Read El castillo de cristal Online

Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (6 page)

Traté de ser valiente, pero había oído algo. A la luz de la luna, me pareció apreciar un ligero movimiento.

—Hay algo ahí —susurré.

—Duérmete ya —me ordenó Lori.

Sosteniendo la almohada por encima de mi cabeza para protegerme, corrí al salón, donde papá leía.

—¿Qué sucede, Cabra Montesa? —preguntó. Él me llamaba así porque nunca me caía cuando escalaba las montañas, siempre decía que iba firme y segura sobre mis pies como una cabra montesa.

—Probablemente, nada —contesté—. Sólo que tal vez haya visto algo en la habitación. —Papá enarcó las cejas—. Pero probablemente no haya sido más que un producto de mi imaginación hiperactiva.

—¿Lo viste bien?

—La verdad es que no.

—Tienes que haberlo visto. ¿Era un viejo hijoputa peludo con los dientes y las zarpas más condenadamente fieros que existen?

—¡Eso es!

—¿Y tenía orejas puntiagudas y ojos diabólicos, con fuego en ellos, y te miraba de un modo perversamente maligno? —preguntó.

—¡Sí, sí! ¿Tú también lo has visto?

—¡Sí, señor, claro que lo he visto! ¡Es ese viejo Demonio, ese bastardo de malas pulgas!

Papá dijo que había perseguido al Demonio desde hacía años. Ahora, continuó, ese viejo Demonio se ha dado cuenta de que más le vale no meterse con Rex Walls. Pero si el taimado hijo de su madre se creía que iba a andar aterrorizando a la hijita de Rex Walls, como que se llamaba Rex, que iba a cambiar de idea.

—Ve a buscar mi cuchillo de caza —me pidió papá.

Le traje su cuchillo de mango de hueso tallado y hoja de acero alemán. Papá me dio una llave Stillson, y fuimos a buscar al Demonio. Miramos debajo de mi cama, en donde lo había visto, pero no estaba. Revisamos toda la casa: debajo de la mesa, en los rincones oscuros de los armarios, en la caja de herramientas e incluso en el exterior, en los botes de basura.

—¡Ven
p'acá,
Demonio gilipollas! —gritaba papá en la noche del desierto—. ¡Sal y muestra tu cara de culo, monstruo de barriga amarilla!

—¡Eso, ven
p'acá,
viejo Demonio malvado! —repetí yo, sacudiendo en la mano la llave Stillson—. ¡No te tenemos miedo!

Pero sólo se oía el sonido de los coyotes en la lejanía.

—Así es ese mierda de Demonio —dijo papá. Se sentó en el escalón de la entrada y encendió un cigarrillo, y luego me contó una historia de cuando el Demonio aterrorizó a una ciudad entera, y papá peleó con él en combate cuerpo a cuerpo, le mordió las orejas y le metió los dedos en los ojos. El viejo Demonio estaba aterrado porque era la primera vez que se cruzaba con alguien que no le temía—. El maldito viejo Demonio no sabía si creérselo o no —continuó papá, sacudiendo la cabeza con una risita. Eso era lo que había que recordar acerca de todos los monstruos: les encanta asustar a la gente, pero en el momento en que los miras fijamente, huyen con el rabo entre las piernas—. Todo lo que tienes que hacer, Cabra Montesa, es demostrarle al viejo Demonio que no tienes miedo.

• • •

En los alrededores de Midland no crecía mucho más que el árbol de Josué, los cactus y la hediondilla, ese arbusto del desierto, pequeño y achaparrado, que, según papá, era una de las plantas más viejas del planeta. Los tatarabuelos de la hediondilla tenían miles de años. Cuando llovía, despedían un desagradable olor a moho, para que no se las comieran los animales. En los alrededores de Midland sólo llovía cien milímetros cúbicos al año —más o menos lo mismo que en el norte del Sahara—, y el agua para consumo humano llegaba todos los días por tren, en contenedores especiales. Los únicos animales que podían sobrevivir en los alrededores de Midland eran esos bichos escamosos sin labios como los monstruos de Gila, los escorpiones y las personas como nosotros.

Un mes después de habernos mudado a Midland, a
Juju
lo mordió una serpiente de cascabel, y se murió. Lo enterramos cerca del árbol de Josué. Casi podría decirse que fue la única vez que vi llorar a Brian. Pero tuvimos montones de gatos que nos hacían compañía. Demasiados, de hecho. Rescatamos a muchos de ellos desde que arrojamos a
Quijote
por la ventanilla, y a la mayoría les había dado por tener gatitos, hasta el punto de que tuvimos que deshacernos de algunos. No teníamos muchos vecinos para poder regalarlos, así que papá los ponía en un saco de arpillera y los llevaba en el coche hasta un estanque construido por la compañía minera para refrigerar la maquinaria. Le miraba cargar el maletero del coche con aquellos sacos que se movían y maullaban.

—No me parece bien —le decía a mamá—. Nosotros los rescatamos. Ahora vamos a matarlos.

—Les hemos dado un poco de tiempo extra sobre este planeta —replicaba mamá—. Deberían estar agradecidos por ello.

• • •

Finalmente, papá consiguió un empleo en la mina de yeso; tenía que escarbar para extraer las rocas blancas que se trituraban para obtener el polvo usado para revestir y enlucir paredes. Cuando volvía a casa estaba cubierto de polvo de yeso, y a veces jugábamos a los fantasmas, y nos perseguía. Además traía sacos de yeso. Mamá lo mezclaba con agua para hacer esculturas de la Venus de Milo con un molde de goma comprado por correo. A mamá la apenaba que la mina estuviera destruyendo tantas rocas blancas. Decía que eran verdadero mármol, que merecían mejor destino y que, con sus esculturas, al menos las inmortalizaba, si no a todas, por lo menos a algunas.

Mamá se quedó embarazada. Todos esperábamos que fuera un niño, así Brian tendría a alguien con quien jugar aparte de mí. Cuando llegara el momento en que mamá fuera a dar a luz, el plan de papá era trasladarnos a Blythe, a treinta kilómetros al sur, una ciudad tan grande que tenía dos cines y dos prisiones federales.

Mientras tanto, mamá se dedicó plenamente a su actividad artística. Trabajaba en sus cuadros al óleo, acuarelas, carboncillos, bocetos a plumilla y tinta, esculturas de arcilla y alambre, serigrafías y bloques de madera. No tenía un estilo definido; algunos de sus cuadros eran lo que ella denominaba primitivos, otros impresionistas y abstractos, otros realistas.

—No quiero que me encasillen —le gustaba decir.

Mamá también era escritora y siempre estaba mecanografiando sus novelas, cuentos, obras de teatro, poemas, fábulas y libros infantiles, ilustrados por ella misma. Su forma de escribir era muy creativa. Su ortografía también. Necesitaba un corrector de pruebas, y cuando Lori tenía sólo siete años revisaba los manuscritos de mamá, buscando los errores.

Mientras estuvimos en Midland, mamá pintó decenas de variaciones y estudios sobre el árbol de Josué. Íbamos con ella, y nos daba lecciones de arte. Una vez vi un retoño minúsculo de árbol de Josué no muy lejos del viejo árbol. Quise desenterrarlo y replantarlo cerca de nuestra casa. Le dije a mamá que lo protegería del viento y lo regaría todos los días, para que creciera fuerte, alto y erguido.

Mamá frunció el ceño.

—Estarías destruyendo aquello que lo hace especial —señaló—. Es la lucha del árbol de Josué lo que le proporciona su belleza.

Nunca creí en papá Noel.

Ninguno de nosotros creía. Mamá y papá se negaron a consentírnoslo. No podían permitirse el lujo de pagar regalos caros. No querían que creyésemos que no éramos tan buenos niños como los demás, que el día de Navidad encontraban por la mañana toda clase de juguetes magníficos bajo el árbol, supuestamente dejados por Papá Noel. Así que nos revelaron que el resto de los niños eran engañados por sus padres, quienes afirmaban que los juguetes eran fabricados por pequeños elfos con gorros de cascabeles en su taller del Polo Norte, pero, en realidad, tenían etiquetas con un claro
Made in Japan.

—No miréis con aires de suficiencia a esos otros niños —advertía mamá—. No es culpa suya que les hayan lavado el cerebro para creer en estúpidos mitos.

La Navidad la celebrábamos, pero normalmente lo hacíamos una semana después del 25 de diciembre, cuando uno podía encontrar lazos y papel de regalo tirados por la gente, árboles de Navidad arrojados a un lado de la carretera, que aún conservaban la mayor parte de las agujas e incluso algunas guirnaldas plateadas colgando. Mamá y papá nos regalaban una bolsa de canicas, una muñeca o un tirachinas que conseguían muy baratas en las rebajas que seguían a las fiestas.

Papá perdió su trabajo en la mina de yeso después de tener una discusión con el capataz, y cuando ese año llegó la Navidad no teníamos un centavo. En Nochebuena papá nos llevó bajo la noche del desierto, pero uno a uno. Yo estaba envuelta con una manta y, cuando llegó mi turno, le ofrecí a papá compartirla con él, pero dijo que no, agradeciéndomelo. Nunca sentía frío. Yo tenía cinco años. Me senté a su lado y miramos hacia arriba, al cielo. A papá le encantaba hablar de las estrellas. Explicaba cómo rotaban a través del cielo nocturno, al girar la Tierra. Nos enseñó a identificar las constelaciones y a orientarnos mediante la Estrella Polar. Esas estrellas brillantes, le gustaba señalar, eran uno de los placeres que podía permitirse la gente como nosotros, alejada de la civilización. Las personas ricas de las ciudades, decía, vivían en apartamentos suntuosos, pero su aire estaba tan contaminado que ni siquiera podían ver las estrellas. Tendríamos que estar chalados para querer cambiar nuestro lugar por el de cualquiera de ellos.

—Escoge tu estrella favorita —dijo papá esa noche. Me explicó que podía conservarla para siempre, que era mi regalo de Navidad.

—¡No puedes darme una estrella! —exclamé—. ¡Las estrellas no son de nadie!

—Así es —asintió papá—. No le pertenecen a nadie más. Tienes que reclamar la tuya antes de que lo haga cualquier otra persona, como hizo ese
macarroni
de Colón, que reclamó América para la reina Isabel. Reclamar una estrella como tuya propia tiene absoluta coherencia lógica.

Reflexioné sobre ello y me di cuenta de que papá tenía razón. Siempre se le ocurrían cosas como ésa.

Podía tener la estrella que quisiera, aseguró papá, a excepción de Betelgeuse y de Rigel, porque Lori y Brian ya las habían elegido para ellos.

Alce la mirada hacia las estrellas y traté de determinar cuál era la mejor. Podían verse cientos, tal vez miles o incluso millones, titilando en el claro cielo del desierto. Cuanto más se miraba y más se adaptaban los ojos a la oscuridad, más estrellas se apreciaban; capa tras capa se hacían progresivamente visibles. Había una en particular, al Oeste, por encima de las montañas pero un poco más baja en el cielo, que centelleaba con más brillo que todas las demás.

—Quiero ésa —dije.

Papá sonrió burlón.

—Ésa es Venus —me informó.

Venus era sólo un planeta, prosiguió, un astro más bien de mala muerte comparado con las estrellas de verdad. El pobre viejo Venus ni siquiera daba su propia luz, dijo papá. Sólo resplandecía por la luz reflejada. Me explicó que los planetas brillaban porque la luz reflejada era permanente, mientras que las estrellas titilaban porque emitían pulsos de luz.

—La quiero igualmente —dije. Ya admiraba a Venus incluso antes de Navidad. Se veía cuando empezaba a anochecer, resplandeciendo en el horizonte occidental, y si me levantaba temprano, todavía estaba allí por la mañana, cuando todas las estrellas habían desaparecido.

—Qué demonios —admitió papá—. Es Navidad. Puedes quedarte con un planeta si eso es lo que quieres.

Y me regaló Venus.

Esa noche, después de la cena de Navidad, todos conversamos acerca del espacio exterior. Papá nos explicó lo que eran los años luz, los agujeros negros y los quásares, y nos contó las especiales cualidades que tenían Betelgeuse, Rigel y Venus.

Betelgeuse era una estrella roja a hombros de la constelación de Orión. Una de las más grandes que podían verse en el cielo, cientos de veces más grande que el Sol. Había ardido resplandecientemente durante millones de años; pronto se convertiría en una supernova y terminaría apagándose. Me puse triste porque Lori había elegido una estrella miserable, pero papá nos explicó que cuando uno estaba hablando de estrellas, «pronto» significaba cientos de miles de años.

Rigel era una estrella azul, más pequeña que Betelgeuse, continuó papá, pero aún más brillante. También estaba en Orión: era su pie derecho, lo que parecía apropiado, ya que Brian era un corredor muy veloz.

Venus no tenía lunas ni satélites, ni siquiera un campo magnético, pero poseía una atmósfera en cierta manera similar a la de la Tierra, excepto que estaba supercaliente, más o menos a doscientos cincuenta grados.

—De modo —continuó papá—, que cuando el Sol empiece a apagarse y la Tierra se vuelva fría, todos los de aquí querrán trasladarse a Venus para tener un poco de calor. Pero, para ello, tendrán que obtener primero el permiso de tus descendientes.

Luego nos reímos de los niños que creían en el mito de Papá Noel, que recibirían como regalo de Navidad nada más que un puñado de juguetes baratos de plástico.

—Dentro de muchos años, cuando los cachivaches que les han regalado estén rotos y olvidados desde hace mucho tiempo —aseguró papá—, vosotros todavía tendréis vuestras estrellas.

Durante el crepúsculo, cuando el sol ya se deslizaba detrás de los montes Palen, salían los murciélagos y daban vueltas por el cielo sobre las casuchas de Midland. La anciana que vivía al lado de casa nos advirtió que nos mantuviéramos alejados de los murciélagos. Los llamaba ratas voladoras. Nos contó que una vez uno se le enredó en el pelo, se puso frenético y le arañó todo el cuero cabelludo. Pero a mí me encantaban esos pequeños y feos animalillos y su forma de volar como dardos, batiendo furiosos las alas. Papá nos explicó que tenían detectores por sónar como los que había en los submarinos atómicos. Brian y yo les arrojábamos piedrecillas, esperando que se creyeran que eran bichos y se las comieran, y que el peso de las piedrecillas los derribara y así pudiéramos adoptarlos como mascotas, atándoles un largo cordón a su garra para permitirles seguir volando. Quería entrenar a uno para que se colgara cabeza abajo de mi dedo. Pero esos malditos bichos eran demasiado listos y no cayeron en nuestra trampa.

Los murciélagos estaban allí fuera, tirándose en picado y chillando, cuando dejamos Midland para irnos a Blythe. Ese día, muy temprano, mamá nos dijo que el bebé había decidido que ya era lo suficientemente grande y saldría pronto para unirse a la familia. Cuando estábamos en la carretera, papá y mamá tuvieron una tremenda pelea sobre el número de meses que mamá llevaba embarazada. Mamá decía que estaba en el décimo mes. Papá, que aquel mismo día, a primera hora, le había reparado la transmisión del coche a alguien y había utilizado el dinero ganado para comprar una botella de tequila, aseguró que probablemente ella había perdido en algún momento la cuenta de los meses.

Other books

Seeing Clearly by Casey McMillin
People of the Silence by Kathleen O'Neal & Gear Gear, Kathleen O'Neal & Gear Gear
Pedernal y Acero by Ellen Porath
Fair Game by Stephen Leather


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024