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Authors: Miguel Delibes

El camino (20 page)

Se confortó un poco tanteando en su bolsillo un cuproníquel con el agujerito en medio. Cuando concluyese el entierro iría a la tienda de Antonio, el Buche, a comprarse un adoquín. Claro que a lo mejor no estaba bien visto que se endulzase así después de enterrar a un buen amigo. Habría de esperar al día siguiente.

Descendían ya la varga por su lado norte, hacia el pequeño camposanto del lugar. Bajo la iglesia, los tañidos de las campanas adquirían una penetración muy viva y dolorosa. Doblaron el recodo de la parroquia y entraron en el minúsculo cementerio. La puerta de hierro chirrió soñolienta y enojada. Apenas cabían todos en el pequeño recinto. A Daniel, el Mochuelo, se le aceleró el corazón al ver la pequeña fosa, abierta a sus pies. En la frontera este del camposanto, lindando con la tapia, se erguían adustos y fantasmales, dos afilados cipreses. Por lo demás, el cementerio del pueblo era tibio y recoleto y acogedor. No había mármoles, ni estatuas, ni panteones, ni nichos, ni tumbas revestidas de piedra. Los muertos eran tierra y volvían a la tierra, se confundían con ella en un impulso directo, casi vicioso, de ayuntamiento. En derredor de las múltiples cruces, crecían y se desarrollaban los helechos, las ortigas, los acebos, la hierbabuena y todo género de hierbas silvestres. Era un consuelo, al fin, descansar allí, envuelto día y noche en los aromas penetrantes del campo.

El cielo estaba pesado y sombrío. Seguía lloviznando. Y el grupo, bajo los paraguas, era una estampa enlutada de estremecedor y angustioso simbolismo. Daniel, el Mochuelo, sintió frío cuando don José, el cura, que era un gran santo, comenzó a rezar responsos sobre el féretro depositado a los pies de la fosa recién cavada. Había, en torno, un silencio abierto sobre cien sollozos reprimidos, sobre mil lágrimas truncadas, y fue entonces cuando Daniel, el Mochuelo, se volvió, al notar sobre el calor de su mano el calor de una mano amiga. Era la Uca-uca. Tenía la niña un grave gesto adosado a sus facciones pueriles, un ademán desolado de impotencia y resignación. Pensó el Mochuelo que le hubiera gustado estar allí solo con el féretro y la Uca-uca y poder llorar a raudales sobre las trenzas doradas de la chiquilla; sintiendo en su mano el calor de otra mano amiga. Ahora, al ver el féretro a sus pies, lamentó haber discutido con el Tiñoso sobre el ruido que las perdices hacían al volar, sobre las condiciones canoras de los rendajos o sobre el sabor de las cicatrices. Él se hallaba indefenso, ahora, y Daniel, el Mochuelo, desde el fondo de su alma, le daba, incondicionalmente, la razón. Vibraba con unos acentos lúgubres la voz de don José, esta tarde, bajo la lluvia, mientras rezaba los responsos:

—Kirie, eleison. Christie, eleison. Kirie, eleison. Pater noster qui es in caelis...

A partir de aquí, la voz del párroco se hacía un rumor ininteligible. Daniel, el Mochuelo, experimentó unas ganas enormes de llorar al contemplar la actitud entregada del zapatero. Viéndole en este instante no se dudaba de que jamás Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», volvería a mirar las pantorrillas de las mujeres. De repente, era un anciano tembloteante y extenuado, sexualmente indiferente. Cuando don José acabó el tercer responso, Trino, el sacristán, extendió una arpillera al lado del féretro y Andrés arrojó en ella una peseta. La voz de don José se elevó de nuevo:

—Kirie, eleison. Christie, eleison. Kirie, eleison. Pater noster qui es in caelis...

Luego fue el Peón quien echó unas monedas sobre la arpillera, y don José, el cura, que era un gran santo, rezó otro responso. Después se acercó Paco, el herrero, y depositó veinte céntimos, y más tarde, Quino, el Manco, arrojó otra pequeña cantidad. Y luego Cuco, el factor, y Pascualón, el del molino, y don Ramón, el alcalde, y Antonio, el Buche, y Lucas, el Mutilado, y las cinco Lepóridas, y el ama de don Antonino, el marqués, y Chano y todos y cada uno de los hombres y las mujeres del pueblo y la arpillera iba llenándose de monedas livianas, de poco valor, y a cada dádiva, don José, el cura, que era un gran santo, contestaba con un responso, como si diera las gracias.

—Kirie, eleison. Christie, eleison. Kirie, eleison. Pater noster qui es in caelis...

Daniel, el Mochuelo, aferraba crispadamente su cuproníquel, con la mano embutida en el bolsillo del pantalón. Sin querer, pensaba en el adoquín de limón que se comería al día siguiente, pero, inmediatamente, relacionaba el sabor de su presunta golosina con el letargo definitivo del Tiñoso y se decía que no tenía ningún derecho a disfrutar un adoquín de limón mientras su amigo se pudría en un agujero. Extraía ya lentamente el cuproníquel, decidido a depositarlo en la arpillera, cuando una voz interior le contuvo: «¿Cuánto tiempo tardarás en tener otro cuproníquel, Mochuelo?». Le soltó compelido por un sórdido instinto de avaricia. De improviso rememoró la conversación con el Tiñoso sobre el ruido que hacían las perdices al volar y su pena se agigantó de nuevo. Ya Trino se inclinaba sobre la arpillera y la agarraba por las cuatro puntas para recogerla, cuando Daniel, el Mochuelo, se desembarazó de la mano de la Uca-uca y se adelantó hasta el féretro:

—¡Espere! —dijo.

Todos los ojos le miraban. Notó Daniel, el Mochuelo, en sí, las miradas de los demás, con la misma sensación física que percibía las gotas de la lluvia. Pero no le importó. Casi sintió un orgullo tan grande como la tarde que trepó a lo alto de la cucaña al sacar de su bolsillo la moneda reluciente, con el agujerito en medio, y arrojarla sobre la arpillera. Siguió el itinerario de la moneda con los ojos, la vio rodar un trecho y, luego, amontonarse con las demás produciendo, al juntarse, un alegre tintineo. Con la voz apagada de don José, el cura, que era un gran santo, le llegó la sonrisa presentida del Tiñoso, desde lo hondo de su caja blanca y barnizada.

—Kirie, eleison. Christie, eleison. Kirie, eleison. Pater noster qui es in caelis...

Al concluir don José, bajaron la caja a la tumba y echaron mucha tierra encima. Después, la gente fue saliendo lentamente del camposanto. Anochecía y la lluvia se intensificaba. Se oía el arrastrar de los zuecos de la gente que regresaba al pueblo. Cuando Daniel, el Mochuelo, se vio solo, se aproximó a la tumba y luego de persignarse dijo:

—Tiñoso, tenías razón, las perdices al volar hacen «Prrr» y no «Brrr».

Ya se alejaba cuando una nueva idea le impulsó a regresar sobre sus pasos. Volvió a persignarse y dijo:

—Y perdona lo del tordo.

La Uca-uca le esperaba a la puerta del cementerio. Le cogió de la mano sin decirle una palabra. Daniel, el Mochuelo, notó que le ganaba de nuevo un amplio e inmoderado deseo de sollozar. Se contuvo, empero, porque diez pasos delante avanzaba el Moñigo, y de cuando en cuando volvía la cabeza para indagar si él lloraba.

XXI

En torno a Daniel, el Mochuelo, se hacía la luz de un modo imperceptible. Se borraban las estrellas del cuadrado de cielo delimitado por el marco de la ventana y sobre el fondo blanquecino del firmamento la cumbre del Pico Rando comenzaba a verdear. Al mismo tiempo, los mirlos, los ruiseñores, los verderones y los rendajos iniciaban sus melodiosos conciertos matutinos entre la maleza. Las cosas adquirían precisión en derredor; definían, paulatinamente, sus volúmenes, sus tonalidades y sus contrastes. El valle despertaba al nuevo día con una fruición aromática y vegetal. Los olores se intensificaban, cobraban densidad y consistencia en la atmósfera circundante, reposada y queda.

Entonces se dio cuenta Daniel, el Mochuelo, de que no había pegado un ojo en toda la noche. De que la pequeña y próxima historia del valle se reconstruía en su mente con un sorprendente lujo de pormenores. Lanzó su mirada a través de la ventana y la posó en la bravía y aguda cresta del Pico Rando. Sintió entonces que la vitalidad del valle le penetraba desordenada e íntegra y que él entregaba la suya al valle en un vehemente deseo de fusión, de compenetración íntima y total. Se daban uno al otro en un enfervorizado anhelo de mutua protección, y Daniel, el Mochuelo, comprendía que dos cosas no deben separarse nunca cuando han logrado hacerse la una al modo y medida de la otra.

No obstante, el convencimiento de una inmediata separación le desasosegaba, aliviando la fatiga de sus párpados. Dentro de dos horas, quizá menos, él diría adiós al valle, se subiría en un tren y escaparía a la ciudad lejana para empezar a progresar. Y sentía que su marcha hubiera de hacerse ahora, precisamente ahora que el valle se endulzaba con la suave melancolía del otoño y que a Cuco, el factor, acaban de uniformarle con una espléndida gorra roja. Los grandes cambios rara vez resultan oportunos y consecuentes con nuestro particular estado de ánimo.

A Daniel, el Mochuelo, le dolía esta despedida como nunca sospechara. Él no tenía la culpa de ser un sentimental. Ni de que el valle estuviera ligado a él de aquella manera absorbente y dolorosa. No le interesaba el progreso. El progreso, en verdad, no le importaba un ardite. Y, en cambio, le importaban los trenes diminutos en la distancia y los caseríos blancos y los prados y los maizales parcelados; y la Poza del Inglés, y la gruesa y enloquecida corriente del Chorro; y el corro de bolos; y los tañidos de las campanas parroquiales; y el gato de la Guindilla; y el agrio olor de las encellas sucias; y la formación pausada y solemne y plástica de una boñiga; y el rincón melancólico y salvaje donde su amigo Germán, el Tiñoso, dormía el sueño eterno; y el chillido reiterado y monótono de los sapos bajo las piedras en las noches húmedas; y las pecas de la Uca-uca y los movimientos lentos de su madre en los quehaceres domésticos; y la entrega confiada y dócil de los pececillos del río; y tantas y tantas otras cosas del valle. Sin embargo, todo había de dejarlo por el progreso. Él no tenía aún autonomía ni capacidad de decisión. El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si no quiere quedarse sin comer. ¿Para qué valía, entonces, la capacidad de decisión de un hombre, si puede saberse? La vida era el peor tirano conocido. Cuando la vida le agarra a uno, sobra todo poder de decisión. En cambio, él todavía estaba en condiciones de decidir, pero como solamente tenía once años, era su padre quien decidía por él. ¿Por qué, Señor, por qué el mundo se organizaba tan rematadamente mal?

El quesero, a pesar del estado de ánimo de Daniel, el Mochuelo, se sentía orgulloso de su decisión y de poder llevar a cabo su decisión. Lo que no podían otros. La víspera habían recorrido juntos el pueblo, padre e hijo, para despedirse.

—El chico se va mañana a la ciudad. Tiene ya once años y es hora de que empiece el grado.

Y el quesero se quedaba plantado, mirándole a él, como diciendo: «¿Qué dice el estudiante?». Pero él miraba al suelo entristecido. No había nada que decir. Bastaba con obedecer.

Pero en el pueblo todos se mostraban muy cordiales y afectuosos, algunos en exceso, como si les aligerase no poco el saber que al cabo de unas horas iban a perder de vista a Daniel, el Mochuelo, para mucho tiempo. Casi todos le daban palmaditas en el cogote y expresaban, sin rebozo, sus esperanzas y buenos deseos:

—A ver si vuelves hecho un hombre.

—¡Bien, muchacho! Tú llegarás a ministro. Entonces daremos tu nombre a una calle del pueblo. O a la Plaza. Y tú vendrás a descubrir la lápida y luego comeremos todos juntos en el Ayuntamiento. ¡Buena borrachera ese día!

Y Paco, el herrero, le guiñaba un ojo y su pelo encarnado despedía un vivo centelleo.

La Guindilla mayor fue una de las que más se alegraron con la noticia de la marcha de Daniel, el Mochuelo.

—Bien te viene que te metan un poco en cintura, hijo. La verdad. Ya sabes que yo no tengo pelos en la lengua. A ver si en la ciudad te enseñan a respetar a los animales y a no pasear en cueros por las calles del pueblo. Y a cantar el «Pastora Divina» como Dios manda. —Hizo una pausa y llamó—: ¡Quino! Daniel se va a la ciudad y viene a despedirse.

Y bajó Quino. Y a Daniel, el Mochuelo, al ver de cerca el muñón, se le revivían cosas pasadas y experimentabas una angustiosa y sofocante presión en el pecho. Y a Quino, el Manco, también le daba tristeza perder aquel amigo y para disimular su pena se golpeaba la barbilla con el muñón reiteradamente y sonreía sin cesar:

—Bueno, chico... ¡Quién pudiera hacer otro tanto...! Nada... lo dicho. —En su turbación Quino, el Manco, no advertía que no había dicho nada—. Que sea para tu bien.

Y después, Pancho, el Sindiós, se irritó con el quesero porque mandaba a su hijo a un colegio de frailes. El quesero no le dio pie para desahogarse:

—Traigo al chico para que te diga adiós a ti y a los tuyos. No vengo a discutir contigo sobre si debe estudiar con un cura o con un seglar.

Y Pancho se rió y soltó una palabrota y le dijo a Daniel que a ver si estudiaba para médico y venía al pueblo a sustituir a don Ricardo, que ya estaba muy torpe y achacoso. Luego le dijo al quesero, dándole un golpe en el hombro:

—Chico, cómo pasa el tiempo.

Y el quesero dijo:

—No somos nadie.

Y también el Peón estuvo muy simpático con ellos y le dijo a su padre que Daniel tenía un gran porvenir en los libros si se decidía a estudiar con ahínco. Añadió que se fijasen en él. También salió de la nada. Él no era nadie y a fuerza de puños y de cerebro había hecho una carrera y había triunfado. Y tan orgulloso se sentía de sí mismo, que empezó a torcer la boca de una manera espasmódica, y cuando ya se mordía casi la negra patilla se despidieron de él y le dejaron a solas con sus muecas, su orgullo íntimo y sus frenéticos aspavientos.

Don José, el cura, que era un gran santo, le dio buenos consejos y le deseó los mayores éxitos. A la legua se advertía que don José tenía pena por perderle. Y Daniel, el Mochuelo, recordó su sermón del día de la Virgen. Don José, el cura, dijo entonces que cada cual tenía un camino marcado en la vida y que se podía renegar de ese camino por ambición y sensualidad y que un mendigo podía ser más rico que un millonario en su palacio, cargado de mármoles y criados.

Al recordar esto, Daniel, el Mochuelo, pensó que él renegaba de su camino por la ambición de su padre. Y contuvo un estremecimiento. Le anegó la tristeza al pensar que a lo mejor, a su vuelta, don José ya no estaría en el confesionario ni podría llamarle «gitanón», sino en una hornacina de la parroquia, convertido en un santo de corona y peana. Pero, en ese caso, su cuerpo corrupto se pudriría junto al de Germán, el Tiñoso, en el pequeño cementerio de los dos cipreses rayanos a la iglesia. Y miró a don José con insistencia, agobiado por la sensación de que no volvería a verle hablar, accionar, enfilar sus ojillos pitañosos y agudos.

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