros que se nos van imponiendo lentamente, que nos envuelven con su magia y que se instalan en nuestro corazón para no irse más.
Así es la historia que nos cuenta Jeannette Walls, una exitosa periodista que durante muchos años ocultó un gran secreto. El de su familia. Una familia al mismo tiempo profundamente disfuncional y tremendamente viva, vibrante. El padre, Rex, es un hombre carismático y entusiasta, que logra transmitir a sus hijos la pasión por vivir. Les enseña física, geología, les cuenta historias. Pero Rex es alcohólico, y cuando está borracho se convierte en una persona destructiva y poco de fiar. La madre es un espíritu libre, una pintora muy orgullosa de su arte que aborrece la idea de una vida convencional y que no está dispuesta a asumir la responsabilidad de criar a sus cuatro hijos.
La familia Walls es una familia errante. Viven aquí y allá y sobreviven como pueden. Los niños aprenden a cuidar de sí mismos, se protegen unos a otros, y finalmente consiguen salir del círculo infernal en que se convierte la familia para marcharse a Nueva York. En el camino quedan noches donde duermen al aire libre en el desierto, pueblos donde acuden por una semana a la escuela, vecinos que les ayudan y abusos de todo tipo.
El castillo de cristal es la historia conmovedora de una familia que ama y que también abandona, que es leal y al mismo tiempo decepciona. Es uno de esos libros después de cuya lectura uno no permanece igual sino que sale cambiado para siempre.
Jeannette Walls
El castillo de cristal
ePUB v1.0
Dirdam29.02.12
Título en inglés: «THE GLASS CASTLE»
Traducción de PABLO USABIAGA
Diseño de cubierta: ALEJANDRO COLUCCI
Edita: SANTILLANA EDICIONES GENERALES, S. L.
Primera edición: marzo de 2008
ISBN: 978-84-8365-073-8
Para John,
por haberme convencido de que toda persona
interesante tiene un pasado.
La oscuridad es un camino y la luz es un lugar.
El Cielo que nunca existió
ni existirá jamás es siempre verdadero.
Dylan Thomas, Poema en su cumpleaños
Una mujer en la calle
Estaba sentada en un taxi, preguntándome si no me habría emperifollado en exceso para la velada, cuando miré por la ventanilla y vi a mamá hurgando en un contenedor de basura. Acababa de oscurecer. El viento borrascoso de marzo azotaba el vapor que salía de las alcantarillas y la gente iba a toda prisa por las aceras, con los cuellos de los abrigos levantados. Estaba atrapada en un atasco a dos calles de la fiesta a la que me dirigía.
Mamá estaba a cinco metros. Se había puesto unos harapos alrededor de los hombros para protegerse del frío primaveral y revolvía en la basura mientras su perro, un terrier blanco y negro, jugueteaba a sus pies. Sus gestos me resultaban tan familiares: la manera de inclinar la cabeza y de curvar el labio inferior al estudiar los objetos potencialmente valiosos del contenedor, la forma en que sus ojos se agrandaban con regocijo infantil cuando encontraba algo que la atraía. Sus largos cabellos, enmarañados y apelmazados, estaban surcados de canas, y sus ojos se habían hundido profundamente en las órbitas, pero aun así me recordó a la madre que había sido cuando yo era una niña, arrojándose al agua desde los acantilados, pintando en el desierto y leyendo a Shakespeare en voz alta. Sus pómulos aún eran altos y firmes, pero su piel estaba apergaminada y enrojecida por todos esos inviernos y veranos, expuesta a la intemperie. La gente que pasaba por allí probablemente pensaría que era una más de los miles de sin techo de la ciudad de Nueva York.
Hacía una eternidad que tenía los ojos puestos en mamá, y cuando levantó la mirada fui presa del pánico ante la posibilidad de que me viera y me llamara a viva voz por mi nombre, y que alguien dirigiéndose a la misma fiesta nos encontrara juntas, mi madre se presentase y mi secreto quedara al descubierto.
Me incliné hacia delante en el asiento y le pedí al chófer que diera la vuelta y me llevara a mi casa, en Park Avenue.
El taxi se detuvo delante del edificio, el portero me sostuvo la puerta abierta y el ascensorista me llevó hasta el rellano de mi apartamento. Mi marido se había quedado hasta tarde en su trabajo, como casi todas las noches, y la casa estaba silenciosa, excepto por el taconeo de mis zapatos contra el suelo de madera encerado. Todavía estaba alterada por haber visto a mamá, por lo inesperado de cruzarme con ella, por verla hurgando alegremente en el contenedor. Puse algo de Vivaldi, con la esperanza de que la música me tranquilizara.
Miré a mi alrededor. Allí estaban los floreros de bronce y plata de principios de siglo y los viejos libros con los lomos ajados que encontré en los mercadillos. Me rodeaban los mapas de Georgia enmarcados, las alfombras persas y el mullidísimo sillón de piel en el que me gustaba hundirme al final de cada jornada. Había intentado organizar allí un hogar para mí, convertir el piso en la clase de lugar en el que viviría la persona que yo quería ser. Pero nunca podría disfrutar del salón si estaba inquieta pensando que mis padres podían estar acurrucados en una acera rebuscando en la basura. Ellos me preocupaban, pero también me hacían sentir angustia y vergüenza porque yo llevaba perlas y vivía en Park Avenue mientras que su mayor preocupación era no pasar frío y encontrar algo que comer.
¿Qué podía hacer? Ya había perdido la cuenta de las veces que intenté ayudarlos, pero papá insistía en que no necesitaban nada, y mamá se limitaba a pedirme alguna tontería, como un perfumador o que la matriculara en un gimnasio. Ellos decían que vivían como querían.
Tras haberme escabullido en el taxi para que mamá no me viera, me odié a mí misma: odié mis antigüedades, mi guardarropa y mi apartamento. Tenía que hacer algo, de modo que llamé a una amiga de mi madre y le dejé un mensaje. Era el sistema utilizado para mantenernos en contacto. Mamá siempre tardaba unos días en contestar, pero cuando volví a tener noticias de ella su voz sonó, como siempre, alegre y despreocupada, como si hubiéramos comido juntas el día anterior. Le dije que quería verla y que se pasara por mi piso, pero ella quería ir a un restaurante. Le encantaba comer fuera, de modo que quedamos en encontrarnos en su restaurante chino preferido.
Cuando llegué, ya estaba sentada a una mesa, examinando el menú. Había hecho un esfuerzo por arreglarse. Llevaba un grueso jersey gris, salpicado sólo de unas tenues manchas, y zapatos de hombre, de piel negra. Se había lavado la cara, pero el cuello y las sienes estaban oscurecidos por la mugre.
Me saludó de forma entusiasta tan pronto me vio.
—¡Es mi niña! —dijo a voz en grito. La besé en la mejilla. Se había llenado los bolsillos con todos los sobres de salsa de soja, salsa agridulce y mostaza picante encontrados sobre la mesa, y en aquel momento se dedicaba a echar en ellos los fideos secos de un cuenco de madera—. Un tentempié para después —explicó.
Hicimos nuestro pedido. Mamá se decanto por las delicias de marisco.
—Ya sabes que me encantan los mariscos —afirmó.
Empezó a hablar de Picasso. Había visto una exposición retrospectiva de su obra y concluyó que estaba sumamente sobrevalorado. Hasta donde ella podía juzgar, todo eso del cubismo era efectista. La verdad era que el pintor no había hecho nada que valiera la pena después de su época rosa.
—Estoy preocupada por ti —dije—. Dime qué puedo hacer para ayudarte.
Su sonrisa se desvaneció.
—¿Qué te hace pensar que necesito tu ayuda?
—No soy rica —dije—. Pero tengo algo de dinero. Dime qué necesitas.
Ella se quedó pensando un momento.
—Podría hacerme un tratamiento de electrólisis.
—Habla en serio.
—Estoy hablando en serio. Cuando una mujer tiene buen aspecto, se siente bien.
—Venga, mamá. —Sentí que mis hombros se ponían tensos. Siempre me sucedía lo mismo durante nuestras conversaciones—. Me refiero a algo que pudiera ayudarte a cambiar de vida, a mejorarla.
—¿Quieres cambiar mi vida? —preguntó ella—. Estoy estupendamente. Eres tú la que necesita ayuda. Tienes confundidos los valores.
—Mamá, te vi revolviendo en la basura en el East Village hace unos días.
—Y bien, la gente de este país es demasiado derrochona. Es mi forma de reciclar. —Dio un bocado a su delicia de marisco—. ¿Por qué no me saludaste?
—Estaba demasiado avergonzada, mamá. Me escondí.
Me apuntó con sus palillos.
—¿Lo ves? dijo . Ahí lo tienes. Eso es exactamente lo que estaba diciendo. Sientes pudor con demasiada facilidad. Tu padre y yo somos lo que somos. Acéptalo.
—¿Y qué se supone que debo decirle a la gente sobre mis padres?
—Limítate a decirles la verdad —contestó—. Es lo más sencillo.
El desierto
Yo estaba ardiendo.
Es el primer recuerdo que tengo. Tenía tres años y vivíamos en un camping de caravanas en un pueblo del sur de Arizona cuyo nombre nunca supe. Estaba de pie encima de una silla colocada contra la cocina y tenía puesto un vestido rosa comprado por mi abuela. El rosa era mi color favorito. La falda del vestido se elevaba como un tutú. A mí me gustaba girar frente al espejo, pensando que parecía una bailarina. Pero, en ese momento, lo que estaba haciendo con ese vestido puesto era cocinar unas salchichas. Miraba cómo se hinchaban y flotaban en el agua hirviendo mientras el sol de la mañana ya avanzada se filtraba por la pequeña ventana de la diminuta cocina.
Oía cantar a mamá en la habitación de al lado, trabajando en uno de sus cuadros.
Juju,
nuestro chucho negro, me miraba. Pinché una salchicha con un tenedor y me incliné para ofrecérsela. Estaba caliente, así que el animal le dio una tímida lametada, pero cuando volví a enderezarme para remover las salchichas sentí un calor abrasador en mi lado derecho. Me giré para ver de dónde venía y me di cuenta de que mi vestido ardía. Petrificada a causa del miedo, me quedé mirando cómo las llamas amarillentas convertían en jirones marrones la tela rosada de mi falda, devorándola a toda prisa y trepando hacia mi tripa. Entonces las llamas dieron un salto y alcanzaron mi rostro.
Grité. Sentía el olor de las quemaduras y oía el espantoso chisporroteo del fuego al chamuscarme los cabellos y las pestañas.
Juju
ladraba. Volví a gritar.
Mamá entró corriendo en la habitación.
—¡Mami, ayúdame! —chillé. Todavía estaba de pie sobre la silla, dando manotazos al fuego con el tenedor que había estado usando para revolver las salchichas.
Mi madre salió corriendo de la habitación y regresó con una de las mantas de excedentes del ejército, que yo detestaba porque su lana era muy áspera. Me envolvió con ella, tratando de sofocar las llamas. Papá había salido con el coche, de modo que mamá nos agarró a mí y a mi hermano menor, Brian, y nos llevó a toda prisa a la caravana de al lado. La mujer que vivía allí estaba tendiendo la colada. Tenía pinzas en la boca. Mamá, con una voz insólitamente tranquila, le explicó lo que había sucedido y le pidió por favor si nos podía llevar al hospital. La mujer dejó caer sus pinzas y la ropa al suelo de inmediato, y, sin decir una palabra, corrió hacia el coche.