—Mis periodos de gestación siempre son más largos que los de la mayor parte de las mujeres —afirmó mamá—. Lori estuvo en mi vientre durante catorce meses.
—¡Y una mierda! —exclamó papá—. A menos que Lori sea medio elefante.
—¡No te rías de mí ni de mis hijos! —gritó mamá—. Algunos bebés resultan prematuros. Los míos fueron todos
posmaturos.
Por eso son tan listos. Sus cerebros tuvieron más tiempo para desarrollarse.
Papá dijo algo acerca de los monstruos de la naturaleza, y mamá replicó que el Señor-Sabihondo-que-se-las-sabe-todas se negaba a creer que ella era un caso especial. Papá contraatacó con algo acerca de que la gestación del Santo Señor Jesucristo en una condenada entrepierna no duró todo ese tiempo. Mamá se disgustó por la blasfemia de papá, alargó su pie hacia el lado del conductor y dio un pisotón en el freno. En medio de la noche, mamá salió disparada del coche y se fue corriendo hacia la oscuridad.
—¡Maldita zorra loca! —gritó papá—. ¡Vuelve a meter tu condenado culo en este coche!
—¡Oblígame a hacerlo, Señor Tío Duro! —chilló ella mientras huía corriendo.
Papá giró con brusquedad el volante y salió de la carretera, conduciendo hacia el desierto en la oscuridad detrás de mamá. Lori, Brian y yo nos abrazamos para sujetarnos, como hacíamos siempre que papá emprendía una persecución salvaje en la que, ya sabíamos por experiencia, iban a empezar los saltos y sacudidas.
Papá llevaba la cabeza asomada por la ventanilla mientras conducía, chillándole a mamá, llamándola «puta estúpida» y «coño hediondo», y ordenándole regresar al coche. Mamá se negaba. Iba por delante de nosotros, apareciendo y desapareciendo detrás de los arbustos del desierto. Como nunca soltaba tacos, le gritaba a papá cosas como «cabeza hueca» y «fulano borrachín insignificante». Papá detuvo el coche, luego pisó el acelerador a fondo y soltó el embrague. Parecíamos un proyectil apuntando a mamá, que gritó y saltó apartándose a un lado. Papá dio la vuelta y volvió a repetirlo.
Era una noche sin luna, de modo que no veíamos a mamá excepto cuando se cruzaba en el haz de luz de los faros. Miraba por encima del hombro, con los ojos abiertos de par en par como los de un animal perseguido. Nosotros llorábamos y le rogábamos a papá que se detuviera, pero él no nos hizo caso. Yo estaba más preocupada por el bebé dentro del vientre hinchado de mamá que por ella misma. El coche rebotaba en los agujeros y las piedras, los arbustos arañaban los costados y por las ventanillas abiertas entraba el polvo. Finalmente, papá arrinconó a mamá contra unas rocas. Tenía miedo de que la aplastara con el coche, pero se bajó, la trajo a rastras —le temblaban las piernas— y la arrojó al interior del coche. Volvimos ruidosamente a la carretera a través del desierto. Todos guardamos silencio, menos mamá, que decía entre sollozos que había tenido a Lori catorce meses en su vientre.
• • •
Mamá y papá hicieron las paces al día siguiente, y hacia el final de la tarde mamá le estaba cortando el pelo en el salón del apartamento alquilado en Blythe. Él se quitó la camisa y se sentó en la silla, echado hacia atrás, con la cabeza inclinada y los cabellos peinados hacia adelante. Mamá le cortaba con las tijeras los mechones y papá indicaba las partes todavía demasiado largas. Cuando terminaron, papá se peinó hacia atrás y anunció que mamá había hecho un estupendo y fino trabajo de esquilado.
Nuestro apartamento estaba en un edificio de bloques de cemento de una sola planta, en las afueras de la ciudad. Tenía un enorme cartel ovalado de plástico azul y blanco, cuyo letrero en forma de bumerang rezaba: APARTAMENTOS LBJ. Creí que se refería a Lori, Brian y Jeannette, pero mamá dijo que LBJ eran las iniciales del presidente, quien, agregó, era un bandido y un militarista. En los apartamentos LBJ tenían alquiladas habitaciones unos pocos camioneros y vaqueros, pero la mayoría de la gente que vivía allí eran obreros inmigrantes con sus familias, a los que oíamos hablar a través de las delgadas paredes de cartón piedra. Mamá decía que ésa era una de las ventajas de vivir en los apartamentos LBJ, ya que, gracias a ello, aprenderíamos un poco de español sin necesidad de estudiar.
Blythe estaba en California, pero el límite con Arizona se situaba a tiro de piedra. A la gente que vivía allí le gustaba decir que la ciudad estaba a doscientos cincuenta kilómetros al oeste de Phoenix, a cuatrocientos kilómetros al este de Los Ángeles, justo en medio de la nada. Siempre lo comentaban como si estuvieran alardeando.
A mamá y papá no es que les chiflara vivir en Blythe. Demasiado civilizado, decían, y descaradamente antinatural, también, dado que no tenía el menor sentido que existiera una ciudad del tamaño de Blythe en el desierto de Mojave. Quedaba cerca del río Colorado y fue fundada en el siglo XIX por algún tipo que imaginó que se haría rico convirtiendo el desierto en tierras de cultivo, para lo cual excavó unas cuantas acequias desviando agua del río Colorado para cultivar lechugas, uvas y brócoli allí mismo, en medio de los cactus y artemisas. Cada vez que pasábamos con el coche por una de esas granjas, con sus acequias anchas como un foso, papá se indignaba.
—Es una condenada perversión de la naturaleza —rezongaba—. Si quieren vivir en tierras de cultivo, que muevan su triste culo a Pensilvania. Si quieren vivir en el desierto, que coman higos de nopal, no esa mariconada de lechuga tierna.
—Así es —asentía mamá—. Además, los higos de nopal tienen más vitaminas.
Vivir en una gran ciudad como Blythe significaba tener que usar zapatos y también ir a la escuela.
La escuela no estaba tan mal. Estaba en primer curso, y mi maestra, la señorita Cook, siempre me elegía para leer en voz alta cuando venía el director a las clases. Mis compañeros no me apreciaban demasiado, porque era alta, pálida, delgaducha y siempre levantaba la mano demasiado rápido, agitándola frenéticamente en el aire cada vez que la señorita Cook hacía una pregunta. Unos días después de haber empezado la escuela, cuatro chicas mexicanas me siguieron a casa y me empujaron en un callejón cerca de los apartamentos LBJ. Me golpearon bastante fuerte, me tiraron del pelo, desgarraron mi ropa y me llamaron «pelota» y «palo de escoba».
Esa noche llegué a casa con las rodillas y los codos llenos de arañazos y un labio reventado.
—Parece que has tenido una pelea —dijo papá. Estaba sentado a la mesa, desmontando un despertador con Brian.
—Sólo una pequeña disputa —contesté yo. Ésa era la palabra que usaba siempre papá cuando había tenido una riña.
—¿Cuántos eran?
—Seis —mentí.
—¿Cómo está ese labio partido? —preguntó.
—¿Ese rasguño de
na?
—pregunte—. Tendrías que haber visto lo que les hice a ellas.
—¡Ésa es mi niña! —exclamó papá, y volvió a ocuparse del reloj; pero Brian se quedó mirándome.
Al día siguiente, cuando llegué al callejón, estaban las chicas mexicanas esperándome. Antes de que pudieran atacar, Brian saltó de detrás de un matojo de artemisas, blandiendo una rama de yuca. Brian era más bajito que yo e igual de delgaducho, tenía pecas en la nariz y cabellos de color ladrillo, que le caían sobre los ojos. Llevaba unos pantalones heredados de mí, que, a su vez, antes habían sido de Lori, medio caídos, de los que siempre asomaba su trasero huesudo.
—Ahora, echaos todas para atrás, para que podáis iros con los brazos y piernas todavía pegados al cuerpo —amenazó Brian. Era otra de las frases de papá.
Las mexicanas se quedaron mirándole sorprendidas antes de estallar en carcajadas. Luego lo rodearon. Brian se las arregló solo bastante bien para mantenerlas a raya, hasta que la rama de yuca se rompió. Entonces, desapareció bajo una lluvia de puños y patadas. Agarré la piedra más grande que encontré y golpeé con ella en la cabeza a una de las niñas. Por el modo como me vibró el brazo, creí que le había roto el cráneo. La chica cayó de rodillas. Una de sus amigas me arrojó al suelo de un empujón y me dio una patada en la cara, luego todas salieron corriendo; la que golpeé iba con la mano en la cabeza mientras corría a trompicones.
Brian y yo nos incorporamos y nos quedamos sentados. Su rostro estaba cubierto de arena. Cuanto podía ver de él eran sus ojos azules asomando entre la arena y las manchas de sangre que se filtraban a través de ella. Quise abrazarlo, pero eso hubiera sido una escena un poco absurda. Brian se puso de pie y me hizo un gesto para que le siguiera. Trepamos por un hueco en una alambrada que había descubierto esa mañana y corrimos hacia la granja de lechugas junto al edificio de apartamentos. Fui tras él, atravesando las hileras de enormes hojas verdes, y al final nos dimos un festín: hundimos la cara en los enormes cogollos de lechuga húmeda y comimos hasta que nos dolió la tripa.
—Supongo que las hemos ahuyentado como Dios manda —le dije a Brian.
—Eso creo —convino él.
Nunca le gustó fardar, pero me di cuenta de que estaba orgulloso de haberse enfrentado a cuatro niñas mayores y más fuertes, aunque fueran mujeres.
—¡Guerra de lechugas! —gritó Brian, arrojándome un cogollo medio comido como si fuera una granada. Corrimos a lo largo de los surcos, arrancando cogollos y lanzándonoslos. Un avión fumigador pasó por encima de nosotros. Lo saludamos sacudiendo los brazos cuando sobrevoló la plantación. De la parte trasera del avión salía una nube, y nuestras cabezas quedaron espolvoreadas con un fino polvo blanco.
• • •
Dos meses después de trasladarnos a Blythe, cuando mamá dijo que llevaba doce meses de embarazo, dio a luz finalmente. Estuvo en el hospital durante dos días, y luego fuimos en el coche a recogerla. Papá nos dejó esperando en el vehículo con el motor en marcha, mientras iba a buscar a mamá. Mamá venía meciendo un paquetito en sus brazos, riendo tontamente, como sintiéndose culpable, como si hubiera robado una barra de chocolate de una tienda barata. Imaginé que le habían dado el alta al estilo Rex Walls.
—¿Qué es? —preguntó Lori cuando nos íbamos a toda velocidad.
—Una niña —dijo mamá.
Mamá me puso al bebé en brazos. Yo iba a cumplir seis años dentro de pocos meses, y mamá dijo que era lo suficientemente madura como para tenerlo en brazos hasta llegar a casa. El bebé era rosado y arrugado, pero extraordinariamente hermoso, con unos ojazos azules, unos mechones de suaves cabellos rubios y las uñas más diminutas que había visto jamás. Se agitaba con movimientos desconcertados, nerviosos, como si no pudiera comprender por qué ya no estaba en el vientre de mamá. Le prometí cuidarle siempre.
El bebé estuvo semanas sin nombre. Mamá dijo que primero quería estudiar el asunto, igual que hacía con el tema de un cuadro. Tuvimos un montón de discusiones acerca del nombre. Yo quería que la llamáramos Rosita, por la chica más bonita de mi clase, pero mamá lo descartó diciendo que era un nombre demasiado mexicano.
—Se suponía que no teníamos prejuicios —observé.
—No son prejuicios —replicó mamá—. Es una cuestión de poner la etiqueta adecuada.
Nos contó que nuestras dos abuelas se enfadaron porque no nos habían puesto sus nombres ni a Lori ni a mí, así que decidió llamar al bebé Lilly Ruth Maureen. Lilly era el nombre de la madre de mamá, y Erma Ruth era el de la madre de papá. Pero al bebé le llamaríamos Maureen, un nombre que le gustaba a mamá porque era un diminutivo de Mary, así que, de este modo, el bebé también llevaría su propio nombre, aunque nadie lo sabría. Eso, nos dijo papá, dejaría contentos a todos menos a su madre, que odiaba el nombre de Ruth y quería que el bebé se llamara Erma, y a la madre de mamá, que detestaría que su tocaya compartiera nombre con el de la madre de papá.
Unos meses después de haber nacido Maureen, un policía quiso detenernos porque las luces de freno de la Vagoneta Verde no funcionaban. Papá salió disparado. Dijo que si la poli nos paraba, descubrirían que el coche no estaba registrado ni tenía seguro y que la placa de la matrícula la habíamos sacado de otro coche, y nos arrestarían a todos. Después de salir a toda velocidad por la carretera, papá hizo un chirriante giro en U; sentimos como si el coche fuera a volcar de lado. Pero el policía hizo lo mismo. Papá huyó a través de Blythe a ciento cincuenta kilómetros por hora, se saltó un semáforo en rojo, se metió en dirección prohibida por una calle; los otros coches se apartaban, haciendo sonar el claxon. Dio unas cuantas vueltas más, hasta que se metió en un callejón donde encontró un garaje vacío en el que escondernos.
Oímos el ruido de la sirena a un par de calles; luego se apagó. Papá dijo que dado que la Gestapo iba a estar pendiente de la Vagoneta Verde, tendríamos que dejarla en el garaje y volver andando a casa.
Al día siguiente, anunció que en Blythe las cosas ardían, así que otra vez volvimos a la carretera. Esta vez, sabía adónde íbamos. Había investigado un poco y se había decidido por un pueblo del norte de Nevada llamado Battle Mountain. En Battle Mountain había oro, nos aseguró, y él tenía intención de ir a por él con el Prospector. Finalmente, daríamos el gran golpe y nos haríamos ricos.
Mamá y papá alquilaron una enorme furgoneta. Mamá nos explicó que, dado que sólo ella y papá cabían en la parte delantera, a Lori, a Brian, a Maureen y a mí nos dejarían viajar en la parte trasera. Sería divertido, dijo mamá, una verdadera aventura, pero no habría luz, así que usaríamos todos nuestros recursos para entretenernos los unos a los otros. Además, no se nos permitiría hablar. Era ilegal viajar en la parte trasera, y si cualquiera nos oía podría llamar a la poli. Mamá añadió que el viaje duraría unas catorce horas si íbamos por la carretera, aunque había que añadir un par de horas más, pues nos desviaríamos para contemplar algunos paisajes pintorescos.
Empaquetamos lo que teníamos. No era mucho: algunas partes para el Prospector, un par de sillas, los cuadros al óleo de mamá y sus materiales. Cuando estuvimos listos para partir, mamá envolvió a Maureen en una manta color lavanda y me la pasó a mí; nos subimos a la parte posterior de la furgoneta. Papá cerró las puertas. Estaba como la boca del lobo y el aire olía a rancio y a polvo. Nos sentamos en el suelo forrado de madera, sobre unas mantas manchadas y raídas utilizadas para envolver los muebles; usamos las manos para saber dónde estaban los demás.
—Aquí empieza la aventura —susurré.
—¡Shhh! —dijo Lori.
La furgoneta se puso en marcha y avanzó dando bandazos. Maureen dejó escapar un sonoro y agudo berrido. Traté de hacerla callar, la mecí, dándole palmaditas, pero seguía llorando. Así que se la pasé a Lori, quien le habló entre arrullos al oído y le contó chistes. Tampoco funcionó, así que le rogamos a Maureen que por favor dejara de llorar. Al final, nos limitamos a taparnos los oídos con las manos.